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La enfermedad

Ultimamente me ha dado por racionalizarlo todo y creo que con ello estoy transformándome en un símil de un Pentium IV claro que sin sus dotes científicas. Todo empezó con la llegada de Nochebuena y el artificioso aparato que se pone en marcha para dejar contentos a moros y cristianos. Digamos que tengo un patrón amarrete que me dio voluntariamente un suculento aguinaldo y esa actitud suya me aterrorizó porque es cosa sabida que el jefe aquel es sumamente tacaño y tal rapto de generosidad me dejó con el alma en un hilo. De inmediato se me ocurrió una idea espantosa: probablemente estoy enfermo de cáncer, todos los saben y me lo están ocultando y mi patrón, consciente de todo lo que me ha mezquinado en esta vil relación comercial que hemos mantenido durante tantos años y para poder dormir tranquilo cuando yo haya dejado este mundo, optó por meter su mano al bolsillo, cuantificó la suma que permitiría que mi alma pudiese dejarle en paz y no ser un espectro hostigoso y de paso yo podría preparar una cena bastante digna para esta ocasión, comprar regalos para toda mi familia y … Pero no. No puedo fingir felicidad con el fantasma a cuestas que es esta artera enfermedad. Y he guardado el dinero para cubrir los gastos del tratamiento, privándome de preparar un asado que –por lo patética de la situación- lo veo como una barbarie escandalosa en que un animal es descuartizado, sus restos quemados a fuego lento, luego ese trozo de cadáver de res es colocado en una urna funeraria de loza de forma redonda u ovalada y luego se oficia una ecuménica ceremonia en que los auditores de un discurso en el que jamás se alude a la trágica muerte del bóvido, pronto se transforman en groseros comensales que tragan a destajo esos despojos semi carbonizados. La nochebuena me ha parecido un ritual bastante falto de consistencia, con muchas luces de colores, mucho papel de aluminio y muy poco sentimiento. Una niñita, calculadora en mano, sumaba con frialdad los precios estimativos de sus juguetes y luego decía con su vocecita meliflua que este año sus familiares y el Viejito Pascuero le habían obsequiado una cantidad de regalos que equivalían a la suma de ochenta mil pesos, lo que comparado al año anterior, arrojaba una diferencia negativa de un 7%. Conclusión: O el regordete anciano y los familiares habían sido demasiado zarandeados por los vaivenes económicos del año en curso o simplemente con la edad se iban haciendo cada vez más avaros. Mi cáncer avanza a pasos agigantados y no me atrevo a comentar esto con nadie por temor a que se me revele algo aún más catastrófico: que voy a ser despedido o que en vez de cáncer, es el Sida el flagelo que me está consumiendo. Para que les cuento lo que tenían que trabajar mis hormonas para regular el flujo de sustancias que amenazaba con desbordarse cuando mis oídos eran atacados por esos dulzones villancicos que las radioemisoras utilizan en estos días como cortina musical para llamar a los hombres a la paz. Se ha sabido de balas que se han detenido en la mitad de su sibilino recorrido y bombas que quedan suspendidas a pocos metros de las cabezas de los atacados y -vistas desde cierta perspectiva- bien pudieran parecer un adorno más de algún árbol navideño. Pero no bien las agujas del reloj sobrepasaron la hora de la tregua, los proyectiles completaron su círculo destructivo y la muerte se ha ensañado con quienes pocas horas antes soñaban con días mejores. Todo lo acontecido ha logrado que me convierta en un individuo refractario con las miserias humanas, tanto así que, espejo en mano me he dedicado a verificar mi gestualidad. He quedado abismado. De novecientas ochenta y ocho mil muecas que puede realizar el rostro humano, yo sólo puedo ejercitar unas cuatro o cinco sin que el Botox tenga alguna ingerencia en este asunto. Cuando pienso en mi sida que acaso sea lepra, leucemia, tuberculosis, gangrena o cualquier otro flagelo de esos con visa al panteón, desenvuelvo el virginal calendario que reservo en mi escritorio para desplegarlo con muy pocos aspavientos la noche en que este 2003 se resuelva a partir herido de muerte por los fogueos estridentes de los fuegos de artificio que en acto casi tribal concitarán la atención de la muchedumbre enfervorizada que celebra sin saberlo su propia extinción. Les ruego, sin embargo, que no me hagan demasiado caso. Un enfermo terminal, siempre termina siendo un ser escéptico.
Datos del Cuento
  • Autor: lugui
  • Código: 6092
  • Fecha: 28-12-2003
  • Categoría: Sin Clasificar
  • Media: 4.94
  • Votos: 51
  • Envios: 0
  • Lecturas: 3385
  • Valoración:
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Comentarios


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1 comentarios. Página 1 de 1
Pamela Rodriguez
invitado-Pamela Rodriguez 28-12-2003 00:00:00

Has narrado muy bien este cuento, me parece ironico., pero muy cierto, a veces pasa esto, de que uno tiene que tener esa perra enfermedad, para elogiarlo o darnos de palmaditas en el lomo, Ok , Dios quiera y yo tambien, que esa enfermedad nunca llegue a ti....un beso.....Pamela

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