Era invierno. Un invierno crudo y hostil.
Por fin había llegado tras un largo viaje. Ante mí, se encontraban las puertas del Galway Clinic, un hospital de reciente construcción, y en el que se encontraba mi madre. No sabía el motivo pero si que su estado de salud era grave. Mi padre llamó varios días atrás, con voz frágil me dijo que mi madre necesitaba ayuda y que tenía que viajar a Irlanda cuanto antes para estar junto a ella. La temperatura del hospital era más fría que la de la calle. Mientras caminaba por aquellos pasillos gélidos y silenciosos, tuve el presentimiento de que mi padre no estaría allí. La enfermera me esperaba, miro mi cara y con gesto de resignación señalo la cama, antes de irse me entrego una carta. Me acerqué a ella y toque su cara. Allí estaba, ausente a todo aquello que le rodeaba.
Mientras contemplaba las calles desiertas de Galway tras los cristales, contuve la respiración por un segundo. Toque pausadamente mi pelo, enroscando el dedo anular por cada rizo de mi cabello. Aquel frío era difícilmente soportable. Pensé en ellos por unos minutos. Melancólica y taciturna mis manos frotaron el cristal intentando apartar el vaho que se acumulaba en él.
“Ahora que te has ido, todo lo que me rodea se hace más frágil, y me siento desfallecer amargamente. Quiero comprender la vida como es, pero se hace difícil imaginar el futuro sin ti. Comprenderás por tanto que tu silencio ha dañado mi corazón y que sin ti mi vida no tiene sentido. Lo siento pero me hubiera gustado demostrarte mi fortaleza pero llegado a este punto tu ausencia se hace insoportablemente maliciosa.”
A si comenzaba la carta que mi padre había escrito, una carta que poco a poco te atraía en una maraña de sentimientos, aunque he de admitir que contenía una coherente historia de amor, una trama milimétricamente estudiada pero felizmente acabada Tuve la sensación de encontrarme divagando en abstractos recuerdos y reflejos sutiles de su vida. El silencio de Vega era inimaginablemente doloroso para él y yo lo sabía. Agarré las manos de mi madre, mientras sus ojos verdes pestañeaban lentamente. Percibía lo peor. Su ausencia se dilataba en el tiempo y los días cada vez se hacían más cortos. Volvió a cerrar los ojos, y empecé a acariciar sus manos. Solté la carta encima de la mesa y comencé a acariciar sus frías mejillas. No
sabía lo que deseaba en aquél momento, simplemente me sentía a gusto, cómplice de una historia y una conquista de sentimientos, aún no descifrados. No había nadie más en la habitación por lo que el silencio era exageradamente emotivo. Volví a mirar sus ojos cerrados y posteriormente comencé de nuevo con la lectura de la carta.
Anochecía.
“Los acantilados de Moher, ubicados al sur de la Bahía de Galway, sobre la costa occidental de la isla de Irlanda, era el destino elegido para plasmar en un lienzo la belleza de tu madre. Los mismos alcanzan una altura de 230 metros y se extienden por más de ocho kilómetros. Un lugar donde puedes sentir la fuerza de la naturaleza condensada en un paisaje único e inimaginable. Una sucesión de acantilados cortados a tajo sobre un mar que habitualmente se muestra bravío y unos cielos casi siempre pesados y nublados. Durante varios años atrás, en mi mente siempre había estado la ilusión de poder viajar a Irlanda y poder admirar la Bahía de Galway. Sus habitantes habían resistido durante siglos los fuertes vientos y el azote del mar para salir a navegar. También fueron sus habitantes quienes sobrevivieron a la gran hambruna que asoló el país a principios de siglo. Con su esfuerzo consiguieron transformar la superficie rocosa de la isla en tierra cultivable. Todos estos hechos junto con la extraordinaria belleza de sus paisajes habían hecho que nuestra curiosidad por conocer estas tierras Irlandesas