??????????A continuación, voy a contar una historia, la cual me aconteció en uno de esos viajes, que en mi juventud de vez en cuando solía realizar, siempre que podía evadirme un poco de mi lúgubre y azaroso trabajo.
Ahora a mis 73 años lo recuerdo en una mezcla de alivio y de la más demoníaca sensación de ser vigilado, igual que el preso que sabe que en cualquier momento la garra de la silla eléctrica caerá sobre sus doloridos hombros.
El relato que voy a contar sucedió alrededor de 1875, o 76, no recuerdo exactamente, pero lo que nunca olvidaré, es que mi fascinante viaje empezó a finales del mes de octubre, mientras se aproximaba el morboso, triste y mágico día de todos los santos. Debido a estas fechas decidí que mi viaje debía de ir encaminado por las famosas rutas gallegas, por las que tantas brujas antaño, realizaban sus aquelarres y sacrificios en busca del favor del más horrible de los demonios, y en las que sabía que en cualquier posada podría escuchar cientos de historias al calor de las llameantes hogueras, contadas por viejas más tétricas incluso que las mismas historias, y que parecen que ellas mismas son las protagonistas de estas.
“Llegue a tierras gallegas alrededor de el 30 de octubre, sería alrededor de las 6 de la tarde, cuando a lomos de una yegua que había alquilado en Villablina, un pequeño pueblecito en la frontera de León, de bajas casas de piedra y grandes tejados, que ofrecen siempre un aspecto ruinoso. Mientras recorría las estrechas y mal empedradas callejas, pude ver a través de las pequeñas ventanas, arrugadas sombras cubiertas de velos negros. En algunas de estas sombras pude distinguir, unos movimientos acompasados, no sabía a ciencia cierta de que se trataba, pero creo que estaban santiguándose, lo cual me extraño a la vez que me lleno de temores, parecía como si el mismísimo Satanás estuviese pasando a las puertas de sus casas.
Al salir del pueblo, en el horizonte, se iba ocultando detrás de los frondosos bosques que coronan los altos picos de estas tierras, el siempre cálido y tranquilizador sol, que desde la lejanía iba dando paso a un nervioso y terrorífico baile de sombras, las cuales no podían hacer otra cosa que inquietarme.
Ahora resonaban en mi cabeza las palabras del hombre que me había alquilado la yegua, cuando le dije hacia adonde me dirigía: “Señor, pronto anochecerá, le ruego que se quede esta noche a dormir en mi casa y mañana a la luz del día, emprenda de nuevo su viaje, se lo ruego por usted y por su alma”. Esas últimas palabras resonaron en mí como un hondo quejido que erizó instintivamente todo el bello de mi cuerpo, pero no podía aceptar, ya que me había propuesto para ese día llegar a Escairón, una aldea gallega a unos 15 kilómetros de donde me encontraba en este momento.
Cuando volví en mí, giré la cabeza hacia el pueblo de donde acababa de salir, mi corazón dio un salto que apunto estuvo de tirarme del caballo, ¿Dónde estaba el pueblo?, ¿Tanto tiempo había estado envilecido en mis oscuros pensamientos, sin haberme dado cuenta del largo trecho que había recorrido?. Detrás mía ahora quedaban las ruinas de lo que antes había sido una gran casería, de la que parecía salir un melancólico susurro, debido al correr del viento por las semiderruidas ventanas. Este mágico sonido actuó como un fuste para mi caballo, que aceleró el paso, como si algo le dijera “corre y no te detengas”, yo mismo parecí escucharlo, por lo que no hice detener a mi asustada amiga, en ese momento, mi única amiga.
El viento iba y venía, rugiendo como si se enfrentara a una ardua batalla. Las ramas de los árboles que bordeaban el camino se estremecían y estiraban sus largas manos como intentando estrangular nuestros frágiles cuellos. De repente una tupida niebla nos rodeó tan intensamente que parecía que no podríamos pasar a no ser que la cortara con mi gran machete toledano, que había comprado un par de días antes en la ciudad. Quise volver hacia atrás, pero el miedo que en esos momentos sentía, me hacía ver como una insensatez dar la espalda a la espectral niebla, que parecía poseer vida propia y en cuyas fauces, sin saber como, nos habíamos introducido, no había marcha atrás.
En esos momentos deseaba no haber emprendido nunca ese viaje, pero ya era tarde. Me sentía como algunas de esas personas enfermas, que saben que van a morir, pero no saben cuando exactamente, a lo mejor durarían una hora más, o un minuto, un año, o incluso ya habían empezado a morir, pero saben que no saldrán de esa, y yo creo que tampoco.
