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El descenso del ángel

El cielo es estrecho y caluroso. El pequeño ángel no se siente bien aquí. Además, la expectativa de ver a la virgen lo ha vuelto impaciente y sus alas por estrenar tiemblan, imperceptibles.

El cortejo llegará a las 12. Se oye música lejana que anuncia que la virgen está por llegar.

La gente se ha engalanado para la fiesta. Encajes, lentejuelas, terciopelo y sombreros de paño, relucen bajo el sol del medio día.

Entre pétalos de rosas, incienso y cantos de alabanza, los trombones y clarinetes, tambores y flautines abren paso a la madre. El ángel desciende lentamente y se mantiene frente a ella como colibrí que chupa una flor. Está fascinado, sus mejillas arden: “Oh tú, madre del señor azotado y coronado de espinas, que murió en una cruz por los mortales. Tú, señora sufriente y dolida, que lloras por tu hijo amantísimo, peregrina en este valle de lágrimas, desagua tu sollozo, deja a un lado el manto negro pues ahora es día de gloria y de resurrección. El cielo entero canta la alegría de tu hijo redivivo. No llores más, madre amada, tu hijo ha pasado de la oscuridad a la luz. Ya no necesitas morder el polvo de la pena. Mira el refulgente sol, la dorada cabellera de las nubes. Tu hijo está vivo”.

El ángel cesa su discurso y retira suavemente el velo negro que cubre la cabeza de la virgen, se lo coloca en la faja que ciñe su cintura y saca de su manga una pañoleta blanca y plata que ajusta a la señora con veneración.

Sus delicadas manos arreglan los largos cabellos, sus labios sonríen satisfechos. La virgen, silenciosa y estática, como sin poder reaccionar ante tanta maravilla, agradece con la mirada y extiende de repente su mano de yeso para bendecir al ángel cuyas alas son de papel crepé y cuyo cielo es una tarima levantada en la calle principal del pueblo, forrada de paños blancos y celestes, envuelta en tules nubosos. La virgen acaricia las mejillas, la frente y los labios del angelito, lo baña con su sonrisa, lo purifica. Este se postra y reza en silencio, agradeciendo a nombre de todos los habitantes por las bendiciones prodigadas durante el año, por la siembra y la cosecha, el maíz y la cebada, el agua y los animales.

La procesión termina con juegos pirotécnicos y, mientras los priostes brindan comida y bebida en abundancia, el ángel camina entre los fieles, repartiendo los pétalos sobrantes y dejando tocar el borde de sus alas, besar sus manos, acariciar su frente.

Han pasado las horas y las luces comienzan a encenderse. El ángel, que es una niña con su vestido de primera comunión, sigue a la virgen que ha dejado caer el aro de esmeraldas entre los pliegues de su hábito de tela espejo.

Han guardado la imagen en el fondo de la sacristía, esa estatua de un metro y medio, la auténtica, la que sale nada más que para la procesión del domingo de gloria. La que mantienen encadenada (así la encuentra el ángel), porque –aseguran los frailes- se escapa por las noches. Nadie la ha visto en ninguna aventura, eso no se puede asegurar, pero sí han visto huellas de pies enlodados justo hasta su pedestal, y las cadenas como aserradas y vueltas a soldar.

El ángel niña toma su mano para colocar el anillo y la madre le habla: “Conserva la sortija para la época de sequía. Cuando la tierra, que soy yo misma, se agriete y los frutos crezcan. Cuando los meses se vuelvan áridos y largos, ve a la cima de la montaña y entierra el aro. El campo entero florecerá, tan verde como esta esmeralda, tan fértil que la cosecha será suficiente. Siémbralo el día 21 de septiembre que es mi día, y baila, y báñate en agua de yerbas dulces, riega chicha de siete granos encima de la esmeralda.