fuera nuestro máximo deseo. Existe un sendero que recorre los acantilados de roca viva recubierta de verdes líquenes cayendo sobre en mar azul embravecido en toda su longitud y comenzamos a recorrerlo. El mar, de un fuerte color azul, golpea sus olas con furia contra el acantilado. A los 60 años y tras una vida idílica nuestro deseo se cumpliría. Aquél día, fiesta de San Patricio en Irlanda, la lluvia nos levanto repentinamente. Era una lluvia fina pero persistente. Me levanté de la cama sigilosamente y fue ese el comienzo de un viaje al infinito, un viaje lejano donde la luz sería cada vez más pálida. Vega abrió la puerta y cogió mis manos. Sonrió y beso mi mejilla. Nuestro sueño de muchos años estaba cerca de realizarse y era fácil sentirse atraído por ese deseo palpitante que retumbaba en nuestra imaginación. Mis manos parecían extenderse como intentando tocar el infinito de aquel enloquecido paisaje. Mientras caminábamos por aquél sendero abrupto y embarrado, imaginé el mundo helado, aturdido por la belleza del paisaje, empecé a imaginar el mar helado y en silencio esperando quizás una respuesta del cielo en forma de rayos de sol, para poder admirar su belleza. Contuve la respiración por varios segundos y tras agarrar fuertemente las manos de Vega acaricie mi pelo quitándome las finas gotas de lluvia que caían en mis gafas y dificultaban mi visión. Quedaba poco para divisar la Bahía, y mientras sorteábamos parsimoniosamente los obstáculos del sendero, el sol, hasta aquél momento dormido, deslumbro mis ojos. Me sentía feliz por aquél regalo de la naturaleza y empecé a dibujar en mi imaginación pinceladas del cuadro de nuestros sueños.”
Me levante de la silla y dejé la carta en la mesilla La luz de la habitación era lo suficientemente fuerte para perturbar el sueño de mi madre y bajé su intensidad. La lectura de esta carta me hizo sentirme invencible al abatimiento. Cada vez más deseaba comprender el porqué. Comprender el carácter frío del destino e intentar descifrar la llamada que nos hace cada segundo de nuestras vidas. El destino puede ser aliado o enemigo, todo depende del momento en el que actuemos, o en el momento en el que nos encontremos, simplemente puedo comprender que lo que nos ocurre o puede ocurrir es aleatorio y que nuestro destino no puede ser relegado al ostracismo ni trazado en línea recta. Pero ahí esta, silencioso y a veces tremendamente cruel. Encendí un cigarro y salí de la habitación, y con los ojos fijos en el techo de aquel pasillo, volví a pensar en ellos, en la felicidad arrebatada malintencionadamente de sus vidas, me vine abajo por un momento y una lágrima cayó por mi mejilla. Volví a entrar en la habitación, y tras arroparla, cogí las gafas acomodándomelas lentamente en la nariz y seguí leyendo
“Tengo razón si te digo hija mía, que no hay nada más bello que el sentimiento imaginado durante los años, del meticuloso preparativo, para poder buscar la felicidad, y esta no era otra cosa que pintar a tu madre en aquellos acantilados. Imaginar como será el horizonte que de claridad al óleo, o simplemente encontrar el ángulo adecuado para definir la silueta de Vega. Por fin encontramos la Bahía, esplendorosa su delicado relieve parecía entremezclarse en las aguas cristalinas del mar. Sorprendente, misterioso, y salvaje, el paisaje agreste a veces parecía implacable. El sol había remontado misteriosamente, abriéndose paso entre las nubes. Vega me miró a los ojos tiernamente. Sus cabellos tapaban su cara debido al obstinado viento. Tras apartarlos se acercó a mí y me agarró de la mano. Solté mi maletín de pintura en el suelo y seguí su rastro. Mi corazón comenzó a latir fuertemente mientras ella señalaba con su dedo índice el horizonte. Tantas veces habíamos deseado este momento que sin