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Categoría: Misterios

Mis viajes Astrales*

Introducción.

Todo ser humano sueña, y como todos yo también, y aun más: tengo una capacidad increíble para recordar con lujo de detalle lo que he soñado, y les aseguro, que podría hacer una novela con cada uno de ellos, ya que realmente son increíbles y extraños…pero en fin, no es que quiera hablar de esto, solamente quería aclarar QUE SÉ LO QUE ES UN SUEÑO, ya que siempre trataron de convencerme, que “Mis viajes Astrales” no son más que eso: sueños… y yo les digo que no es verdad.


Capítulo 1: Mi infancia


¿Qué edad tendría... cuatro, cinco, seis tal vez? La verdad, no lo recuerdo, solo sé que era muy chica cuando comencé a viajar astralmente, pero yo no lo sabía. Lo supe muchos, muchos años después, en Bahía Blanca, una ciudad del interior de Buenos Aires. Me lo dijo un hippie que vendía calcetines en la calle, al cual ayudé toda la tarde en su tarea, con tal que me hablara sobre eso. Algunos de mis compañeros de trabajo me enviaron a hablar con él. Según decían, este hombre, al que llamaban “el loco”, sabía mucho del asunto, y en verdad, no me decepcionó, pero dejó en mi, más incógnitas de las que ya tenía. En mi opinión, me mandaron a hablar con él, para que los dejara tranquilos a ellos, ya que estaba a punto de volverlos locos... pero de esto, hablaré más adelante.
El asunto fue así: Cuando era pequeña y llegaba la hora de dormir, apenas cerraba los ojos, aparecía mi “sillita voladora”, como yo le llamaba. En realidad, no era una silla, sino un sillón. ¿Recuerdan esos silloncitos de totora, que tienen brazos de madera? Creo que aun existen, es más, no sé si yo los conocía en esa época, pues ya han pasado unos largos cuarenta y tantos, desde este asunto de mi niñez. Ya sentada en ella, me sujetaba de sus “brazos”, y automáticamente se empezaba a elevar, y de esa manera, recorría lugares insólitos, conociendo cosas maravillosas.
Los primeros viajes que recuerdo, son en Valparaíso, mi cuidad natal. Papá tenía algo así como un taller - debe haber sido una piecita- donde hacía juguetes de madera: comedores, living, y cosas por el estilo. A las mesas les pintaba paisajes, – siempre le gustó pintar - y luego les ponía un vidrio encima. No sé si eran lindas, pero yo las encontraba preciosas. Tampoco recuerdo si eran para nosotras o para venderlas, creo que las vendía, porque nunca jugué con ninguna de esas cosas.
El asunto es, que como veía que papá hacía “muebles”, yo le pedí, me hiciera “una sillita voladora”, explicándole exactamente como debía ser. Debía tener brazos para sujetarme, y, además, para ponerle los “botones guiadores”, con los cuales pudiera dominar a tan codiciada silla. Necesitaba solo cuatro botones: Uno para subir, otro para bajar, uno para doblar a la derecha, y otro hacia la izquierda. Él me dijo que bueno, y cada vez que le preguntaba por mi sillita, me contestaba: “¡En eso estoy india, en eso estoy!”
Yo soñaba con el día en que tendría mi sillita, así no tendría que esperar la noche para viajar. ¡Podría ir en cualquier momento, a cualquier parte que quisiera, y sería maravilloso!
¡Pero demoraba demasiado! ¡No podía demorar tanto, yo la quería YA! ¡Si al fin y al cabo era tan “sencillo” lo que pedía!
Hasta que una vez – como tantas otras –, fui al “taller” a reclamarle mi silla, pues estaba desesperada, no PODÍA esperar más. Pero quien se enojó más, fue él: me tomó “de una ala” llevándome donde mamá, y dijo: ¡Mantén esta chiquilla de mierda adentro, me tiene hasta la coronilla! ¡Me tiene hasta”aquí” con la “ridiculez” de la sillita voladora! - Eso lo dijo tocándose la frente al estilo “visera”, en tono muy subido y movimientos bruscos, con lo que yo me asusté muchísimo-.
Cuando somos chicos, pensamos que los papás pueden y DEBEN saber hacerlo todo, pero en ese momento, y con todo el susto que me produjo su enojo, comprendí que no podía hacerla, y que jamás, nunca, tendría mi sillita voladora. Si papá no podía hacerla, nadie más podría.
Fue una gran decepción para mí, con eso se esfumó un poco el título de ídolo que le había puesto a papá. Aunque solo un poco, de todas maneras estaba más cerca de él, ya que nunca fui muy preferida de mamá, si no estaba cerca de él, - debo haber pensado - no lo estaría de nadie.
De todas maneras, no lo había perdido todo, aun tenía la silla nocturna, y así, sentada en ”mi ridiculez”, salía a recorrer el mundo...


