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Cuando cumplió los 89 años.

Ese día Don Francisco se levantó más temprano qué nunca. Eran las cinco de la mañana. Acostumbraba a levantarse a las cinco y media de la mañana. Se dio un baño ligero, se afeitó y se puso su colonia favorita por su cara y su arrugado cuerpo. Aún se conservaba fuerte y le ayudaba en el patio a la dueña de la casa donde él vivía. En esa casa tenía un cuarto pequeño alquilado y la dueña le daba almuerzo y cena, la comida estaba incluida con el alquiler. Don Francisco se puso su mejor ropa ese día. Para él era muy importante, cumplía 89 años y esperaba qué sus hijos vinieran a felicitarlo y llevarlo a comer a algún sitio especial cómo un regalo de cumpleaños. Cuando ellos eran pequeños él les daba su regalo y despues todos salían a cenar afuera. Era cómo una tradición, algo muy bonito entre ellos. Tenia cuatro hijos, dos hembras y dos varones, hacía mucho tiempo qué no los veía ni sabia nada de ellos. Pero tenía la esperanza qué ese día ellos se acordarían de él y vinieran a visitarlo, soñaba con verlos y poder disfrutar un rato de sus queridos nietos. Cuando la dueña de la casa vino a traerle su desayuno, Don Francisco estaba sentado en su pequeño balcón, mirando para todos lados. " Buenos días Don Francisco, ¿qué hace tan temprano sentado aquí, se siente bien?. "Si- respondió Don Francisco - estoy esperando a mis hijos, hoy es mi cumpleaños y de seguro van a venir a verme para pasar un buen rato juntos e irnos a pasear. Hoy cumplo 89 años". "Felicidades Don Francisco - dijo la dueña de la casa - aquí le traigo su desayuno, más tarde volveré para traerle un regalito y qué cumpla muchos años más con mucha salud". "Gracias buena señora, no necesito nada, con su amistad y aprecio me basta. Pero quiero ver a mis hijos y a mis nietos, hace tiempo qué no sé nada de ellos. No tengo hambre, estoy muy nervioso, no quiero moverme de aquí, quiero ver a mis hijos cuando vengan". Y esa mañana Don Francisco no desayunó. Las horas pasaban y sus hijos no llegaban, Don Francisco con paciencia seguía esperando. En ningún momento se movió de aquella silla donde estaba sentado por horas, aún tenia fe de qué sus hijos aparecieran de un momento a otro. Llegó la hora de la cena, la señora llegó con la comida y un regalito para Don Francisco. Con la cena venía un bizcochito con una vela de número, el 89. "Gracias apreciada amiga, pero no tengo hambre, de todas maneras se lo agradezco. Gracias por su regalo y todas sus atenciones. No me quiero mover de aquí, estoy seguro qué mis hijos ya están por venir." Don Francisco ese día tampoco se comió su cena. Una gran tristeza comenzaba a deformarle su arrugado y cansado rostro. La señora sintió lastima por él. Se veía muy bien pero agotado.

Pasaron las horas y oscureció. Ya Don Francisco no podía ver muy bien la calle. Pero allí sentado seguía esperando por la llegada de sus adorados hijos. La noche se estaba poniendo fría, Don Francisco sentía un poco de frío y se abrazaba a su propio cuerpo. Al rato vino la dueña de la casa y le preguntó: "¿Todavía sigue sentado ahí Don Francisco? La noche esta fría y se puede enfermar. Aquí le traigo un cafecito caliente, ya qué no comió nada en todo el día. Por favor tómeselo y regrese a su cuarto. No creo qué sus hijos van a venir a esta hora". Don Francisco tenía hambre y frío, está vez no despreció su café caliente y poco a poco se lo tomaba mientras le decía a la dueña: "Gracias buena amiga, Dios me la cuide siempre. Me hace muy bien este cafecito. Esperaré un tiempito más, quizás se les olvidó mi cumpleaños, pero se pueden acordar y llegar en cualquier momento". La dueña de la casa sintió mucha pena por aquel noble anciano. Habia pérdido todo su hermoso día de cumpleaños esperando por unos hijos malagradecidos qué nunca iban a llegar. Pero no le dijo nada por no matarle esa ilusión. Con el alma adolorida se marchó, no sin volverle a repetir qué se fuera a su cuarto a descansar. Seguían pasando las horas, la noche oscura cómo boca de lobo, el frío haciendole daño a aquél cuerpo cansado por los años y lastimandole sus débiles huesos. Don Francisco se levantó de aquella silla qué había sido la única testigo de su larga espera y su compañia. Le tocó la puerta a la dueña y le dijo: "Tengo mucho frío, me voy a mi cuarto. Pero por favor si llegan mis hijos avíseme. Yo me voy a acostar, pero seguiré esperando". La dueña le prometío qué así lo haría, sus ojos le ardían por las lágrimas qué escondía. Ese día tan largo y triste fue el peor día para Don Francisco. Cumplía 89 años. Pasaron dos semanas y nunca sus hijos aparecieron. Una tarde la dueña de la casa fue a llevarle su cena al cuarto. Se asombró al no ver a Don Francisco trabajando en el patio, cómo acostumbraba hacerlo, le gustaba plantar, limpiar y echarle agua a las flores. Era cómo una terapia para él, así pasaba el tiempo y se entretenía. La puerta estaba abierta, entró. Don Francisco estaba sentado en su silla, la dueña pensó que dormia. Trató de despertarlo, pero no despertó. Abrazado a su pecho estaba una foto de sus cuatro hijos. En su ojos había lágrimas. Se acercó más a él y pudo darse cuenta qué estaba muerto. Bien vestido y perfumado. Don Francisco murió extrañando a aquellos hijos qué nunca llegaron cuando en su cumpleaños 89 ansioso los estuvo esperando.
Datos del Cuento
  • Categoría: Hechos Reales
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