“Amor platónico"
Es mentira aquella expresión que dice que el tiempo borra todas las heridas de amor. Si fuera así no estaría hoy contándote esta historia inolvidable para mí, hijita mía.
- Dale abuela, que a mi me encantan las historias de amor.
Bien, esta breve historia comienza pasada la mitad del siglo pasado en un paraje lejano y polvoriento de nuestro país.
Jóvenes bulliciosos bajan del tren en un cálido verano, ansiosos de llevar la palabra de Dios a sus hermanos santiagueños. Aún cansados por el viaje, conservan ese tono dicharachero, propio de los chicos porteños.
Y en ese grupo estaban los protagonistas de esta historia, un chico alto y tierno, porteño él, una chica morena y romántica, bien santiagueña, ella.
Bien sabes mi niña que el monte santiagueño en verano es agobiante. La temperatura puede llegar hasta los 45°. Después vienen esas tormentas bravas, que parecen que va a estallar el cielo, por los truenos explosivos y ese relampagueo como juegos de artificio. Al otro día humedad, sale el sol y de nuevo comienza el ciclo del calor, con un sol que calcina los caminos polvorientos. Allí están nuestros jóvenes con un cura instalados en una precaria escuela, dispuestos a recorrer el monte para acercar la gente a la misión. Por 20 días o más se imparten clases de catecismo, se atiende un consultorio médico, se dan charlas de puericultura a las madres, hay bautismos, todos los días misa y al final, un gran fogón de despedida.
Los chicos parten diariamente después del desayuno, Evangelio en mano y por ahí alguien que lleva un rosario, para rezar en el camino. Visitan los hogares, charlan con sus moradores y los invitan a visitar la misión en horas de la tarde. Siempre queda alguien para hacer la comida, al mediodía se come abundante, en la cena también. Las noches son tan cálidas que invitan a quedarse en tertulia charlando de cosas que interesan sólo a los jóvenes: películas, música, romances de gente conocida….. hasta quedarse dormidos/as. Las chicas en una habitación, los varones en otra.
Noemí Estela se alegra de que le haya tocado un compañero tan simpático y bueno. Los dos recorren el rancherío cercano a la escuela, ahora local de la misión, en el trayecto hablan de sus cosas. Él parte al Seminario después que regrese de Santiago. Va a hacerse cura porque siente el “llamado”. Javier es un chico muy querido en el grupo. Hay un cierto clima de jovialidad en el ambiente. Están los que hacen continuas bromas, está el rubio que canta acompañado con su guitarra bellas canciones de amor, está la dentista, está Joaquín el seminarista, están las chicas de la parroquia local, son las que generalmente cocinan y se contactan con los proveedores. Está el cura, un curita sapiente y conocedor del alma de la juventud que festeja las bromas de los muchachos pero que todo lo controla, con su ojo de águila. Los chicos y las chicas son un amor. Se nota la buena crianza. Son buena gente.
Ya está llegando al término la misión. También está finalizando el mes de enero. Noemí y Javier se han hecho inseparables estos últimos días. Como si se dieran cuenta que ese paraíso se acaba. Después de eso cada uno irá por el camino que le ha tocado en suerte o que ha optado voluntariamente. Hay miradas tiernas, hay detenciones debajo de la sombra de algún árbol, con el pretexto de descansar, se ríen, se miran y se descubren, él le dice palabras cariñosas, como: - me gusta el hoyuelo que se te hace en la cara cuando ríes. Ella escribe el nombre de los dos en el tronco de un mistol. Se cruzan miradas tiernas en el momento de la misa y a la hora de la cena, se sientan uno al lado del otro. La noche antes de la partida sucedió algo que a Noemí le pareció tocar el cielo con las manos. Mientras todos conversaban animadamente, el rozó su pierna y levantó el pié de ella y lo sostuvo balanceándolo en el aire por fracciones de segundos lo que a Noemí le pareció una eternidad. Y así, mientras jugaban por debajo de la mesa, su corazón no latía, galopaba como con corcel desbocado.
Al día siguiente, fue doloroso. Porque él, Javier ya no era el mismo risueño y cariñoso de todos los días. Tenía en su rostro dibujada la tristeza. Una tristeza contagiante. Cuando subieron al acoplado que los llevaría a la estación, estuvieron muy juntos todo el tiempo, pero sin decirse nada. Noemí, con su inveterada costumbre de escribir, llevaba un cuaderno donde anotaba sus vivencias, sus producciones poéticas, por llamarles de algún modo. Mientras todos alistaban sus bolsos, Javier pide a Noemí el cuaderno. Y en el deja estampada la más bella y tierna página que jamás alguien le dedicara con tan sentidas y sencillas palabras. Con una sonrisa tierna como una aurora de luz se sacó de su cuello una cadena con medalla del Colegio donde había egresado y se la puso a ella. Después mirando hacia el azul del firmamento le dijo: todas las noches a las 11 mirá esta misma estrella. Yo haré lo mismo y rezaré un avemaría. Así estaremos juntos a esa hora. Fue un momento de gran emoción para ambos. Uno porque partía, la otra porque quedaba. Dicen que las despedidas tienen ese sabor amargo, que no se experimenta más que en esos momentos que se toma conciencia de que la persona con la cual te habías encariñado se va y es imposible su retorno. Entonces no hay alegría. Hay tristeza, sí una infinita tristeza. Eso es lo que sentían Javier y Noemí cuando a lo lejos se divisaba la luz enceguecedora de la locomotora y ese atroz estremecimiento que retumba y hace temblar los andenes. Ya se va él, el hermoso. Un santo beso en los labios fue el último adiós para este amor incipiente, puro y hermoso que como un soplo de brisa fresca en una tarde calurosa, quedó prendido para siempre en el corazón de una santiagueña.
Te gustó?
Si abuela. Muchísimo. ¿Te puedo hacer algunas preguntas?
Claro que puedes.
Supiste algo de él?
Por sus amigos supe que había viajado a Colombia, también que dejó el seminario. Nunca más lo volví a ver. Tal fue mejor así. Justamente la sabiduría platónica nos induce a pensar que un casto amor desafía lo efímero de cualquier pasión física y esa característica lo hace perdurable.
¿Qué hiciste con la medalla que él te regaló?
Por muchos años la atesoré en mi pecho como algo bien querido. Cuando tenía alguna pena, que por esos años tenía muchas, no de amor sino de luchar por superarme, la besaba mucho. Sentía que me hacía bien. Claro, ahora sé que las cosas también vibran tanto como nosotros y si él le había puesto tanta energía en esa entrega, eso estaba. Es como si me hubiera entregado su corazón. Esta actitud define la nobleza de su alma. Cuando conocí a tu abuelo, se la entregué a la Virgen del Valle. Me costó desprenderme de ella, pero en la vida hay etapas. Y ella había cumplido su misión que fue la de acompañarme y hacerme sentir que alguien en el mundo, que no fuera mi mamá, alguna vez me quiso bien.
Autora. Esther López
me parece que todos tenemos un poquito de esa historia, todos tenemos un amor platonico! Sigue deleitándonos con tus cuentos