Capítulo 2: Sobre mi silla


...Y viajé... ¡Viajé por tantos lugares! A veces volaba casi a ras del suelo, sobre jardines fantásticos, sintiendo el aroma de flores hermosas, con colores maravillosos que nunca había visto, y que nunca, nunca, nunca, he podido conocer. Viajé sobre el mar, a veces calmo, a veces tempestuoso, donde había barcos que luchaban por mantenerse a flote, y no siempre lo conseguían... Viajé por playas que eran de verdad un paraíso, de arena tan fina y tan blanca, como nunca he visto en la realidad. Viajé sobre un acantilado alto, muy alto, y absolutamente vertical, que no pude ver donde terminaba, pues donde se perdía mi visión, comenzaba la bruma, y como no me atreví a bajar, me quedé sin saber que había allá abajo.
Un día volaba sobre un bosque “blanco”, y busqué un claro para “aterrizar”. Una vez hecho esto, toqué la nieve, y emocionada, corrí y grité tanto, que tuve que sentarme, agotada, sobre este paraíso. Pude entonces sentir, en silencio absoluto, aquel frío y maravilloso olor a pinos.
Alrededor de los treinta y uno, o treinta y dos años, viajé a Mendoza por primera vez, y también por primera vez, toqué la nieve en “vivo y en directo”. Supe entonces que mis viajes no mentían, era exactamente igual que cuando la “conocí” en aquel bosque de pinos en mi lejana infancia.
Cierta vez, volé dentro del corazón mismo de un bosque maravilloso. Sus troncos eran altos, muy altos y rectos, terminando en un techo perfecto, donde la suave brisa trataba de mover a duras penas aquel espeso follaje, por el cual, difícilmente podría atravesar un rayo de sol. El olor a musgo y humedad, me hacía respirar profundamente, mientras observaba que las hojas que caían sin prisa alguna zigzagueando entre los troncos, había formando una alfombra dorada y perfecta, a través de miles de años. El revoloteo y cantar de los pájaros, jugando en las ramas más altas, era lo único que rompía el silencio paradisíaco del lugar.
Llegué cierta vez, a un planeta, - “sentí” que lo era - donde solo había en el, arena y rocas, ningún indicio de vida, ni ruido, ni brisa... nada, solo arena y rocas. La arena era tan negra como las rocas.“Es”, además, un planeta muy seco, con temperatura muy alta, lo que me hizo suponer que por eso las rocas eran “blandas”. Al tocarlas, no eran duras como las que todos conocemos, eran más bien como la textura del caucho... o como el carbón de piedra, con ese brillo, pero blando. Subí al roquerío más alto que encontré, y no me costó en absoluto, ya que las manos se adherían a ellas, como si tuvieran pegamento. Una vez en la cima, jugué mucho rato a enterrarle las uñas, dejándolas bien marcadas, las que luego iban gradualmente “acomodándose” hasta quedar en su estado natural. Fue entretenido eso.
Cuando era de noche – a veces era de día, y eso dependía, pienso yo, según a que hemisferio había viajado –, recorría las calles a una altura de no más de dos metros del suelo, podía ver claramente los adoquines, y darme cuenta por el brillo, cuando estaban mojados. Generalmente las calles estaban desiertas, solo veía algunos perros y gatos buscando en desperdicios una posible cena. Los vagabundos, también acompañados por perros, hacían la misma tarea. A veces me acercaba tanto a los vagabundos que dormían en la calle, que podía sentir sus ronquidos, sus lamentos, sus gruñidos, y hasta el olor alcohol.
También me gustaba, cuando era de noche, sobrevolar techos casi a ras de ellos... ¡son tan románticos los techos, y muy reveladores! Tan diferentes unos de otros, que se puede adivinar que tipo de gente vive bajo ellos.
¡Volé por tantos y tantos lugares, que no podría recordarlos todos! Siempre eran lugares distintos y sorprendentes, hasta que un día, me encontré en un lugar “desoladamente triste”, - así lo sintió mi espíritu - el cual dejó “algo raro en mí”, y en todos estos años, lo sigo recordando tan vívido como en ese momento, pensando porque razón volví tantas veces a ese lugar. ¿Sería por algo especial? ¿Dejé de hacer algo importante en alguna vida anterior... o hice algo que no debía? ¿Tendría “ahí” la clave de algo que debo hacer? ¿Sería una visión tal vez, del pasado... o será del futuro? La verdad, lo sentí como de “otra dimensión”, y aun no encuentro respuesta, ¿La encontraré algún día?


Capítulo 3: El anciano


Era una pampa desierta y espantosamente pareja, no había un montículo, un árbol, ni siquiera un arbusto seco, que diera muestra de que alguna vez hubo algo viviente en esa gran extensión de tierra dura, amarillenta y reseca, que dejaba en el espíritu una gran desolación. Bajé un poco más, para ver de cerca las grandes grietas que se abrían como implorando clemencia, al viento caliente que se arrastraba en ella, barriendo a su vez, los guijarros, y levantando en forma de remolino el polvo de la superficie. Viaje un largo rato con el sol ardiente sobre mi, y respirando el aire caliente que golpeaba mi rostro.
Deambulé sin rumbo fijo, total, no veía que tuviera alguno. Queriendo calcular, dónde terminaría eso, miro hacia el horizonte, y lejos, muy lejos, veo un árbol, y al lado de éste, una casa. No lo puedo creer. ¿Cómo puede haber una casa en un lugar como este? Pienso que debe ser una casa abandonada... ¿Y el árbol?¿Cómo sobrevive un árbol con esta sequía, y el calor agobiante del lugar? Me parece imposible que alguien pueda vivir allí, y apresurada y curiosa, decido averiguar. Ante mi gran sorpresa, descubro que alguien vive allí. -¿De dónde obtendrá el agua?-. La casa no tiene cerco, el árbol que veía, es un escuálido olivo, pero olivo al fin, y es la única sombra que tiene el patio. Bajo esta débil sobra, un hombre sentado en una vieja mecedora, lee un diario. Tiene el poco cabello blanco-amarillento, tirado hacia atrás. Viste una raída camisa blanca, arremangada hasta los codos, un viejo pantalón de vestir café oscuro, también arremangado, que deja al descubierto sus canillas flacas y huesudas, cubierta de vellos. No tiene calcetines, y calza unas desteñidas pantuflas azules. No le puedo ver el rostro, el diario se antepone.
Al lado izquierdo del hombre, un perro negro duerme la siesta, haciéndole compañía. El silencio que allí existe es realmente impresionante: solo paz y calor. Veo a la derecha, unas macetas “caseras” formando una hilera: Una vieja bacinica blanca sin manija, con muchas saltaduras, y con una línea azul en el borde superior, cobija unos cardenales rojos. Al lado de ella, un tarro alto y oxidado, tiene un trébol verde-rosáceo, con pequeñas y pálidas florcillas rosadas. Le sigue un tarro más pequeño, también oxidado, con un cactus de “dedos finos”. Por último, otro tarro ancho y chato, con una planta dura y espinuda, es fea.
La casa es vieja, larga y angosta. Aun quedan vestigios de que algún día fue pintada de blanco. Fue hecha de adobe y troncos, eso se puede ver fácilmente, ya que sus paredes agrietadas y descascaradas, deja ver sus entrañas. El techo de tejas, hundido y desteñido por el paso de los años, amenaza caer en cualquier momento. Al lado izquierdo de la puerta hay un pequeño matorral, - para mi desconocido -, que lucha por trepar la pared raída... ¿o la sostiene?
El calor es agobiante, pero el hombre sigue en su mecedora, y el perro sigue durmiendo. Mi vista recorre nuevamente el lugar, haciendo un recuento de lo que existe allí: El hombre, el perro, el olivo, el cardenal, el trébol, el cactus, la planta espinuda, y el matorral, son las únicas “cosas” vivientes que existen en ese inhóspito lugar, y a muchos kilómetros a la redonda. Cuando ya he visto todo, creo que es momento de partir, pero siento una gran angustia dejarlos solos en medio de la nada. Me alejo tristemente, y prometo volver.