saberlo nos encontrábamos inmersos en una aparente tranquilidad, como si el tiempo se hubiera detenido ante nosotros y con él la movilidad del mundo. La agarré de la cintura fuertemente y besé sus labios. Pensé en todos aquellos años que habíamos vivido juntos e intenté llegar a comprender porque esperamos tanto tiempo. La vida es corta, como el vuelo de la mariposa, como una película mal acabada, como un sueño complaciente y benévolo y quizás mañana hubiera sido tarde para cumplir nuestros sueños, por eso pensé que quizás teníamos suerte de poder hacer aquello que durante años habíamos deseado. Nunca es tarde. El momento había llegado y el pasado teníamos que olvidarlo, había que disfrutar el presente. Centímetro a centímetro calibrando el suelo Vega se iba acercando al precipicio, la temperatura había cambiado bruscamente, hasta tal punto que las manos se tornaron grisáceas, el viento chocaba con las rocas del acantilado y su murmullo ascendía guiado por el viento hasta resonar ante nosotros. La vista de los acantilados, sumada a la experiencia de estar parado cerca de una pared de piedra de más doscientos metros de altura, genera una sensación indescriptible. Comencé a dibujar, teniendo plena consciencia de que el paisaje era enormemente bella, y fácilmente moldeable a la figura de Vega. Me emocioné mientras trazaba las primeras sombras. El viento era cada vez más impetuoso, en un momento dado este derribó fieramente mi caballete cayendo al suelo, me agache y lo volví a colocar. Volví a dibujar y cuando miré a Vega, ella ya no estaba. La luz se hizo oscura por unos segundos. Corrí hacía el acantilado y no pude verla. Una gran ráfaga de viento había echo que tu madre cayera por aquellos acantilados. Mi vida pendía de un milagro. Miré hacia abajo y solo pude observar un barco pesquero cerca del acantilado, tampoco sabía si ella había caído sobre las rocas o sobre le mar, y si su vida había llegado a su fin. Grité ferozmente intentando pedir ayuda. Los Galway Hookers típicos barcos Irlandeses de pesca inundaban el mar era el día de San Patricio y con ellos los famosos cánticos celtas. Esa melodía celta que aún estremece mi razonamiento y que durante estos dos meses no ha parado de sonar en mi memoria. Querida hija, cuando leas esta carta, yo estaré lejos, no sé si volveré porque mi dolor es fácilmente penetrable, y se hace duro ver a tu madre herida de muerte, ahora ya sabes que felizmente recuperamos su cuerpo y que un 17 de Marzo del 2006 festividad de San Patricio en Irlanda tu madre entro en un sueño profundo. Solo quiero decirte que por favor cuides de ella, yo he cuidado de ella hasta este momento pero mis fuerzas me han abandonado. Te quiero hija mía.”
Mis ojos lloraron amargamente. La carta que mi padre me entregó era la herencia innegable de sus sentimientos. El no estaba allí y tampoco tenía el suficiente aplomo para buscarlo, sabía de su dolor y tenía la sensación de que realmente se había marchado, no sabia donde pero sí que estaba lejos de allí, lejos del cuerpo de mi madre, lejos de todo aquello que le pudiera herir gravemente. Miré de nuevo a mi madre y agarre fuertemente su mano que pendía fuera de la cama. Intentaba explicarme porque la vida es tan violenta en los momentos en el que la alegría se hace patente. Porque ese 17 de Marzo la vida le había sido arrebatada tanto a mi madre como a mi padre.
Pasaron los meses. Y el silencio se hacia cada vez más doloroso. Habían pasado diez meses desde el accidente y mi madre seguía anclada en un sueño profundo. Quise descifrar sus pensamientos, pero esto me hacía poco a poco más débil. Tenía que marchar de nuevo a España, parte de mi vida se encontraba allí, pero no podía, sabía que tenía que estar con ella a su lado, dando consuelo a su tristeza inmóvil.
