Romina, amiga de mis padres y mi amante por un tiempo, vivía en Cuernavaca. En la época de mi relato, Romina tenía cuarenta años, mientras que mi edad rayaba en los veintisiete. La conocí en la ciudad de México. Visitaba a mis padres. La saludé cortésmente y luego me marché a mi cuarto. Un par de horas después, mi padre me preguntó si yo podía llevar a Romina a la terminal de autobuses. Acepté. Abordamos mi auto, nos alejamos, empezamos a conversar. La terminal quedó atrás. Yo mismo llevé a Romina a Cuernavaca. Para cuando entramos en su casa, nos urgía fornicar.
La personalidad de mi vieja amante merece una descripción. Para muchos no era sino una loca. Para otros, una santa incomprendida. Su ex marido la había dejado por considerarla una enajenada, alcohólica incurable y apática sexual, aunque lo cierto era que él no daba de sí al estar a solas con ella. Yo diré que Romina era una mujer inteligente pero con problemas existenciales. Tenía muchos amigos, pero prefería encerrarse sola en un cuarto y dibujar. La visitaban poco porque Romina tenía la costumbre de compartir con sus visitas las “visiones extáticas” que la asaltaban regularmente. Como le gustaba beber, sus amistades no dudaban que sus “experiencias” eran el resultado del delirium tremens. Así que la veían ocasionalmente y la trataban con indiferencia calculada para no hacerla enfurecer.
Lo tocante a sus visiones me tenía sin cuidado. Que dijera lo que se le antojara, mientras no fueran palabras de rechazo hacia mis planes. El día en que conocí su casa accedí a beber con ella, y no perdí tiempo en embriagarla. Acto seguido, la desnudé y la llevé en brazos a su habitación, que encontré luego de toparme con una puerta cerrada con llave. Ya en la habitación, convertí a Romina en mi mujer. Ella estuvo más o menos consciente todo ese tiempo; no trató de rechazarme y logró ser complaciente. Llamé por teléfono a mis padres para notificarles que tardaría en regresar.
Inició mi amorío con Romina. Yo no tenía trabajo ni estudios, pues atravesaba una crisis de irresponsabilidad que compaginaba con costumbres bohemias que, felizmente, me habían retribuido con la consideración de muchas mujeres. Romina oyó con interés las historias lujuriosas que, acodado en la cama, le conté al detalle, con el fin de indicarle que ella era sólo una más. Lejos de ofenderse, Romina se hartó de vodka antes de hablarme sobre sus visiones. Afirmaba haberse topado con San Fulano y Santa Mengana, así como haber debatido con San Pedro y practicado abluciones con una partida de ángeles. Sentí alivio al verla quedar inconsciente.
Decidí quedarme en su casa por un tiempo. Romina precisaba compañía, según me dijo, y con placer me aceptó como huésped. Me habitué a que me hiciera de comer, a que me diera masajes, a que me felara y, desde luego, a que satisficiera todas mis manías. Las cosas habrían marchado sobre ruedas de no haber sido por la tendencia de ella a contar sus malditas visiones. Las tenía a cada rato, según parecía y, luego de contármelas, se inundaba de tequila y vodka y dormía durante un día entero. Cierta vez me aproveché de su inconsciencia para averiguar qué había en el cuarto de la planta alta que comúnmente estaba cerrado. En vano trate de abrirlo con las manos, y preferí no usar herramientas porque no estoy hecho para labores pesadas. No me importaba mucho lo que pudiera haber en ese sitio; pero tenía que arreglármelas para no morir de aburrimiento.
Como, luego de nuestras largas sesiones sexuales, yo perdía el sentido, tardé en darme cuenta de que Romina se valía de mi sueño para encerrarse en el cuarto misterioso. Una noche desperté porque debía orinar y no vi a Romina a mi lado; la busqué unos instantes y al punto vi luz bajo la puerta cerrada. Intenté abrirla, pero fue imposible.
—¿Estás ahí? —pregunté.
—Sí —respondió Romina—. Ahora voy.
—Déjame entrar.
—¡No! Ahora voy.
Con tal de no orinar en el pasillo, no insistí. Cuando salí del baño descubrí que Romina había abandonado el cuarto cerrado y ahora me esperaba en la cama. Me acosté junto a ella. Me abrazó y empezó a besarme el rostro. No bien me dejó en paz los labios, le pregunté qué diablos había en el cuarto que acababa de dejar.
—No hay diablos —respondió—, sino visiones celestiales.