Cumpliendo lo prometido, volví. ¡Y lo hice tantas veces, que ya me sentía parte de ellos! Me sentaba con mi sillita al lado de ese hombre y su perro para hacerles ”compañía” sin que ninguno de los dos, se dieran cuenta de mi “presencia”. Lo curioso del caso es, que jamás pude verle el rostro, parece que no era importante eso para mí.
Siempre era lo mismo, nunca encontré fuera de lugar, las cosas que había visto, a excepción del perro y el hombre, que de vez en cuando cambiaban de lugar siguiendo la sombra del solitario árbol, que se arrastraba silenciosa por la aplastada tierra. Otra diferencia que encontré en algunas ocasiones, fue en el cardenal y trébol, los cuales a veces no tenían flores, y cuando llovía, – también llovía en ese desierto – ellos no estaban allí, seguramente dormían, y nunca quise molestarlos. En ese caso, hacía un pequeño “reconocimiento” del lugar, y me alejaba; total, sabía que el próximo día soleado, los podría ver.
Ese lugar era triste por si solo, lloviera o hiciera calor, y siempre me alejaba con una pesada sensación de angustia.
Sucedió entonces, que hice varios viajes en los cuales siempre estaba lloviendo y no podía verlos. Pasaba el tiempo, y mis visitas eran en vano... debe haber sido un largo y lluvioso invierno.

Un día, cruzaba muy contenta la desértica pampa, pues el sol resplandecía, y seguro los encontraría bajo la sombra del olivo. Los había extrañado mucho – más al hombre que al perro, por supuesto -, pero al llegar al patio, no había nadie, sin embargo, la mecedora estaba allí, esperando su regreso. Me senté a esperarlos también, haciendo el típico reconocimiento de siempre, y pensando que seguramente fue de compras, después de todo, alguna vez debía hacerlo. Miraba la enorme extensión que rodeaba la casa, sin mayor esfuerzo, ya que no había obstáculos frente a mi vista que pudiera impedirlo, esperando verlos aparecer en cualquier momento. Lo que llegó fue la noche, y nunca aparecieron, por lo menos, hasta cuando yo estuve.

Volví, volví y volví... la mecedora seguía en el lugar de siempre, las plantas, cada vez más secas, pedían misericordia, mientras yo solo podía verlas morir cada día, hasta que finalmente lo hicieron. Fue quedando de cada una de ellas, un manojo reseco que el viento llevó quizás donde. La vacinica y los tres tarros, guardando solo un cascote de tierra dura en su interior, seguían donde mismo, y seguirían allí por mucho tiempo más. Al lado de la puerta, donde estaba el matorral “desconocido”, solo quedaban unas débiles ramas resecas y torcidas a medio camino.

Entonces comprendí que el hombre había muerto... ¿Y el perro? ¿Dónde quedaría el perro? El lugar, que ya tenía una tristeza natural, quedó más triste aun...
...Y ahí estaba yo desamparada, a solas con el olivo en esa inmensa lejanía. Sabía que ya no tendría a que volver, y angustiada por esa verdad, abracé al olivo llorando, y miré por última vez aquel lugar que había aprendido a querer. El árbol quedó solo en medio de la nada, sin más compañía que su propia sombra, y sé que lamentó tener raíces que le impidieron ir conmigo. A veces, en momentos de soledad, aun recuerdo ese olivo, tratando de adivinar su suerte.
A través de los años fui analizando esa experiencia, y lamentando el no haber entrado a la casa para ver “que pasaba”. Nunca, en ninguna de mis visitas lo había hecho, y no fue esa la excepción, aun me pesa. Esa fue la última vez, que viajé sentada en “mi ridiculez”.





Capítulo 4: Otros “vehículos”


Pasando algunos años, cuando tenía nueve o diez, mis viajes “volvieron”, y como mi sillita había quedado olvidada en algún rincón de una dimensión desconocida, mi espíritu encontró otra forma de hacerlos. En esta ocasión, era algo así como un monopatín. Al poner mi cabeza en la almohada, “tomaba” el monopatín por el manubrio, me lo ponía en el estómago, y automáticamente empezaba a elevarse, quedando yo en forma horizontal sobre él. Mis brazos, sujetos del manubrio que estaba hacia abajo, lo dirigía a la perfección.
No sé porque, pero mis viajes otra vez, me llevaban a volar sobre jardines. En este “trasporte” del monopatín, viajé también, como siempre a lugares extraños, y desconocidos, pero no duró mucho, y no recuerdo donde, cuando, o en que viaje lo perdí, y como no tenía en que hacerlos, estuve un tiempo sin viajar.

Ya en mi adolescencia, calculo que bordeando los trece años, mis viajes “volvieron”... ¿o volví a ellos? Como no tenía “vehículo”, nuevamente mi espíritu encontró la solución: Solamente bastaba con depositar mi cabeza en la almohada, cerrar los ojos, y comenzaba a viajar sin dificultad alguna.
Experimentando esto, tan común para mí, pasaron un par de años, y entre los quince o dieciséis, comencé a trabajar en un estudio fotográfico, y a estudiar en un liceo vespertino.
En forma muy natural, le contaba a mis compañeros de estudio, sobre mis experimentados viajes, ya que ese tipo de conversaciones, eran absolutamente normales en los años 70, - ¡Gracias a Dios! -, y encontré en ellos, algo así, como “mis otros yo”. ¡Por primea vez en mi vida, sentí que alguien me entendía! Varios de mis compañeros me recomendaron leer a Lobsang Rampa, y de esa manera tuve la suerte de leer “El tercer ojo”, “El cordón de plata”,”Más allá del décimo”, “El medico del Tíbet”, “La sabiduría de los ancianos”, “La caverna de los antepasados”... entre muchos otros de este fantástico y desaparecido autor. Eso me hizo comprender muchas cosas, quedar más tranquila, y, además, suponer que lo que a mí me pasaba, era absolutamente natural.

