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Este año, tampoco

I.

Sabía que no me iba a tocar; lo sabía pero, en un arrebato de masoquismo navideño, había ido de público a ver a los Niños de San Ildefonso. Yo pensaba que, de alguna manera, iba a ver recompensado el dolor de cabeza que me iban a causar sus cantinelas con la aspirina de la suerte, que mi estoicismo de mártir iba a tener como fruto la entrada al Cielo del dinero, pero iba mi pensamiento totalmente errado.
Me despedí de Lupita con lágrimas en los ojos, ella movía en el aire un pañuelo blanco para despedirme, enmarcado su precioso cuerpo en las fronteras de la puerta de nuestro hogar, deseándome que saliera victorioso de mi aventura y que –sobretodo, mi amor- no perdiera los billetes de lotería. Mi querida Lupita incluso me había preparado un bocadillo de tortilla francesa para comérmelo allí y que no pasara hambre. ¡Qué gran mujer! Incluso me había dicho, en un susurro sensual mientras acariciaba con su labio inferior el lóbulo de mi oreja, que ella sufriría también conmigo, desde casa, el sorteo del Niño.
Ahí estaba yo, comiéndome el bocadillo de tortilla, con los huevos tan poco hechos que una lágrima blanca se escapaba de los barrotes del pan y colgaba suspendida en el aire –seguramente Lupita se descuidó que para mi, la tortilla, muy hecha, seca y estropajosa- y escuchando la lluvia de premios. Lamentablemente, ni los quintos, ni los cuartos ni el tercer ni el segundo premio pretendía mojarme. Yo aspiraba a más, a mucho más, mientras sujetaba con firmeza los billetes de lotería y rezaba –supuse que los rezos debían ser enviados por correo urgente al señor Ildefonso, de profesión, santo-.
Después de hora y media, el Gordo parecía hacerse el remolón dentro del bombo, cuando, de repente, al niñito de la izquierda se le cambió la cara y todos nos acercamos hacia delante –culo alzado- mientras la realidad se nos antojaba a cámara lenta. El niño de la derecha, con su peinado repelente y unos pantalones que mostraban sus tobillos disfrazados de azul marino, se empezó a poner muy nervioso al ver la expectación del público y al tomar la bola entre las yemas, ésta se tambaleó en un pequeño movimiento sísmico, escapándose de sus dedos y rodando por el suelo hasta mis pies.
Todo había pasado tan rápido que nadie se había percatado de la meta de la bola ganadora. El estupor tomó lugar en la sala y mientras el niño recibía una sonora colleja de su compañero, yo tomé la bola disimuladamente y, cuando vi que ese número no pertenecía a ninguno de mis billetes, la metí dentro del bocata. Nunca se había dado tal percance durante el Sorteo del Niño, así que durante cinco minutos, los señores de la mesa –aquellos que ponen cara de interesados mientras los Niños le enseñan los números premiados, visiblemente molestos de que unos críos acaparen más cámara que ellos- debatieron como proceder. La solución de la colleja la creyeron oportuna, además de que despistó a los medios, que se afanaron en comentarla con burla. El siguiente paso sería buscarla por el suelo, intentando que los traseros no apuntaran hacia ninguna cámara, y, finalmente, si no aparecía, el juego debía continuar.
Yo también ayudé a buscar, sacando mis mejores dotes de actor, porque bajo ningún concepto podía devolver una bola envuelta en un abrigo de huevo delante de los televisores de toda España. Mí precipitada acción se había debido a una iluminación de San Ildefonso: ese número no debía salir y el siguiente en ser escupido por el bombo sería un gemelo de uno de mis billetes. Ganaría el Gordo, y punto en boca –Lupita lloraría emocionada desde casa-.
Evidentemente, después de minutos de búsqueda infructuosa, el juego continuó. Pero el siguiente número en salir no me pertenecía, tampoco; había caído en un pueblo perdido de Aragón, donde no llegaba ni la radió ni la televisión y esos billetes irían a caer en el olvido. Bromista, ese santo. Estaba tan furioso que le clavé un mordisco salvaje al bocata y me lo tragué sin masticar. La bola me pareció entonces más grande que nunca, mientras se me quedaba encastada en al garganta, sin moverse un ápice y yo pensando en Lupita caído en el suelo, mientras el resto del público gritaba con la llegada del Gordo.


