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Categoría: Hechos Reales

Cosas que no se olvidan

Hay cosas que no se olvidan, aunque perseverante el polvo de los años intente cubrirlas con su manto. Cuan niño mis características mas arraigada eran mis alardes de callejero. Me gustaba la calle, ensuciarme, correr y sudar, luego bañarme y cambiarme, para seguir corriendo y sudando; un habito que no estaba en los favores de mi madre. Ella en un atento fallido por ubicarme en un trazo más aceptable, me dejó encargada del atuendo que más ensuciaba con una frase refractaria: “Esas medias yo no las voy a lavar, ahí veras como te las arreglas” Eso para mi no fue problema. Me ingenie para no tener que lavar medias demasiadas sucias. Me volvía a poner la mismas medias, volteándolas de lado y volviéndolas a voltear, hasta que lo que usaba para jugar tenían mas presencia de botas, por lo secas y duras, que de calcetines. Las medias empezaron a despedir un olor de rata podrida, pero podía mas mi intención de no perder tiempo en trivialidades -lavando las medias- y aprendí a convivir con él, algo que no podía convencer al resto de mi familia que hicieran, y opté por esconderlas en el jardín y ponérmelas en exclusiva intemperie. Mi padre siempre quiso ser pelotero, y al parecer al abuelo esta afinación de mi progenitor no le daba mucha gracia. Animado por su frustración, decidió que yo no tenía que pasar el mismo dilema, y yo si seria pelotero. La idea me encantó al principio. Mi padre entusiasmado me compró el uniforme completo, hasta con unos zapatos especiales que ayudaban a que me conectara con el suelo. El primer día de practica, nervioso pero vehemente corrí a la cancha. Presté minuciosa atención a las palabras del entrenador, un tipo con la barriga ancha, y unos pies muy pequeños, que no parecía haber podido jugar nunca, pero sabia explicarse con palabras que demostraban su amor por el juego. En la tribuna, con un periódico en la mano estaba mi padre. Leyendo y mirándome de reojos. Ese fue el escenario reincidente de los fines de semanas siguientes. Luego de mi primera práctica yo estaba convencido de una carencia substancial para disfrutar del juego, algo que yo no poseía: talento. Por mas que intentaba la pelota esquivaba mi bate con una sagacidad que superaba mi anhelo por no desilusionar a mi padre. El cual al ver mis frustrados atentos por sobre su periódico, no hacia mas que negar con la cabeza y continuar su lectura. En ciertas ocasiones ya frustrado y con una ira interna que brotaba desde lo mas dentro de mi ser, bateaba con todas mis fuerzas, tratando de despedazar la pelota de mi vergüenza, y en son de suerte, veía como la circunferencia se perdía de la cacha. Mi padre se levantaba, agitaba las manos, y se paraba firme buscando con la vista la dirección de mi batazo, con orgullo nítido en su mirada. Luego me tocaba pararme sin hacer nada al final norte de la cancha, esperando. Cuando la pelota venia a mi dirección, el sol se interponía, y no podía calcular su trayectoria, terminando siempre con mi guante vacío y la pelota rebotando en el piso. Otra vez mi padre mostraba su desaprobación y se perdía detrás de su periódico. Luego la pelota me buscaba, y yo alzaba mis manos, me cubría la cara para que no me pegue, y sentía como por una casualidad extraña la agarraba. En esas ocasiones mi padre festejaba demás mi hazaña comprándome un helado de vainilla con chocolate, y se sentaba en la mesa de la casa contándoles a todos lo bien que su hijo juega a la pelota. Gracias a esos destellos efímeros de buen jugador, fui escogido para estar en el partido de la gran final del sábado. El viernes mi padre me dijo que esté listo el siguiente día, que después del trabajo me pasaba recogiendo. El sábado me levanté, busqué mis medias en el jardín y salí a jugar. El tiempo pasó volando, como pasa el tiempo cuando no hay que ponchar tarjeta, y volví a casa en las condiciones de mi cotidiano juego, sucio, despeinado, oliendo peor que las media que llevaba puestas. En eso llegó mi padre del trabajo, me vio y gritó: “¡¿Por que carajo no estas listo?!” Me agarró fuerte del brazo y me metió de un empujón al carro. Empezó a manejar sin decir una palabra, hasta que llegamos al estadio. Entrando, con sus uniformes bien limpios y con sus padres de la mano, estaban mis compañeros de equipo. Mi padre se bajó del carro, abrió mi puerta, y me hizo seña para que bajara. Se volvió a subir, y yo seguí el carro con la mirada esperando que se devuelva, pero siguió hasta perderse en una esquina. Allí estaba yo, sucio, con un tufo putrefacto, con presencia de vagabundo. Yo no sabia que hacer, todo pasó demasiado rápido, y no entendía lo que había pasado. No ilustraba en mi mente como regresar, puesto que al sentir la absoluta seguridad de mi padre, nunca me cercioré de cómo llegar del estadio a casa. Me trepé a un árbol cerca, para desaparecerme, desconcertado, para que nadie me viera, y no pude evitar que mi miedo se transformara en lagrimas. Esperé. Habían pasado mas de un par de horas, y aun esperaba que mi padre se diera una vuelta, y regresara. Lo busqué hasta en las caras de las personas que salían del estadio cuando el juego se acabó. El miedo me volvió a estremecer cuando vi el coche de mi padre que se acercaba, y se paraba frente del estadio. Se me hizo difícil saber que hacer. ¡Era mi madre! Se bajó con expresión obvia de preocupación, mirando para todos lados. Yo la vi, como ve el salvavidas alguien que se ahoga, el mismo sentimiento de alivio, la misma expresión de miedo derretido. Me bajé del árbol y salí corriendo a abrazarla. Ella correspondió mi abrazo, y con un enojo que yo sabia no era hacia mí, me dijo: “¡Ya le dije a ese descarado sus cuatro verdades, ¿Cómo se le ocurre hacerte esto?!”
Datos del Cuento
  • Autor: Baldomero
  • Código: 3436
  • Fecha: 10-07-2003
  • Categoría: Hechos Reales
  • Media: 4.52
  • Votos: 23
  • Envios: 0
  • Lecturas: 5591
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