Pasaron algunos años, y una vez, ya casada, comenzó lo de siempre: volaba sobre un jardín maravilloso. Era tan, pero tan hermoso, con sus flores nítidas y bellas, que era digno de compartirse con alguien, pero “lamentablemente”, ese era mi marido, un hombre “absolutamente terrenal”, - demasiado para mi gusto -, pero no tenía a quien más decirle, sobre todo en momento nocturnos.
En alguna ocasión, ya le había comentado algo sobre esto, y nunca dijo nada, y yo interpretaba este silencio, como “algo comprendido”.
“¡Estoy viendo unas flores tan lindas!...” – Dije - Y con toda la emoción que sentía, empiezo a describirlas de la mejor manera posible, para que no se perdiera ni un solo detalle, y pudiera, por lo menos, imaginar lo que yo tan nítidamente veía. ¡Eso era importante para mí: describir mis “visiones” de la mejor manera! Siento que se incorpora en la cama, y pienso que es para poner más atención, pero me equivoqué. Con un dejo de tristeza y preocupación, me acaricia la frente diciendo: “Mi amor, yo creo que tendrías que ver un psiquiatra”. Eso me asustó, se me esfumó el jardín con sus hermosas flores, y nunca, nunca, nunca, me sentí más humillada y estúpida que esa vez. Quedé petrificada, y no supe si darle una cachetada o ponerme a llorar, - y como siempre, pienso hacer cien cosas, y hago la ciento una – solo dije: “¡Qué! ¿Estás insinuando que estoy loca? Mira, yo no tengo la culpa que seas un pobre infeliz, que piensa que lo único que la gente puede hacer, es dormir, comer y cagar. ¡Creo que el que debe ir al siquiatra, eres tú!” Sin más, me di vuelta, me tapé la cabeza, y me hice la dormida. Pero no pude dormir, quedé pensando en el error que había cometido al decirle justamente a él. ¡”Terrestre” estúpido!... ¡Estúpido, ni si quiera creía en Dios! Creyó después de muchos años, (cuando yo estuve a punto de dejar de hacerlo), porque tuvo un “accidente” uno de nuestros hijos: Trató de suicidarse colgandose de su cinto, y se encontraba en coma, sin posibilidades de sobrevivir... pero esa es otra historia, muy triste por lo demás, que algún día contaré. - ¿Cómo pude pensar que podía entenderme él? Después de eso me dio risa, se debe haber llevado un susto terrible. “Pobre, - pensé – después de todo, no tiene la culpa de ser normal”. Pero igualmente me molesté, si bien es cierto, que siempre me tildaron de loca, y casi estaba acostumbrada a ello... ¡Pero a nadie le gusta que se lo digan tan abiertamente!
Desde esa vez tuve más precaución con lo de mis viajes, como no quería terminar en una casa de orates, dejé de contarlos, - “ante la duda, abstente”, dice el refrán – así que seguí con mi “locura imperdonable” en forma silenciosa, y me dolió mucho darme cuenta que ya no tenía a mis compañeros de colegio para contar con ellos. Después de un tiempo, nuevamente desaparecieron.


Capítulo 5: Nuevos caminos


A los pocos años de este “incidente”, nos separamos, y buscando un nuevo rumbo a mi vida, llegué a la Argentina. Lo que sigue, sucedió en Bahía Blanca, una cuidad en la provincia de Buenos Aires, y es necesario que lo cuente, porque todo está relacionado.
Yo pertenecía a un equipo de ventas, de Mendoza, lo que nos permitía viajar por todas las provincias, ya que era de un “Instituto de rehabilitación de parálisis infantil, para el cual “vendíamos” artículos con el “logo” del mismo, en forma de colaboración. Fuimos a Bahía por lo menos, treinta y cinco, - más hombres que mujeres -, y nos hospedábamos en dos hoteles, ya que no habíamos conseguido habitación para todos en el mismo lugar. Nos encontrábamos todos los días, a las ocho de la mañana, en una Pizzería para desayunar, y recibir los artículos para vender. Estos podían ser autoadhesivos, llaveros, lapiceros, o cualquier otra cosa, siempre con el logo del Instituto. Salíamos “a terreno”, - estos eran los bancos, las industrias, el comercio, estaciones de servicios, en fin, todo lugar donde se pudiera vender -, y luego nos encontrábamos a las dos de la tarde para almorzar. Salíamos nuevamente, encontrándonos a las ocho de la noche, cenábamos, y luego cada cuál podía hacer lo que quisiera. Por mi parte dormir, ya que quedaba agotada con el ajetreo, cansaba el asuntito. Los más jóvenes se iban al cine o a jugar bolos, billar, o algo por el estilo.
Yo compartía habitación con Patricia, - le decíamos Pato - una chica que estaba embarazada, pienso que me dieron la habitación con ella para que la cuidara, porque yo era la mayor de todos, y la única que había sido mamá.
Durante este tiempo, mis viajes volvieron, y fue también, cuando más seguidos los hice. Fue algo así como un “bombardeo de viajes”, y como ya había leído “El cordón de plata”, donde explica lo peligroso que es despertar bruscamente cuando uno está “en viaje”, porque se puede “cortar” el cordón y morir, no tuve otra opción, que contarle a Pato, - que no tenía idea de eso -, para que tuviera el cuidado necesario.
Muchas veces la sentía salir como “ánima en pena” cuando debía ir al baño. Este era compartido y estaba en el pasillo. Me hacía mil preguntas y yo se las contestaba de lo más natural. Eso sí, le pedí que por favor, no le contara a nadie, ya que la gente, que se creía normal no lo entendía, y generalmente nos trataban de locos sin razón alguna. Prometió guardar el secreto, pero no le duró mucho tiempo... y con razón, hoy pienso en el terror que tendría la desgraciada, al tener que compartir justamente conmigo su habitación, pero en ese tiempo, ni lo pensé, solo me causaba risa verla tan cuidadosa a la hora de mi sueño.
Mis viajes para entonces, ya habían cambiado otra vez la manera de iniciarse, y aun sigue vigente esta “fórmula”, la cual tiene tres etapas: El miedo, la malla, y el calor.
Estando en vigilia, - cuando no estamos “aquí ni allá”, - empiezo a sentir un pánico irracional y sin motivo, quiero moverme pero me es imposible, una fuerza sobrenatural me impide hacerlo. Es verdadero terror lo que siento, como si la muerte estuviera sentada al borde de mi cama, a punto de tocar mi rostro. Estoy absolutamente conciente, puedo sentir todo lo que pasa a mí alrededor, pero mi cuerpo hace caso omiso a mi urgente necesidad de movimiento. Nada en mí responde: ni mis ojos, ni mi boca... todo mi ser está concentrado solo en tener miedo. Luego empiezo a sentir que una “malla metálica” sube por mis pies, envolviéndome con una “corriente eléctrica”, la que a su vez proporciona una agradable sensación de calor, la que va “separando” suavemente de mí, el temor. Una vez que la “malla” se cierra sobre mi cabeza, el pánico en el que estaba sumergida, desaparece por completo. Sintiéndome liviana, y comprendiendo que ya no estoy en mí, vuelo.
Me costó mucho tiempo, mucho, darme cuenta que “esto”, era el comienzo de un viaje astral, y comprendí por que estuve tanto tiempo sin hacerlos: Me sucedía a menudo, pero lo confundía con ataques de catalepsia. Luchaba tanto con ellos, que no lograba terminar el asunto, y abandonaba el “viaje”, sin haberlo comenzado. Pero no lo comprendí, hasta que pasé todas las etapas sin poder interrumpirlo. Ahora, cuando llega el pánico, solo espero, sé que después de todo eso, vendrá un fantástico viaje.
Dije un poco más arriba,“confundía con ataques de catalepsia”, y quiero decir algo al respecto: Todos alguna vez escuchamos hablar de eso, pero después de mis experiencias, creo firmemente, que la catalepsia no es más que un viaje astral.