II.

Lupita, al ver el muerto, le sacó del bolsillo los billetes de lotería y los comprobó, diario en mano. Uno había salido afortunado, en la pedrera, mil euros, quien no se conforma es porque no quiere, con mil euros se pueden hacer muchas cosas, tampoco tantas, algunos arreglos para la casa, mejor unos cuantos caprichos, algo que me ponga guapa, una visita a un centro de belleza, que estoy en la flor de la vida, una peluquería cara, un peinado de moda, noches de fiesta, otra vez, un viaje, o varios baratos, mucha ropa nueva, un dormitorio con espejos en el techo, fantasías sin cumplir, ya sabía yo que algo bueno tiene el matrimonio, pero sin embalarse: que mil euros no son tanto.
Entonces reparó en su marido, frío y agarrotado, más sordo que nunca. Que mal le sienta la muerte, pensó. Y entonces se sintió mal por los últimos recuerdos que tenía de él: se había ido a hacer el mono como público del Sorteo -mejor para ella, que sabía cuanto duraba y había podido invitar a su amante para un poco de pasión-, le había hecho la tortilla con mucho moco para fastidiar –eran aquellas pequeñas cosas que ella hacía complaciéndose de que él nunca se enteraba, molesta por tener que hablarle siempre a la oreja y que, aun así, entendía lo que le daba la gana- le había visto emocionarse por espantar una mosca con el pañuelo… ante tal última función en su mente de aquel que había estado su marido, decidió cumplir la que sabía que era su última voluntad: llevar el cuerpo de Madrid a Jaén, para enterrarlo allí, en su amada Andalucía.
Segura en esta idea, se dirigió a la funeraria, a preguntar precios. Lupita escuchaba las palabras de la secretaria distante, mientras seguía formulando una lista interminable de posibilidades para un futuro de luces y purpurina. Su padre dejó de pagar el seguro hace unos meses, señorita –mi marido, oiga- disculpe, su marido dejó de pagar y –hace tiempo que no visito el teatro- eso significa que tiene que pagar íntegramente –aunque lo mejor sería- el desplazamiento, el ataúd -una visita a un balneario, con esas saunas y masajes- sobretodo el gran inconveniente es llevar a su difunto marido –o irme con Jesús a hacer un viaje de pasión por el mar- hasta Jaén, porque si lo sumamos todo, espere que lo calculo, –en un barco, yendo hacia un paisaje de ensueño donde sólo necesitaríamos entregarnos al sexo, en unas playas de arena blanca, bajo la romántica luz de la luna, tañendo con las cuerdas vocales palabras de amor y deseo, juntos y solos, por fin- son unos 1000 euros.
Datos del Cuento
  • Autor: Vet
  • Código: 6035
  • Fecha: 25-12-2003
  • Categoría: Sin Clasificar
  • Media: 5.52
  • Votos: 84
  • Envios: 0
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Comentarios


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2 comentarios. Página 1 de 1
Victor
invitado-Victor 26-12-2003 00:00:00

Me ha gustado mucho el cuento porque, entre otras cosas, es de ágil lectura, algo que se aprecia mucho. Aun así, creo que no te ha salido del todo bien la separación que has hecho. Opino que no acabas de atar el final de la primera con el principio de la segunda, aunque realmente eso no afecta al conjunto de la historia. Te felicito.

Juan Andueza G.
invitado-Juan Andueza G. 26-12-2003 00:00:00

Da gusto ver que VET permanece en la página. Es excelente y escribe con mucha pulcritud.

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