Alquile un piso en Dublín Road cerca del Hospital. En sus húmedas paredes pasé tres meses más, encerrada en pensamientos vagos. Me sentía sola, como sí me hubieran arrebatado de un plumazo todo lo que más quería. Todas las noches me abstraía en la lectura, intentando encontrar en cualquier libro el final deseado para esta historia. Los días se hacían interminables, visitas al hospital y vuelta al silencio de mi alcoba. Felizmente aquél 17 de Marzo la vida cambió. Me dirigí como de costumbre al hospital. Era la festividad de San Patricio y las calles de Galway relucían sobremanera. El abrigado y bullicioso gentío hacía difícil abrirme paso entre ellos. El hospital estaba desierto. Mientras caminaba por los pasillos sentí un presagio, algo, difícilmente explicable, en forma de esperanza oprimía mi pecho. Contuve la respiración y me paré en seco. La puerta de la habitación estaba entreabierta. Me acerqué a ella lentamente y la abrí. Una lágrima corría por la mejilla izquierda de mi padre. Estaba rodeado de una oscuridad absoluta. Se hallaba plantado frente a la cama de mi madre, inclinada la cabeza, murmurando a sus oídos una cantinela famosa en toda Irlanda. No pude articular palabra y mientras susurraba esa melodía mi cuerpo quedo inmóvil. Vi como se acercaba a la ventana y tras levantar la persiana, la luz entro en la habitación lentamente. En frente de la cama de mi madre pude observar un cuadro con la figura de ella y al fondo la bahía de Galway. Lo abracé con amor honesto perdonándole la pena que tanto daño hizo a mi corazón y le bese repetidamente. Y empecé a sonreír mientras mis ojos se inundaron de lágrimas. “Gracias Dios mió”, balbuceé.
El griterío en las calles era ensordecedor, aquella multitud disfrutaba de la noche que ya cubría la ciudad. La festividad de San Patricio. Me miró a los ojos aturdido y tras colocarse el abrigo nos dirigimos a esas calles bulliciosas. Mientras caminábamos, me contó, que en su ausencia llegó a pensar en lo peor lanzarse al vació de aquellos acantilados. Y que cada día recorría ese sendero, esperando que Vega le esperará allí donde el trágico destino hizo que su vida pendiera de un hilo. Me contó que aferrandosé a la esperanza, quiso terminar su cuadro. Y que comprendió que no podía abandonarla en el momento que más le necesitaba. Aquella noche dormí de un tirón. Al día siguiente mi padre deseaba que el camino que hace un año recorrió con mi madre, volviéramos a recorrerlo juntos, quería que yo también fuera participe de la belleza de aquellos acantilados. Y así fue. Cogió mi mano fuertemente y me guió por aquél sendero. Al llegar al precipicio me pidió que le entregara la carta y tras besarla la lanzó al mar. Las gaviotas guiaron la carta a la superficie del mar, donde se perdió. Si tristemente tu madre no vuelve, podrá leer esta carta, y sabrá perdonarme, me dijo.
Han pasado varios años y de nuevo mis padres vuelven a ser felices. Aquellos acantilados hicieron que su sueño se cumpliera y que inevitablemente el destino les deparó la más bonita historia de amor jamás vivida. Felizmente mi madre despertó de su sueño tras varios años de silencio. El destino para ellos fue la prueba de su amor. Ambos rozaron la muerte, pero solo el amor mutuo hizo que felizmente sus caminos volvieran a unirse. El sendero que une los acantilados de Moher en toda su longitud ha unido también el destino de esta historia de amor. Ahora en los fríos y húmedos inviernos Irlandeses el recuerdo del pasado alimenta más el amor que se profesan. La vida les había regalado la fuerza suficiente para amarse en la lejanía, una lejanía de sentimientos, donde ambos lucharon en su propia inconsciencia por encontrarse nuevamente. Ahora el cuadro pintado por mi padre es referencia clásica en el Museo Galway Arts Centre y es visitado por infinidad de personas atraídas por la bella historia de amor que encierra en sus colores y matices, la gente de Galway los acogió en su ciudad como uno más de sus ciudadanos y crearon una historia y una típica canción en recuerdo de su historia. Todos los años en el día de San patricio las gentes de Galway con gaitas irlandesas, Bordan (típico tambor Irlandés), acordeones, y flautas recorren el sendero y al llegar al acantilado entremezclan sus melodías y unen sus manos, mientras los más jóvenes lanzan al mar tréboles de cuatro hojas que durante todo el año buscaron en los verdes prados. Según cuenta la historia, aquél que atrape del cielo un trébol de cuatro hojas amará eternamente. Por este motivo, en la Bahía de Galway ese día, el mar se hace invisible a las gaviotas. Los Galway Hookers, repletos de gentes se agolpan en la orilla del acantilado para recoger el trébol que de virtud, magnificencia y amor a sus vidas.