Capítulo 6: Los viajes de Bahía


En el tiempo que estuve en Bahía, eran casi todos mis viajes, - además de los jardines -, a Santiago de Chile, donde estaban mis hijos.
El hotel donde nos hospedábamos, era antiquísimo; de esos edificios que tienen solo dos pisos, pero que tienen el techo en el tercero. Había que subir una larga y crujiente escalera de madera con olor a humedad; las habitaciones estaban arriba. Toda esa cuadra, como casi todas las demás, a excepción del centro, tenía los mismos edificios antiguos. Cuando empezaba mis viajes, me iba directo a la calle a empezar mi recorrido como siempre; pero una noche lo empecé diferente, y no llegaría.
Me elevé y salí por la pared que estaba a mi derecha, cruzando todos los pisos de los edificios de esa cuadra; fue muy divertido, ya que vi cosas que no debía. En el edificio del lado, había una bodega donde guardaban las cosas más insólitas, y tan antiguas como el edificio mismo, las que gracias a la luz filtrada por la ventana, provenientes de los focos de la calle, pude ver con cierta claridad, maniquíes, cajones de madera llenos de cosas polvorientas, cubiertas de telarañas... no estuve mucho tiempo allí, por eso de las arañas. Crucé al otro edificio, -pegados todos unos a otros -, y entré directamente a un baño, allí me quedé un poco más, ya que me gustó ver un anciano matrimonio en la bañera, quienes se divertían como si hubiesen tenido veinte años; no debí haberlo hecho, pero era como un ejemplo de vida, lo que me dejó algo así como una sana envidia por el amor que demostraba tener el uno hacia el otro, después de tantos años.
Después salí directamente a la calle, pues debía darme prisa si quería llegar a Santiago a ver a mis hijos, como siempre lo hacía.
Ellos en esa época vivían en la Alameda, y los visité muchas veces; entraba cuando todos dormían, y me quedaba largo rato con ellos. A veces tenía el presentimiento que me “sentían”, sobre todo Rodrigo, quien empezaba a dar vueltas, y muchas veces despertó. Pero no debía asustarlos, entonces hacía un último recorrido, le daba un“beso” a cada uno, y me volvía con mucha pena por saber que mi cuerpo estaba tan lejos de mí, y no podía abrazarlos como hubiese querido.
Dejando en sus “quehaceres” al anciano matrimonio, retomé mi viaje.
Luego me encontré volando, sobre la pampa desierta que lleva rumbo a Chile; pero me di cuenta que no avanzaba demasiado como en otras oportunidades. La noche era más negra que de costumbre, y no se veía nada, solo una absoluta oscuridad me rodeaba. Quise saber a que altura estaba, pues me sentía muy pesada, y suponía que no había tomado la suficiente altura como para poder evitar chocar con algo. Traté entonces de ver donde estaba el suelo, y haciendo eso, vi unas luces a lo lejos, y sin pensarlo, decido averiguar que es. Ya un poco más abajo, pude ver débilmente la carretera, y sobre ella, las luces que divisé a la distancia: Era un camión detenido, un poco más atrás una camioneta vieja, y dos hombres trabajando en ella. Estaban cambiando una rueda. Resolví entonces divertirme un poco, de todas maneras, algo me decía que no alcanzaba llegar a Santiago, me había detenido demasiado, por lo que tendría que dejarlo para otro día. Ver a esos dos hombres entre “la pampa y la vía”, provocaron en mí, un deseo irresistible, de hacerles pasar un susto, entonces me acerco a ellos y “grito”: ¡Buuuuuuuuuu! Pero no me hacen caso, siguen con su trabajo, “como si nada” tuvieran frente a ellos. Entonces, ofendida por el desprecio, corro nuevamente hacia ellos “empujándolos”, y aumentando mi grito: ¡BUUUUUUUUUUUUU! Pero pasé “de largo” entre sus cuerpos, entonces “recuerdo”, que no me pueden ver ni sentir, por lo que desanimada con mi experimento frustrado de fantasma, me vuelvo a Bahía, dejándolos sin mi divertida “presencia”.

Todas estas experiencias se las contaba a Pato, quien decía comprenderlo todo, pero, sin embargo, escuchaba mis relatos con la boca abierta, lo que me hacía pensar que en realidad, me escuchaba con ella.
Nuestro trabajo era, - como ya lo dije -, vender, así que cada grupo buscaba el lugar más conveniente. Los grupos estaban integrados por tres personas, yo estaba con Patricia Albizú, - Pato, mi compañera de cuarto -, y Patricia Zarza, - otra Patricia, a la que llamábamos Patty, para no confundirlas -, que se hospedaba con otra chica en el mismo hotel en que estábamos nosotras.
A veces nos íbamos a las estaciones de servicios, donde mientras los conductores cargaban nafta a sus coches, nosotros le pedíamos su colaboración, eran muy pocos los que no lo hacía, y como nos daban un porcentaje de dichas ventas, nos iba bastante bien.
Fue un empleado de una estación de servicios que nos dio “el dato”, a las Patricia y a mí: Que fuéramos a vender al depósito de verduras, a ese lugar, llegaban decenas de camiones a vender sus productos, y toda las verdulerías de la cuidad se abastecían por supuesto, allí, por lo que se suponía que todos tendrían dinero, y generalmente, esa gente es muy generosa. El problema era el horario, debíamos estar, por decir lo menos, a las seis de la mañana, el movimiento era temprano, y aunque era demasiado para nuestro gusto resolvimos ir, seguramente valdría la pena. Patty decidió que no iría, pero le hicimos prometer, que no diría a nadie nuestro lugar secreto, ya que no faltarían los “frescos” que fueran a quitarnos las ventas. Esa noche, durante la cena, pedimos el material que generalmente vendíamos en cinco días: Quinientos autoadhesivos cada una, lo que no vendiéramos, lo devolveríamos. Nuestros compañeros quedaron mirándonos entre burlones y envidiosos, nadie podría vender tanto en un solo día, por otra parte nuestros jefes, - un matrimonio -, nos miraba en forma bastante dudosa, pero “tironeando” un poco, nos dieron lo que pedimos.