Había repetido ya un par de veces todas las oraciones que de niño me habían enseñado, pero en voz baja para no delatar mi situación, por si algo o alguien se encontraba cerca esperando arrojarse contra mí en cuanto me encontrase: “Adesto novis, misericors deus: et intercedente pro nobis, tua circa nos propitiatus dona custodi. Per dominum.
Los siguientes 7 u 8 kilómetros, los recorrí en un estado de sopor tan intenso, que mi respiración se confundía con los sonoros jadeos del caballo. De repente el sonido de un ahogado alarido pareció quebrar el aire clavándose en cada centímetro de mi sudorosa piel, lo que me hizo espolear a mi yegua, que en vez de quejarse parecía darme infinitas gracias, para salir de ese frío y amenazador mundo en el que me había introducido. En esta fugaz carrera hacia la vida, sentí atravesar mi hombro por la más afilada garra, lo que me hizo caer del caballo en un grito de desesperación y de sumisión ante lo que irremediablemente no dudaba sería mi muerte.
Rezaba el “Yo pecador”, esperando el mortífero golpe que acabase con ese infierno, el cual no merece ni el más despiadado de los asesinos, pero no llegó, y en una mezcla de alivio y miedo al verme allí desprotegido y tirado en el suelo, descubrí que esa garra no era más que una gruesa rama del zarzal en forma de tosco túnel debajo del que estabamos pasando.
Me levante aquejadumbrado, ya que el golpe había sido bastante fuerte y me dirigí rápidamente hacia el caballo que se había parado unos metros más adelante. Al montarme en él noté que temblaba como si hubiera visto una horrible bestia; “arre bonita, y salgamos de este lugar que me está crispando los nervios”, parecía haber entendido mis palabras y nos pusimos de nuevo en camino.
Recorridos unos metros, noté el cómo mis manos empezaban a humedecerse y al encender mi yesca, pude ver el correr de cuatro canalillos de sangre bajando por su fuerte cuello: “supongo que te habrás enganchado tu también con alguna zarza”, y me dispuse a sacar las malditas espinas que tantos problemas nos estaban causando, pero sus heridas eran limpias y profundas, como si hubieran sido hechas por un afilado sable, ¿habría lobos en aquel lugar?, imposible, un lobo nunca ataca solo, y menos atacar y huir. La idea de algo desconocido acechándonos me heló la sangre, la cual parecía no poder subir a mi cerebro, incluso nublándome la vista.
Volví a fustear a mi caballo para alejarnos, y a poco tiempo de allí, en el más hondo suspiro de alegría y consuelo, que creo nunca antes había tenido, pude ver no muy lejos, el resplandor de las maravillosas hogueras que resplandecían a través de los pequeños y estrechos ventanucos de un pueblecito, que en ese momento me pareció la más bella construcción creada por la mano del hombre.
Salía ya de ese angosto camino, feliz como el niño al ver la cara de su madre después de una terrible pesadilla, cuando algo me hizo palidecer en el acto, haciéndome girar bruscamente la cabeza hacia atrás, con lo que figuróseme ver la cara del mismísimo Hades, exhalando su gélido aliento sobre mi desnudo cuello, la cual se desdibujó como una fina neblina. Supongo que el miedo me haría ver estas cosas.
Galopé con paso presto hacia la aldea, muy parecida en su forma al pueblo en el que antes había estado, y al pasar por una de las casas vislumbré a la tibia luz de un par de farolillos un letrero de madera, roída por un escuadrón de hambrientas termitas que se habían tomado al pie de la letra la palabra que en él aparecía escrita en bermejas letras “Posada”.
Bajé de mi caballo apresuradamente como si una rápida fiera estuviese siguiendo mi rastro apunto de encontrarme, y llamé con el pesado aldabón de verde bronce que yacía en la puerta. Al abrirse ésta, salieron por la fina abertura cálidos y brillantes hilillos de luz, los que me hicieron entrecerrar los ojos ya acostumbrados al negror de la noche. Unos segundos más tarde pude ver la figura de un jovenzuelo de unos 12 años de edad, de aspecto rechoncho y simpaticón, que me miró con cara perpleja a la vez que de admiración como si fuera el héroe que mató al minotauro de Creta.
- ¿Qué desea señor?.
- Me gustaría saber si tienen alguna cama libre y caballeriza para mi dolorida yegua.
El joven se introdujo de nuevo en la casa, cerrando la puerta tras de sí, lo que hizo
que se apoderara de mí un gran nerviosismo. Mi cabeza solo pensaba “he de entrar, y entraré aunque tenga que tirar la puerta”, era como si en ello fuese mi vida..
segundos después, aunque a mi se me antojó como si de golpe hubiese pasado buena parte de mi vida, se volvió a abrir la puerta con su joven guardián.