No prolongué la charla, pues estaba cansado y molesto y dispuesto a dejar a esa infeliz en breve. A decir verdad, mi deducción fue que Romina se encerraba en el sitio aquel para drogarse y, así, tener las alucinaciones que para ella eran “visiones”.
Paseaba por la ciudad un día, a solas, cuando me topé con una sex-shop. Al punto me dirigí hacia ella pero, por el rabo del ojo, vi otra tienda que me llamó la atención; se trataba de un sitio donde vendían disfraces y maquillaje para la época del Día de los Muertos. De inmediato planeé jugarle una mala pasada a mi amante: darle una visión que no olvidaría jamás. En lugar de entrar en la sex-shop, me interné en la otra y adquirí un estuche de maquillaje. Volví a la casa y escondí mi adquisición en el vestíbulo. Romina estaba en la sala; pálida y temblorosa, parecía una enferma mental atravesando una crisis terrible. Me vio, corrió hacia mí y me echó los brazos al cuello.
—¡Vi algo horrible! —exclamó—. ¡Horrible!
Me desasí de su abrazo y, mirándola con intenciones asesinas, le espeté:
—¡Estoy harto de tus estúpidos desplantes de visionaria!
La arrojé contra el sofá. Entonces decidí hacerle la vida miserable durante el resto del día. Ponerla fuera de combate me permitiría preparar mi acto sin inconvenientes. La llevé a nuestra habitación, donde la até de pies y manos. Ella me pedía que no le hiciera eso, pues temía que su última visión se le apareciera de nuevo. La amordacé para no oír más idioteces. Rompió a llorar. Yo reía mientras ella se retorcía y gemía y me miraba suplicantemente. La dejé sola.
Sentado ante un espejo, abrí el estuche de maquillaje y pasé casi toda la tarde ocupado. Conforme más me maquillaba, más disminuía mi presencia de ánimo. Parecía que esa habilidad para el maquillaje no era mía, sino que me estaba siendo infundida por alguien o algo más. Temblé, pero no me detuve. No podía detenerme.
Terminada mi obra, mi corazón dio un vuelco. Me veía horrible, espantoso, inimaginablemente amenazador. Parecía un demonio exiliado del Infierno. A todo esto, el clima se había puesto borrascoso; vientos frescos habían sucedido al calor y la apariencia de las nubes presagiaba una tormenta, que no tardó en comenzar. Decidí proseguir con tal de quitarme el maquillaje lo más pronto posible. En cuanto me levanté del asiento, la luz se fue. Ebrio de horror, me quedé inmóvil, y estuve a punto de desmayarme cuando oí un grito venido de nuestro cuarto. Frenéticamente removí el maquillaje, seguro de que esta vez había ido demasiado lejos. Bastante era lo que sufría Romina gracias a su demencia, como para que yo le hiciera pasar un momento que tal vez la mataría de horror.
Pero ¿fue sólo la piedad lo que me movió a deshacer lo que me había tardado horas en hacer? No. Fue el terror. Yo estaba medio muerto de miedo ahí, a oscuras, con la cara llena de un maquillaje escalofriante. Tras haber creído que poco de aquella plasta había permanecido en mi rostro, me lancé escaleras arriba, no sin haberme golpeado las espinillas tres o cuatro veces. Me sentí más que extrañado cuando vi que había luz allá arriba, en el cuarto que comúnmente estaba cerrado con llave, y que ahora se encontraba abierto. Entré. No sé cómo se había desatado Romina. Ahí estaba, libre; se hallaba arrodillada, con la frente al suelo, delante de una imagen providencial escoltada por muchas velas encendidas. Fui incapaz de abrir la boca.
Entonces la luz volvió y, en ese recinto que había estado prohibido para mí, me vi rodeado de imágenes, de dibujos hechos a lápiz que tapizaban los muros. Así consignaba mi amante las visiones que decía tener. Eran dibujos muy bien hechos, con calidad artística. Me acerqué a Romina y le toqué un hombro. Dio un respingo y a rastras se alejó de mí; jadeaba, me miraba con los ojos muy abiertos. Su horror no tenía límites. Vi algo al sesgo. Sobre un escritorio rústico, en el que Romina debía de pasar horas dibujando las visiones que tenía, había un pliego grande, recién terminado. Ahí había otro dibujo hecho a lápiz, un retrato o un producto de la imaginación, no lo sé. Sin embargo, juro que esa imagen era exactamente igual a como yo me había visto hacía rato, una vez que terminé de maquillarme. Era horrorosa, digna de figurar en los muros del Infierno.
—La vi hoy —confesó Romina—, antes de que llegaras.
Sentí mucho frío.