Capítulo 7: La gran aventura

Patricia tenía un despertador, y yo otro, - debo contar esto, también es necesario - poníamos los dos con una diferencia de media hora, eso era para saber, cuando sonaba uno, que teníamos media más para disfrutar la cama.
Era invierno, por lo tanto a las cinco de la mañana era absolutamente de noche, nos levantamos casi dormidas, y salimos a tomar el micro, el que afortunadamente, pasaba justo frente del hotel. Pocos días antes, había llovido mucho, pero ese día había caído una helada terrible, y aunque nos habíamos abrigado bastante, nos sentíamos desnudas. Estuvimos a punto de cruzar y volver a dormir, pero nuestra dignidad, con respecto a nuestros jefes y compañeros fue mayor. Cuando pasó el micro, ya estábamos congeladas, así que nos dio mucho gusto subir a él. Solo iban dos hombres con unos bolsitos, con lo cual nos dimos cuenta que eran obreros.
Le dijimos al chofer donde íbamos para que nos avisara donde tendríamos que bajar, y nos dijo que él no pasaba justamente por ahí, pero que nos dejaba “cerca”, así que nos sentimos casi contentas. Por el camino subieron algunas personas más, las que fueron bajando, quedándonos nuevamente casi solas. Le hicimos un “recordatorio”, al chofer, pensando que se había olvidado, ya que empezábamos a salir de la cuidad.
Pasábamos por una calle de tierra, en una población que daba lástima, cuando él chofer dijo que debíamos bajar. Le preguntamos dónde estaba el mercado, pues no se veía nada parecido a eso, y nos dijo que lo que nos convenía más, para no caminar tanto, era caminar seis cuadras “para allá“, y luego cruzar el potrero que veríamos al frente.
Aunque aun era de noche, ya estábamos allí, no podíamos hacer otra cosa, por lo tanto bajamos a encontrarnos con nuestra aventura.
La primera fue cuando nos bajamos del micro, sobre un enorme charco, quedando mojadas hasta las canillas. Cuando estábamos puteando al empleado de la estación de servicios, al chofer, y a nosotras mismas, salieron tantos perros como puteadas habíamos echado, a los que con precaución y gran delicadeza, logramos “cruzar” sin que nos mordieran. Afortunadamente los ladridos fueron quedando atrás, encontrándonos en un silencio profundo. Ya no estábamos seguras si era mejor eso que los perros, pero así logramos caminar un par de cuadras, sin tanto frío, ellos nos habían ayudado mucho respecto a ese asunto.
No sé como, -si íbamos mirando el suelo - Patricia tropieza con una piedra, y yo queriendo sujetarla, piso en falso, y nos vamos de bruces al suelo... es decir, al barro. ¡Chitsssssss! Con un gesto la hago callar, no quería más perros, así que lo más silenciosas posibles nos incorporamos y seguimos caminando. Me daba mucha pena por ella, porque aunque no eran muchos los meses de embarazo que tenía, esta situación debe haber sido muy dura en su estado, así y todo, se las aguantaba bastante bien.
Me había contado que cuando su padre supo lo de su embarazo, la echó de casa. Su madre había muerto, y el novio no quiso saber nada de “eso”, y con sus veinte años había tenido que salir al mundo, con su futuro hijo. Por eso es que quería siempre andar conmigo, ya que, - modestia aparte, - yo era la mejor vendedora, y ella quería aprender eso de mí, y así juntar el dinero que más pudiera para cuando naciera el bebé; aparte, como yo era la mayor del grupo, se sentía más segura estando conmigo que con el resto, ya que era un poco silenciosa y retraída, y no muy adaptable a la personalidad de los demás. Era de contextura un poco gruesa, su pelo castaño, lacio y mal cuidado, que llegaba más abajo de sus hombros, hacían juego con sus tristes ojos color miel.

Mientras Patricia me secuestraba un brazo, y yo iba pensando si algún día lo recuperaría, desde la casa por donde pasábamos canta un gallo con tal volumen, que nos causa el susto que ni siquiera los perros habían logrado, lo que nos hizo gritar como locas, y correr las tres cuadras que nos quedaban, sin detenernos. Cuando lo hicimos, nos miramos y nos pusimos a reír tanto que tuvimos que sentarnos en el suelo para no caer, total, más sucias de lo que ya estábamos, no quedaríamos. A raíz del incidente, salieron perros nuevamente, pero ya no había nada que nos pudiera asustar, solo los hicimos callar, pero no entendiendo nuestro idioma, siguieron ladrando y acorralándonos, pero tampoco nos mordieron.

Nos dimos cuenta que nos encontrábamos frente al potrero que debíamos cruzar. ¿Qué más nos pasaría? Con el frío que hacía, y a esa hora, pensamos que era improbable que pudiera haber un psicópata en medio del potrero, pues, era lo único que nos faltaba. De todas maneras, era un potreo bastante “pelado”, sin nada donde pudiera esconderse “algo”, a menos que ese algo, estuvieran de guata en el suelo, pero de ser así, ya se hubiera congelado. Afortunadamente, cruzamos el potrero sin encontrar psicópatas, perros ni nada.
Riéndonos de nuestra desgracia, y haciendo un recuento de todo los que nos había pasado, llegamos al fin a nuestro objetivo.

Era un edificio realmente enorme, con centenares de puestos, y camiones y camionetas que iban y venían con el alboroto típico de un mercado. Para nosotras, el solo haber llegado, fue el paraíso. Cuando entramos, la gente nos miraba “raro”, además de vernos con barro hasta los pelos, debemos haber reflejado en la cara, el cansancio, el frío, y el hambre que nos acompañaba. Pero nosotras llevábamos una misión y debíamos cumplirla. Empezamos con el asunto de la colaboración, lo más rápido posible, pues lo único que queríamos a esa altura, era volver luego al hotel.
A quien le ofrecíamos nos compraba, y durante una hora y media, más o menos, habíamos vendido mucho más de lo que esperábamos. Llegamos a un puesto donde había un hombre muy gordo, - había muchos así, pero este fue al que más volumen calculamos -, al mirarlo dudamos en entra, pues tenía “cara” de que no nos compraría nada, pero el gordo nos sacó de nuestras cavilaciones, diciendo: ¡Pero hijitas por Dios! ¿Qué andan haciendo? A lo que nosotras respondimos tímidamente, explicándole el asunto. Moviendo la enorme cabeza de un lado a otro, con cara de pena nos hizo pasar a su oficina y después de comprarnos muchos adhesivos, le dijo a su ayudante, - o su mujer, - que nos sirviera desayuno, y ella, aparte, parece que nos sirvió uno más por su cuenta. Él salió, y la mujer siguió atendiendo su negocio, sin preocuparle el habernos dejado solas allí. Desayunamos, y como nadie “vigilaba” cuánto comíamos, comimos mucho.
Luego, cuando tratamos de retomar nuestro asunto, el hombre gordo tenía a UN MONTÓN de gente del mercado, esperando colaborar con nuestra misión. El se había encargado de decirles lo que tendríamos que haberles explicado nosotras uno por uno... ó tal vez les dijo la compasión que sintió al vernos en el estado calamitoso que llegamos.