***

Llegaron los tiempos de sequía. La niña guardaba celosamente la sortija, envuelta en un pañuelo, al fondo de su cajón. La gente tenía cada vez menos comida, más hambre. Entonces, cuando llegó el 21 de septiembre, cuando los latidos de la tierra parecían ser más débiles, la niña se bañó en agua de yerbas dulces, se vistió con sus alas de ángel y fue a la montaña, con un poco de chicha en una botella. Era un domingo de sol candente y seco. La niña subió y subió. Algunas mujeres que se cruzaban en su camino, la miraron asombradas: no era el sitio ni el momento para usar esas alas de papel crepé. Saludaban al pasar, guardando unas sonrisas burlonas. La niña continuó su ascenso. Por momentos, la inquietaba no saber el lugar exacto en el que pondría el aro, pero una voz interior le decía que siguiera adelante, que cuando terminara la seca cangahua, donde empieza el bosque de eucaliptos, justo al borde del terreno mustio y el verde que deja la sombra de los árboles, allí, abriera un hoyo donde debería enterrar la sortija. Pero justo el momento en que se sentaba en el áspero suelo, y colocaba el pañuelo junto a ella para empezar a cavar el orificio, un pájaro de alas grises que había visto el brillo de la esmeralda, se lo arrebató y alzó vuelo.

La niña lloró calladamente, las alas ajadas, el vestido bordeado de tierra reseca. Levantó la vista, el pájaro era apenas un punto negro en el cielo. Extendió sus brazos, como en una súplica para que el ave volviera y le entregara su tesoro. En ese mismo momento sintió que se elevaba. Sus alas de pronto habían cobrado vida y se agitaban como si fueran alas de mariposa. El ave, que era un halcón que habitaba en la cima del monte, planeaba en círculos con la verde esmeralda en el pico. La niña – ángel se dirigió hacia él. Le rogó que le devolviera el anillo, pero el halcón, emitiendo un extraño graznido, se lanzó en picada y se perdió entre los árboles. La niña – mariposa volaba en círculos, intentando encontrar algún claro donde descender para buscar al ladrón. Súbitamente, sus alas de papel dejaron de responder y se precipitó en seco contra la tierra dura. Su pequeño cuerpo, como un fardo que alguien hubiera dejado caer desde el cielo, pareció deshacerse en una polvareda que reventó el silencio de la montaña con un sordo ruido, como trueno invisible detrás de las nubes. Y fueron precisamente las nubes las que se acercaron a ver el suceso. Se agolparon, blancas y algodonosas primero, grises y pardas, luego, enormemente negras y pesadas al final. Eran nubes que gritaban tormenta, truenos como rocas enormes, rugiendo en un vertiginoso descendimiento hacia el bosque donde yacía la niña, donde el pájaro ladrón había enterrado el anillo.

La lluvia se desató y ya fue imposible detener los deslaves y las acequias. Agua por todas partes, lodazales bajando, anegando el valle. Debajo de la tierra, las semillas se regocijaron. Los gorriones cantaron más que nunca y los huiracchuros bebieron de las enormes gotas. El halcón, arrepentido, voló hacia el cuerpo exánime y mojado de la niña que parecía una muñeca de aserrín, las alas derretidas cual Ícaro consumido al final de su periplo de fuego. Los relámpagos iluminaban su rostro de ángel, mientras el ave aleteaba frente a su rostro para darle aire y reanimarla.

La niña despertó. No sintió frío ni miedo, sólo una enorme alegría al ver que la lluvia había empezado a caer. Bajó a toda carrera para agradecer a la señora del anillo. Trajo flores de ñachag y hojas de arrayán, piedritas de la montaña y dulces niguas. Todo lo puso a los pies de la madre.

En el entretanto, su familia la buscaba. Nunca la encontraron. Pero en el altar de la Virgen un ángel nuevo sonreía y llenaba, con sus alas brillantes, un espacio más en el cielo azul pintado en la bóveda del santuario.
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