- Entre usted señor, que yo llevaré su caballo a las cuadras.
- Muchas gracias por su hospitalidad.
- No se preocupe que yo curaré las heridas de este animal.
- Gracias de nuevo.
Vi como al acercarse el muchacho, mi fatigada amiga dio unos pasos hacia atrás y
me pareció ver en sus ojos una extraña figura que...
- Pase usted dentro, la noche no se hizo para el viajero, y menos por estas tierras.
Me volví rápidamente y con un movimiento de cabeza acepte la invitación.
- Cierre usted la puerta, parece que entren demonios por ella.
Así hice, mientras escuchaba el relinchar de mi asustada compañera, que enmudeció
extrañamente de golpe.
Al cerrar observe detenidamente la vivienda y a las personas que la ocupaban.
- No solemos recibir muchas visitas por aquí, ¿Viene usted de paso?, preguntó una
mujer de edad madura, ataviada de un luto riguroso, que entonaba con unos pequeños y redondos ojos aun más negros que las ropas que llevaba.
- Si, me dirigía a Escarión, pero se me ha echado la noche encima y creí sería mejor esperar al sol para emprender mi camino.
- A hecho bien señor, y más en una noche como ésta.
Las paredes parecían como si hubieran sido construidas con prisa, de rojizos adobes cada uno desigual al próximo, lo que daba un aspecto rústico y bastante descuidado. El hogar, sobre el que descasaba una gran hoya de hojalata, ennegrecida por el frecuente uso, había sido realizado con grandes piedras de aspecto ciclópeo y gris.
El ambiente era cálido para la vista, pero mi cuerpo parecía renegar de él, ya que por más que me esforzaba en absorber las radiantes llamas, por más que me acercaba a la atrayente hoguera, más frío entraba en mi interior, era como un calor helado, eso es, un calor helado como cuando sostienes en tus manos la pura y helada nieve, que acaba quemándote a la vez que hiela la sangre. Parecía como si aun estuviera fuera, pero no, estaba dentro, hambriento y cansado...
- Debe de estar usted hambriento, - era como si esas palabras hubieran salido de mi propia alma -, dijo la encorvada anciana, que me recordaba a esas antiguas viñas que poblaban las llanuras castellanas, retorciéndose desde sus raíces, como si un dolor inmenso atacara a tan ilustre vegetal, la cual reposaba junto a la lumbre, sin levantar la cabeza tapada por un negro velo, que dejaba entrever en su oscura transparencia la tibieza de sus canas, pero evitando dar a conocer su identidad.
- Mentiría si le dijera lo contrario.
A estas mías palabras le siguió una malévola a la vez que triunfante sonrisa de la anciana.
Acto seguido, sin volver la cabeza, como intentando no querer apreciar lo que mis desobedientes ojos en su limitación ya habían empezada a trasmitir a mi intranquilo cerebro, parecióme ver una deforme información, que disfrazada con el manto de una dantesca sombra, recorría la cobriza pared, moldeándose a cada paso por las llameantes manos de la hoguera, lo que me hizo recordar los miedos del camino. Intentando anticiparme a un trágico suceso, dime rápidamente la vuelta a medida que me fui tranquilizando al observar al joven guardián asiendo en sus pequeñas pero fuertes manos una vasta fuente de loza en la que flotaban gruesos y sangrantes pedazos de carne, que parecían ser de ternero, o algún otro animal grande que hubiese en la zona, y los que acabarían sus días en mi estos momentos tan rugiente estómago.
Saltaba el descuartizado animal en la hoya de agua hirviente, en la que pude distinguir un grande y nublado ojo, como el de esos mayores que son atacados por las cegadoras cataratas, en el que había quedado grabado lo que recordaba una informe figura oscura, que desapareció al reventar el visual órgano, mitigado por tan abrasadora temperatura.
Llevaba unos cinco minutos comiendo en una amplia y raída mesa de oscuro roble, cuando me vino al pensamiento la imagen que antes tanto me asusto, la extraña sombra que recorría la pared, y recordé que tanto la primera vez que el parvo me abrió la puerta, como su segunda aparición después de haber sido cerrada y la última vez que cerrala yo por orden de la azabache señora, esta (la puerta) siempre había vociferado un estridente quejido, y si el joven mozo había salido a guardar mi yegua, ¿cómo pudo entrar de nuevo sin emitir la pesada puerta dicho ruido?