Haya sido, de cualquier manera, en menos de dos horas, “vendimos” todo. Ese maravilloso hombre, casi obligaba a los demás, que compraran muchos adhesivos, y fue la recompensa a nuestro sacrificio. Pero el asunto no termina allí: nos regaló frutas, e hizo a otras personas que nos trajeran verduras, - el no vendía verduras -, para luego enviarnos en un taxi “de vuelta a casa”, cargadas como verdaderas mulas... todo eso, gracias a ese gordo “hermoso”, que seguro Dios lo habrá recompensado.

Después de eso, nuestro refrán preferido fue: “A quien madruga, Dios le ayuda”, pero por supuesto lo reformé un poco, diciendo: “A quien madruga, se caga de frío, queda tirado sabe Dios donde, se cae al agua, le salen los perros, se da un costalazo en el barro, le canta un gallo en la oreja, le salen más perros, cruza un potrero solitario, se mata de hambre... Dios le ayuda”. El que no crea, pruebe.


Capítulo 8: Patricia me descubre


No sé a que hora llegamos al hotel, pues no tuvimos “tiempo” de ver la hora, nos cobijamos entre las camas deshechas, y no supimos de nada más...
Me despertó el hambre, y pude ver a través de la cortina, que estaba anocheciendo. ¡Pato! ¡¡Patooooo!! No me contesta, me incorporo mirando a su cama, pero no la veo, lo que me hace imaginar que está en el baño, porque iba muy seguido a causa del embarazo. La verdad, no tenía gana alguna de ir a la pizzería a “rendir”. Habíamos avisado la noche anterior, que no iríamos a la hora de almuerzo, pero la noche era sagrada, teníamos que llevar el dinero y cobrar nuestra comisión.
En ese momento entra Patricia, con un mate en la mano. ¿Qué hora es? – Pregunto – Las siete y media. – Contesta ella, abriendo la cortina a esa hora, no sé para que. Bueno, - digo - por lo menos despertamos justo para ir a rendir... ¡Además, tengo un hambre! Pato, sonriendo irónicamente dice: ¡Ya creo que tenemos que ir a rendir, y que tienes hambre, son las siete y media... de la mañana!
No describo la sorpresa que tuve, pero fue mucha. De un salto llegué al baño, tenía que sacarme el barro del día anterior, y después caminar velozmente, las dos cuadras que nos separaban de la pizzería. Fuimos imaginando en el sermón que nos darían por haber faltado la noche anterior, y riendo, por lo mucho que habíamos dormido.
¡¡¡Aparecieron!!! - Gritaron los chicos al vernos - ¿Dónde se habían metido? - Dice nuestro jefe con seriedad, y sigue – ¡Las fuimos a buscar mil veces al hotel y ni señales de ustedes! ¡Estábamos preocupados, ni siquiera dijeron donde habían ido para ir a buscarlas! ¡Si no aparecían hasta las nueve, íbamos a ir a la policía! Y seguía...
Nosotras lo mirábamos sorprendidas, ya que, aunque no habíamos visto la hora que volvimos al hotel, no deben haber sido más de las dos de la tarde, y es posible que menos. Cuando “pudimos” hablar, se lo dijimos, pero no nos creyeron, pues decían, - también algunos chicos – que habían ido varias veces a buscarnos, que le pidieron a la dueña del hotel, que nos golpeara la puerta, y que esta decía que no estábamos. Ellos, pensando que era mala voluntad de la mujer, pidieron permiso para hacerlo personalmente. Golpearon muchas veces la puerta del cuarto nuestro, pero en realidad, ”no estábamos”.
Fue una discusión larga y densa, entre si estuvimos o no. Hasta que Pato dice: Mira, de que estábamos, por lo menos yo, estaba. Flor también estaba, al menos vi que “su cuerpo” estaba ahí. Ahora, si en realidad “ella” estaba o no... ¡No tengo idea!
Todos los chicos se rieron, menos mi jefe, que dijo muy enojado. ¡¿Que me están cargando?! ¡¡Estaban o no estaban!! Y fue en ese momento en que Pato lo dijo: Escucha, yo estaba, y vi que Flor también estaba, pero como dice que su espíritu sale a volar por las noches... ¡Quizás no estaba! Los chicos volvieron a reír, y mi jefe se dio por rendido, moviendo la cabeza de un lado a otro.
Actué, como si esto no me afectara en lo más mínimo, aunque casi todos me miraban como acostumbra hacerlo la gente normal.
Después de rendir cuentas, y contar nuestra aventura, recién pudieron comprender el porque de nuestra “desaparición”: Habíamos dormido, sin escuchar NADA, entre diecisiete a dieciocho horas.
Después del “cuento”, mi jefe me mira burlonamente, tratando de demostrar seriedad. Bueno, - dice - ¿Cómo es eso de que sales a volar por las noches? Y tuve que contar la historia. Algunos, - como era “lógico” - se rieron y empezaron a hablar estupideces, pero otros, los menos en realidad, fueron los que me recomendaron ir a hablar con “el loco”.


Capítulo 9: “El loco”


