Miraba los miles y miles de libros que estaban en aquella inmensa y lujosa Biblioteca, pegados a sus cuatro paredes, y me preguntaba si alguna vez llegaría a limpiarlos y a leerlos. El dueño de esta Biblioteca, que era un anciano que estaba atrás de mi, me dijo que todos aquellos libros eran para mi, y que me los daba porque no sabía a quién dejárselos antes que muriera. Sorprendido, acepté su generoso regalo pero le dije que no tenía un lugar en donde colocar tantos libros. Esta casa será tuya, respondió. Pensé que estaba loco, pero su mirada apacible y al mismo tiempo misteriosa me hizo sentir un escalofrío, pero cuando nuevamente observé los miles y miles de libros pensando que podrían se todos para mi, me sentí mas tranquilo.
- Acepto - le dije – y, ¿desde cuando puedo mudarme?, o sea, ordenar mis cosas, que no son muchas, avisar a mis parientes, ordenar mi vida a partir de un lugar nuevo en donde vivir.
El anciano, soltó las manos como si yo no comprendiese, y casi susurrando me dijo que yo no volvería a salir de su casa jamás... Me puse helado, y como si fuera un perro a quien van a degollar corrí hacia la puerta de salida de la inmensa y antigua casa. La abrí, y salí despedido, buscando la salida pero por más que corrí y corrí, no la encontré. Era una casa de esas llenas de escaleras por todas partes, y cuartos llenos de libros en sus cuatro paredes con puertas que daban a otros cuartos con mayor o menor cantidad de libros en ellos. Me perdí, y empecé a gritar para salir de aquella pesadilla, pero tan solo escuché el eco de mi propia voz. Nadie más contestó.
Ya oscurecía cuando una luz empezó a limpiar toda la oscuridad que me angustiaba, dándome al mismo tiempo un extraño calor. Agotado, me tiré al suelo y maldije el día en que había leído el anuncio en donde pedían a una persona que pueda encargarse de dar mantenimiento a una Biblioteca personal. Yo amaba los libros, pero no al extremo a convivir para siempre con ellos, pero, como un ratón absorbido por el olor de un trozo de queso, caí en la trampa.
De pronto escuché la voz del anciano de no sé que parte de la casa que decía que no debía temerle a los libros y que en cualquiera de ellos encontraría la salida, la única y verdadera salida. Apenas terminé de escucharlo, una puerta se abrió y como si todo estuviera embrujado me di cara a cara con la gran Biblioteca. Entré, y allí estaba el anciano, sentado en su silla de ruedas, y con esos ojos tan apacibles y misteriosos, así como el sol y la luna. El vejo tenía un libro en las manos, me lo ofreció. Lo cogí, y empecé a leer...
No sé cuanto tiempo ha pasado, pero, cada vez que termino un libro veo que mis manos se quedan temblando, como si ellos absorbieran mi vida... El anciano ha desaparecido. Veo que día a día, alguien, que nunca supe de dónde venía me deja mis alimentos. Cuando me siento con sueño, me echo sobre la alfombra de la Biblioteca, otras veces me voy a otro cuarto y cojo otro libro, y también me quedo dormido con un libro en la mano…
Y, era verdad, después de leer una pequeña parte de los libros he encontrado no una salida sino miles de salidas de esta casa, pero, no sé por qué no deseo salir, siento que una vez que termino uno de ellos hay algo que me impulsa a coger el siguiente… ¿Será que leyendo he roto todos los cristales fríos de mi antigua soledad, de mi apagada pasión, de esperar a que algo ocurriera cuando nunca me sucedió nada de nada…? No lo sé, pero el tiempo parece haberse escondido para siempre mientras leo, la luz no tiene sentido más que cuando tengo un libro delante de mis ojos, y el silencio, ¡oh, el silencio!..., es mi más leal compañero, el placentero trono donde me siento delante de su profundo teatro. Esta Biblioteca parece darme todo lo que yo necesito… en verdad, casi todo…
San isidro, octubre del 2005