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Alta mar

La noche era calurosa, apenas traía brisa para alejar los fantasmas que nacían de su habano; Julio, don Julio, sentado en el ático de su mansión solitaria junto a la cala privada, rodeado de tierras innecesarias herencia de crímenes a fuerza olvidados y verjas de acero aún más innecesarias por ser antes las del miedo que en sociedad llamaban respeto, contemplaba el negro mar invertido del cielo. El murmullo incesante resucitaba recuerdos a la lejanía, que la vacía esponja de su presente se encargaba de enjugar. Alguien debió decirle al aspirante a capo Julio, después Don Julio, que ni los zapatos de cemento copiados de las películas, ni el hilo de acero, ni las blancas rayas de polvo y el agua de fuego, ni el dinero a toneladas, ni las noches orgiásticas de sexo catártico podían acallar la eterna voz susurrante de los muertos. Y no es que no pudiese disfrutar de estos clásicos placeres, pero ahora había de compartirlos con ellos, sus miradas fijas, su constante presencia. A veces se preguntaba si el camino hacia ésta, su ambicionada cumbre, mereció la pena. La respuesta siempre era un amargo trago de whisky.

El mar, el mar, la vida, la muerte. Qué pequeño resultaba todo junto a la inmensidad. Su contemplación era lo único que en este mundo no le provocaba hastío, con su ir y venir clamoroso e idéntico de olas, días y espuma. Volvieron a él aquellas travesías en el interior de barcos que eran juguetes en sus caprichosas manos de gigante pueril, inconsciente de su inmenso poder; todas las emociones se sucedían entre el gemido de los aceros, un embrujo que se desvanecía al pisar tierra, dejando en su lugar un poso de anhelo, una llamada que, tarde o temprano, obtenía su respuesta. Y su regreso.

Nada se movía ya en la noche, salvo el mar, inquieto. A través del vapor de sus ojos, Don Julio, hipnotizado, veía las olas limpiando la arena, brazos de una gigantesca ameba, tímida a pesar de su monstruosidad. A pocos metros de la playa, donde el agua aún no llegaba hasta el cuello, apareció un bulto negro. El bulto, muy lentamente, como si hubiese de vencer una gran resistencia, avanzó hacia la playa; y según iba avanzando, el bulto se adivinaba como la cabeza de una emergente figura encorvada. Don Julio se restregó los ojos, pero la imagen persistió. Ahora el agua le lamía las rodillas y no cabía duda de que era un hombre, cubierto de harapos y algas o alguna suerte de camuflaje para pasar inadvertido, como un comando de las fuerzas especiales del ejército. Al fin había ocurrido. Don Julio sabía que, tarde o temprano, los sobornos y otros resortes oscuros dejarían de proporcionarle esta burbuja de protección en la que vivía; pero nunca imaginó el modo mediante el cual tenderían la trampa; tal vez por considerarlo como algo poco probable e impreciso. O era eso, o el despistado buzo había elegido el peor lugar para perderse.

No era un comando, desde luego. Ahora veía, con los ojos bien abiertos, los movimientos innaturales con los que ese hombre arrastraba su cuerpo tambaleante playa adentro, dejando dos surcos paralelos en la arena tras de sí. El no era un hombre miedoso, nunca lo había sido; las contadas ocasiones que tuvo el pánico para recorrer sus venas hubiesen detonado el corazón de cualquier otra persona, aún entre los más habituados al espectáculo de la sangre puesta en libertad. Y sin embargo, la visión de aquel deforme, enajenado, o quien diablos fuese, comenzaba a inquietarlo, motivo sobrado para disparar su inestabilidad, su orgullo homicida. Los chicos de confianza habían bajado al pueblo a divertirse por orden expresa. Quería soledad esta noche, y ya había un intruso –con dos cojones, eso sí- distorsionando sus planes; así que tendría que encargarse personalmente del asunto. Echó una última ojeada por encima de la balaustrada hacia aquel loco penetrando en sus propiedades, que estaba mucho más cerca, aunque no lo suficiente para que las estrellas y la luna iluminasen su rostro. Llegaba entonando un mecánico murmullo tan grave como el rumor del agua, pero no pudo distinguir palabras desde la altura que los separaba. Don Julio dio media vuelta y corrió a su despacho. Allí destrabó del armario su viejo Kalashnikov, regalo de su contacto moscovita Nicolai, muerto en un desafortunado mal negocio meses atrás. Tomó un par de cargadores y salió de nuevo al ático. Dispuso el arma para abrir fuego y, acomodando su culata al hombro, buscó la cabeza del desconocido con la boca del cañón de acero. Pero éste ya se hallaba fuera de su alcance. Los surcos gemelos en la arena conectaban el mar con el pórtico de su mansión. No pudo localizarle hasta que dos golpes de fuerza brutal impactaron contra la pesada puerta principal, reventándola en cientos de astillas y esquirlas de vidrio que repiquetearon como llanto de tormenta sobre el hall. Acababa de invadir su hogar. Don Julio, aplastando su temor bajo la estampida de una rabia incontrolable, atravesó a la carrera su despacho y comenzó a descender por una de las escaleras de suave curvatura que conducía hasta la planta baja, a la altura del inmenso recibidor. Escalón a escalón, la correa del arma anudada al antebrazo, un pie tras otro, Don Julio salió al encuentro del invasor, mientras el murmullo balbuceante de su cántico de palabras sin aire penetraba, ahora sí, con abrasadora claridad por sus oídos.

En la noche serena, por encima de la ensoñación sonora de la espuma y la sal, se escucharon treinta disparos ininterrumpidos. Y un solo grito.


* * *


Se encuentra en la segunda planta, subiendo por la derecha –indicó el agente.

El inspector Núñez entró en la estancia. Un fortísimo olor a whisky inundó sus fosas nasales instantáneamente. Y a pesar de la escena ante sus ojos –modo curioso el que a veces emplea el cerebro al operar-, el primer pensamiento que esbozó su mente fue que el lujoso cuarto de baño era tan amplio como el salón de su casa. Después se percató de la presencia del comisario Torres tras su desgastado bigote.

-Le estaba esperando, Núñez. Empezaba a retrasarse.

-Parece un ajuste de cuentas.

-¡Vaya! ¿no me diga? Su sagacidad no deja de sorprenderme. Y yo pensando en un desafortunado accidente doméstico.

Del borde de la bañera colgaban los pies de Don Julio, sumergido por completo en líquido ambarino. Las manos aparecían crispadas, los ojos conservaban una mirada particularmente horrible de terror cristalizado en el tiempo. La mandíbula, desencajada o rota por descontado, permitía que el manojo de habanos permaneciese obstruyendo la boca en cruel angulación.


-Bueno, pues ya podemos empezar a recorrer la lista de los doce mil sospechosos que deseaban la muerte del angelito.

-¿Alguna pista o indicio revelador, en primera instancia? 

- A ver que le parece a usted esto; yo todavía no sé muy bien como interpretarlo –dijo el comisario, tendiéndole una caja de habanos vacía cogida con las enguantadas puntas de dos dedos. 

Sobre la fina tapa de la caja de madera, una inscripción rasgada:

Felicidades, papá

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