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Brumas en el otoño

La brisa arrastraba los olores a hojas secas y tierra húmeda. El sol no calentaba su rostro: nácar avejentado por cada tarde otoñal, por cada viaje hacia el mundo, hacia la niebla oscura y densa. Aquellos árboles traslúcidos habían botado ya todas sus hojas ahora marchitas y sonoras. Y caminaba sobre esas hojas arrastradas. Se acercaba cada vez más hacia esas paredes recubiertas de cal blanquecina y levantadas sobre un pasto dormido. Por el cielo se deslizaban flores sedosas y blancas, con fragancias hiperbóreas y reflejos imperceptibles. Eclipsaban al sol, obligando a que su luz se divida en pétalos frágiles de flores rojas, anaranjadas y de margaritas. Pétalos que no caen. Pétalos que se mantienen inmóviles hasta la noche, cuando se diluyen entre los remansos de claridad que quedan al bajar el sol.

En esa tarde la tierra del sendero seguía iluminada y el rostro del caminante se fruncía. Otra vez esos odiosos trinares de pájaros, incomodando el caminar e interrumpiendo la ventisca. ¿No podrán escoger otro momento para impregnar la neblina de sonidos alegres y agudos? Pero no, no lo podían hacer. Cada vez más aves comenzaron a llorar. Sí, a llorar, porque a las aves de esa tarde, no les gustaba el otoño. ¡Pero a mí sí! Gritaba el caminante ¡a mí sí me gusta! Aves agoreras, jilgueros, pechirrojos, canarios libres, cantaban al tiempo. Parecían alegres y complacidos, compartiendo guirnaldas sonoras a cada una de aquellas avejentadas casas de campo. En una de ellas, una señora soñaba con los ojos atravesando la ventana. En otra, un niño imitaba los sonidos con su harmónica recién comprada. A la casa de paredes blancas, que se encontraba más allá de la neblina, no llegaban los gorjeares. Ni un solo sonido, tal vez atormentado, tal vez feliz, lograba desvanecer la neblina para seguir sonando entre los árboles.

El caminante se detuvo frente a un muro de piedras húmedas y aterciopeladas por los líquenes que le habían crecido. Sus piernas yacían estáticas, sus ojos no se movían en absoluto. Contemplaba. Asombrado contemplaba una imagen proyectada por su mente sobre sus ojos. Era nítida, clara como una vertiente. En ella se encontraba él, riendo de niño y corriendo entre los árboles. Corría entre los mismos árboles de los cuales las hojas se habían caído en este otoño. A un lado del camino de tierra estaba ella: guantes de lana finos y rojos, una falda que le cubría hasta las rodillas. Sus zapatos, que no tenían taco, movían aquellas dos derretidas velas, fuertes al caminar pero delicadas para bailar. Sobre ellas estaba un talle de ramo de rosas y dos hombros caídos cual rosa marchita. Su cara no era de nácar. Y en las manos llevaba la maleta de cuero. La imagen se diluyó lentamente hasta que sus ojos recobraron movimiento. Pasaron unos segundos y comenzó otra vez a andar. Ahora la casa ya no se veía. Las paredes blancas se ahogaban en un mar de leche desvanecida y flotante entre la tierra. El caminante se asombró por este peculiar fenómeno, completamente atípico en aquel pequeño poblado campestre. Se sabía que desde hacía medio siglo que entre aquellas casas no divagaba bruma alguna. Extraño, se decía, muy extraño, pero reconfortante. ¿Qué hubiera dado de pequeño, para que un hálito de bruma circunde mi propia casa? Y ahora, que la casa está por venderse, la bruma más espesa cubre sus paredes y yo, viviendo en una ciudad.

Sus pasos comenzaron a deshojarse más rápidamente y sus zapatos caían cada vez con más fuerza. La casa y la bruma eran menos distantes. En el exacto sitio en el cual la neblina empezaba a cubrir la tierra, el caminante se detuvo una vez más. Quería sentir con todo su cuerpo aquella bruma esponjosa. Cerró los ojos, e inhaló muy profundamente. Continuó caminando, pero ahora con más delicadeza, con más sigilo y cuidado. Será porque no distinguía bien los objetos que se encontraban entre la niebla, o solo porque deseaba alargar ese momento lo que más pudiese. Sentía cómo por cada poro, entre sus dedos, sobre sus labios, penetraban hálitos fríos y tersos, aires húmedos y añejos. Cuando abrió los ojos, no vio más que un velo blanco e infranqueable. Blanca la pared y blanca la bruma. No recordaba que aquella pared fuese tan límpida. Buscó la llave en su bolsillo y abrió una puerta de roble pesado. Entró en la casa y cerró la puerta. Estaba fría y húmeda, un poco más abrigada que en el exterior. Tres o cuatro sillones y una mesa. Sobre la mesa unos papeles. Se acercó para quitarlos de ese sitio y observó que no eran más que gacetas viejas. ¿Viejas? La fecha que abría esa edición tenía varios lustros de adelanto. Calculó con gran rapidez y concluyó que eran treinta y seis los años que ese diario se anticipaba al presente. Lo leyó pero ninguno de los nombres le era familiar.
–Debe ser un error– se dijo.
Y continuó leyendo el diario. No comprendía nada de lo que en él se escribía, ya que solo lograba pensar en la imagen aparecida sobre sus ojos momentos antes. Le encantaban esos delicados guantes y le encantaba también, que ella acaricie su cara. Los días que pasaron en verano y las noches en invierno, eran los momentos que mejor recordaba de toda su infancia. Las velas que sobre la mesa se encontraban, le recordaron las blancas piernas de su madre, y el calor emanado de la flama, el rojo de sus guantes. Entró a la habitación que hacía mucho tiempo fue la suya. A sus espaldas y sin que él lo notase, la bruma blanca y espesa comenzó a ingresar lenta pero seguramente por el espacio entre la puerta y el suelo. Se apoderó de toda la sala, pero no de la habitación en la que él estaba. En la habitación, su cama y las mesas de noche seguían en el mismo lugar. Lo que le llamó la atención, fueron los daguerrotipos que se encontraban sobre una de las mesas de noche. En cada uno de ellos las líneas se diluían y formaban pequeños hilos de café recién preparado, muy parecidos a siluetas humanas. Estaban retratados él y toda su familia, excepto su madre. En el otro se dibujaba un lugar plano y oscuro, seguramente un campo santo y muy pequeños se veían dos velas blancas y un guante rojo. En el último de los tres daguerrotipos se distinguía con total claridad la imagen: no había nada ni nadie, solo una niebla blanca, permanente. Y de la misma forma que en ese papel, el cuarto se llenó de un visillo espeso y pesado. Entonces encajes blancos de seda cubrían y penetraban en su cuerpo. Quiso levantar la mano para palpar el vacío, pero no lo pudo hacer. No lo pudo hacer porque no pudo siquiera palparse la mano. La bruma había disuelto su brazo entero entre vapores fríos y húmedos. Resuellos blanquecinos comenzaron a entrelazarse alrededor de su cuerpo, transparentándolo. Cada vez más transparente. Él no lo entendía. Vio una imagen otra vez sobre sus ojos. Ya no era clara, estaba borrosa y diluida. Logró distinguirse, pero cogido de la mano de alguien. Era su madre. No caminaban hacia la ciudad, sino hacia la Bruma, oscuramente blanca, tupida y añeja. Y ella con sus hombros marchitos apuraba al hijo hacia el otoño.
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