––Fue en navidad imbécil–– me dijo, al tiempo que sacaba sus llaves del bolso y me las lanzaba a la cara. Yo, como pude, esquivé el mortal objeto y la tomé de la mano. Ella se sacudió y con esa misma mano me golpeó el rostro. Yo la miré con un tremendo deseo de matarla, la agarre del cabello y la traje de nuevo hacia mí. Le apreté ambas muñecas y el deseo de asesinarla se triplicó. Al fondo sonaba una gaita de un vecino escocés y abajo en la calle unos niños jugaban sin saber que ocurría arriba de ellos. El niño de camisa a rayas corría sin darse cuenta, tampoco, que llevaba uno de sus zapatos desatado. Al instante siguiente se cayó. La anciana que compraba té indú para sus amigas lo vió a lo lejos y no se compadeció de él, por el contrario, se burló sin que nadie se diera cuenta, sólo Jesús, el dueño del granero corrrió para ayudarlo. Al recogerlo se manchó de sangre todo su delantal nuevo y sin embargo lo llevó hasta el pie de la ventana, donde gritó: “doña Cecilia, doña Cecilia.” La gaita del vecino cesó y justo en ese momento, solté a mamá de las manos para que mirara lo qué pasaba afuera.