Allí estaba, tendido en el suelo con los ojos desorbitados y en el rostro, la expresión extraña, incomprensible y aterradora de la desesperación. Como era habitual, había salido a las 7:30 A.M. de su casa, la típica casa del año 2020, con una puerta hermética que se abría con una clave, que activaba los filtros purificadores del aire exterior.

Afuera, la atmósfera, como siempre, olía nauseabundamente a desperdicios gaseosos, y el color no cambiaba del gris verdoso, producto del intenso humo tóxico que emanaba de las chimeneas de las tantas industrias y que había tapado hacía mucho tiempo el tono radiante del sol.

- No se me olvida nada, supongo - dijo, mientras en el umbral de la puerta se acomodaba la mascarilla que todos debían usar, cada vez que salían al exterior.

Encendió el pulsador, del diminuto cilindro de oxígeno, que colgaba de la pretina de su pantalón, caminó hacia la estación del metro-jet para dirigirse a su trabajo y al cruzar la calzada comenzó a sentirse mal. Las manos le temblaban de tal manera, que le era dificultoso sostener el maletín.

- Pero, qué me está pasando - se preguntaba, al tiempo que secaba la fría transpiración que fluía de su frente.

Respiró profundo sujetando con la mano fuertemente la mascarilla; sin embargo, llegando a la puerta de la estación, cayó al suelo con fuertes convulsiones.

La gente se agolpó a su alrededor tratando de ayudarle, pero su condición empeoraba a cada minuto. De pronto, alguien dijo - soy médico - y se abrió paso entre la multitud. Se acercó a aquel hombre, que ya se hallaba sin movimiento y antes de proceder a examinarlo, cogió la cápsula de oxígeno. Luego, observó las dilatadas pupilas del individuo y moviendo la cabeza, en señal de que no había nada más que hacer dijo:

- Pobre hombre, olvidó cargar su cilindro de oxígeno.