Me habían dicho que acostumbraba a vender en la calle, - siempre en el mismo lugar - al lado de una tienda en el centro de Bahía, yo fui.
Una vez ubicada la tienda, esperé, ya que no había llegado. Estuve más de una hora, sentada en un banco de la plaza que estaba al frente, pero el hippie no llegaba. Entré directamente a la tienda, y pregunté. Me dijeron que no tenía horario, pero que podría llegar en cualquier momento.
Cuando iba saliendo de esta, para tomar ubicación nuevamente en la plaza, choqué – no siendo esto raro en mí – con un hippie, que llevaba un “morral” colgado en su hombro. ¡En el morral debe llevar los calcetines! - pensé – y me quedé parada frente a él, mirándolo con tal “fascinación”, que eso hizo que también me mirara por unos segundos. Era muy alto, con su pelo rubio dorado haciendo una “cola” sobre la espalda. “Sentí” que era él... pero iba entrando a la tienda, lo que me hizo dudar, y haciéndome a un lado, para dejar que pasara, dije débilmente “disculpa”.
Volviendo nuevamente a la plaza, - estaba dispuesta a esperar lo que fuera necesario – tomé posición de espera...
A los pocos minutos, veo que el hippie que había atropellado sale de la tienda, y para mi gran y alegre sorpresa, empieza a preparar su “comercio” en la vereda. Lo dejo tranquilo, hasta que termina de acomodar los calcetines sobre una lona que puso en el suelo.
Antes de acercarme, preparo lo que le diré... ¿Pero qué le diré? “Hola, quiero preguntarte sobre viajes astrales”... “me dijeron que hablara contigo porque”... “no sé como decirte, pero”... “hola, mi nombre es Flor, y quiero”... ¡Dios! ¿Que le diré, como empezaré? Pienso cien cosas diferentes, y no me gusta ninguna, solo siento que tengo un nudo en el estómago... Para colmo choqué con él. ¡Ya debe “saber” que soy una estúpida!
Me quedo como media hora más, pensando como hablarle sin que parezca una retrasada mental. ¿Y si los chicos me hubiesen tomado el pelo? ¿Si el tipo fuera loco de verdad? Pero debía salir de dudas.
Hacía mucho rato que esperaba, y no tenía intenciones de irme sin hablar con él, total, si no quería hablar conmigo, ya no sería culpa mía, y si me salía persiguiendo... correría pidiendo auxilio.
Crucé sin apuro, y me agaché a “inspeccionar” los calcetines, mientras él me decía los precios mostrando su mercadería. Le compré uno... dos... “me gustaban todos”, y seguía comprando. Ni sé cuantos pares le compré, pero fue mucho más de lo que podría haber necesitado de haber sido así, además, hubiera terminado comprándole la lona, de no haber sido él quien me dice, mientras reacomoda los calcetines, sin levantar la vista: ¿No viniste a comprar medias, no? Viniste a hablar conmigo, lo supe en tus ojos cuando tropezamos en la tienda. Bueno dime... y no es necesario que me compres todo. Aunque me dio esa opción, me los llevé igual, quería caerle en gracia.
Después de reírnos un rato porque me “había pillado”, compramos pizza y cerveza, y me hizo pedir una silla, - en su nombre -, donde compramos la pizza. Estuvimos hablamos toda tarde, y hasta le ayudé a vender, ya que me había puesto al tanto de los precios y calidad de los calcetines, lo que me hizo sentir muy cómoda y útil.
Me escuchaba con atención y mucha seriedad, sin más interrupción que la gente que le preguntaba, o compraba algo. Eso me gustaba, pues, no parecía sorprenderse con nada, como si supiera de antemano todo lo que le contaría. Cuando me preguntó a que edad empecé con mis viajes, le dije que no lo sabía, pero que desde muy chica me pasaban “cosas raras” con una sillita voladora, un monopatín... Quiso escucharlos y lo hice. Cuando terminé mis relatos, se quedó mucho rato en silencio, con los codos en las rodillas, y sus manos entrelazadas apoyando su cabeza. Al fin habló:
Esos, eran viajes astrales, - dijo -, solo que como eras pequeña, tenias miedo, y por eso buscaste la silla, al sujetarte en ella, le daba seguridad a tu viaje y a tu vida”.
¿Puedes hacerlos cuando quieres? Preguntó. Dije que no, pues “aparecen” cuando se les ocurre, no importa si es de día o de noche, solo basta que esté relajada y dispuesta a descansar.
Hay dos tipos de viajes, - prosiguió -, voluntarios, e involuntarios: Los voluntarios pueden hacerlo personas con mucha sensibilidad, que hayan estudiado el asunto, y dedican tiempo a eso. Los involuntarios, - dijo -, es presión física y mental, entonces el espíritu se libera para huir de lo que nos molesta o nos hace daño, y es, además, un don natural. Tú tienes ese don, ya que tus viajes son involuntarios. Podrías desarrollarlo y manejarlo a tu antojo, tienes gran capacidad para ello.
Así como la fiebre, - dijo -, sirve de alarma, cuando el organismo anda mal, el espíritu busca, o inventa un lugar de descanso. Después, hizo un pequeño análisis de los lugares donde acostumbraba ir:
De mis viajes sobre jardines: Algo natural, el espíritu busca lo que más nos agrada.
Cuando sobrevolaba techos: Que mi “yo”, buscaba u nivel superior.
Cuando me acercaba a “oler” a los mendigos: Búsqueda de compañía espiritual,
En bosques, playas, lugares hermosos: Búsqueda de armonía, y tranquilidad.
Cuando viajaba a Santiago: Lógica necesidad de mis hijos.
Sobre el acantilado: Curiosidad a lo desconocido, pero con temores, e inseguridad.
Sobre océanos tormentosos: Prueba de imprudencia, desafío, impotencia sobre la realidad.
Planeta lejano: Cuanto más lejos viajamos, es porque más solos nos sentimos.
Cuando me sentía “pesada al volar”: Mi subconsciente sabía que el reloj sonaría en cualquier momento, y me obligaba a regresar por protección natural.

Lo que escribo aquí, es por supuesto solo un resumen de lo que dijo sobre esto, más bien, lo que grabé en mí, de tantas otras cosas que hablamos.
Lo que más le llamó la atención fue justamente lo que más a pesado en mí: Aquel lugar del viejito y el perro. También, como yo, pensó que fue raro que después de “encontrarlos”, no quisiera ir a otro lugar que no fuera ese. Pero cuando no los vi más, dijo que fue mi espíritu quien se negó a volar, porque había perdido el objetivo de mis viajes.
Ese lugar, - dijo -, es algo curioso, indudablemente. Si viajabas a tantos lugares, sin repetir ninguno... en cambio este, si hizo que volvieras una y otra vez, por algo fue.
Ese hombre, - continuó -, debe ser algo muy importante en tu vida, aunque no lo sepas. Tal vez un antepasado, Es posible que el don que tienes, lo heredases de él, y te esté pidiendo continuar algo que no alcanzó a hacer. Quizás es un pedido de auxilio... o de advertencia.
Ahora –siguió -, el espíritu puede viajar donde quiera: Al pasado, presente, o futuro, la cuestión es poder saber hacia donde viajó el tuyo. Lo único seguro es que ese hombre, tuvo, tiene, o tendrá que ver mucho en tu vida... ¿?

Fin
Datos del Cuento
  • Categoría: Misterios
  • Media: 6.34
  • Votos: 59
  • Envios: 3
  • Lecturas: 10016
  • Valoración:
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Comentarios


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2 comentarios. Página 1 de 1
Sergio
invitado-Sergio 11-09-2003 00:00:00

Yo también los tengo, pero hace muchos años que no cuento nada, total, "ellos" se lo pierden. Adelante amiga, somos especiales. Checho.

Zulema
invitado-Zulema 21-05-2003 00:00:00

Más que el cuento mismo, el que encuentré muy bueno, me gustó la forma de relato. ¡Excelente! Zulema.

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