Fui retirado de estos mis pensamientos por la voz de la anciana que me animó a darme prisa en el comer, si quería conocer alguna de esas historias que tanto resuenan en las frías noches otoñales por estos parajes, y más en las difuntas fechas en las que nos encontrábamos.
Así lo hice, y no fue tanto por ganas de conocer el seguro siniestro relato, sino por no molestar a la encapuchada centenaria que parecía deseosa por llenarme de temores.
A los pocos minutos acabe el suculento, aunque algo endurecido guiso, el cual no sabía explicar porque, me recordó a esa última comida que le es brindada al reo condenado con la pena capital. No sabría decir si me había saciado, o si en su lugar, en la más triste antítesis, había dado el primer paso hacia mi propia muerte, la cual iba y venía rondando sobre mi cabeza como aquel veloz cernícalo intentando aturdir a la vez que confiar a la elegida presa, para clavar sus garras en ella cuando menos se lo esperase. Antiguo y mágico rito, que tantas veces había podido descubrir en mis ponientes paseos por los inmensos trigales que rodean mi ciudad, que en este, mi presente y amargo cáliz, tanto me hace añorar.
Senteme junto a la no hay duda, milenaria señora, ya que en uno de los luciferantes vaivenes del fuego, pude observar una de sus manos, apoyada sobre el óseo regazo y semioculta por el largo velo. Estaba plagada de ennegrecidas venas, que amenazaban estallar, arrugada como la tierra de mis conocidos olivares jiennenses tras el pesado paso del madero arado, que es arrastrado fatigosamente por una mula torda.
Una piel tan tostada, que me llevaba casi obligatoriamente a anexionarle detrás el rojo adjetivo quemado.
Acabe mis especulaciones cuando la otra señora sesentona alargó su brazo ofreciéndome un pequeño tazón, que según me explico contenía una bebida típica de la tierra. Su olor era parecido al anís, pero tan rancio que debía haber sido guardado durante siglos en una profunda y húmeda cueva. Mientras me lo bebía a invisibles sorbos, no podía hacer otra cosa que imaginarme a un grupo de meigas saltando alrededor de una gigantesca marmita, mientras arrojan en su interior los más mortíferos venenos: la tan famosa cicuta socrática, la añil bella donna, y no precisamente una de esas damas pintadas por la ilustre figura italiana, el blanquecino líquido extirpado de la poderosa Aspid cleopátrica, y tantos otros extraños nombres que no conocerían ni el más antiguo y experto de los druidas.
Con un sonoro carraspeo de garganta, que me obligó a centrar mi atención en la narradora, comenzó la historia con una profunda y grave voz que a pesar del tiempo que llevaba en la casa, no había percibido nunca antes. El sonido retumbaba en cada rincón de la vivienda, introduciéndose en mis oídos, pareciendo en mi interior aumentar el volumen aun más si cabía.
“ Esta historia, se dice que ocurrió hace casi 200 años, en una de las pequeñas villas que tanto abundan en la zona. Ésta, sobrevivía como podía de la agricultura y sobre todo del ir y venir de peregrinos, que acudían a Santiago de todas partes con las más absurdas vestimentas, para ganar de manos del apóstol, las inservibles indulgencias plenarias, con las que creían, a pesar del negror de corazones de muchos de ellos, le librarían tras la siempre venidera muerte, de la caída de sus almas en el inmenso burgo de Satán.
Habría pensado de esta mujer, que era la más blasfema de las herejes, si no hubiera observado en su pecho un gran crucifijo, el que supongo simbolizaría a S. Pablo, ya que al contrario que el de nuestro Cristo, había sido crucificado de manera invertida, para las risas de sus ajusticiadores romanos. Debió notar la anciana la dirección de mi mirada, ya que paró el relato a la vez que escondía entre sus viejas telas la imagen del santo y continuó.
... un año, según cuentan, en las inmediaciones de 1700, un par de hombres, provenientes de las moriscas tierras andaluzas, al igual que usted, de unos treinta y pocos años de edad, llegaron a una de esas villas ya desaparecidas por un gran incendio. Ellos al contrario que otros, habían sido atraídos a la región por los fantásticos relatos que se contaban de argentíferas minas abandonadas, rebosantes de tan codiciado mineral. En su cansancio buscaron una posada en la que dejar abandonada las inclemencias del viaje que se habían instalado en sus cuerpos., al igual que usted...
Esas palabras que salieron de su boca en son burlescas, se reconvirtieron al paso por mis oídos en amenazantes cual sable empuñado por homicidas manos, como si la historia fuera recién inventada y yo fuera uno de sus protagonistas mineros. Que estupidez, como habrían de hacerme daño una anciana milenaria, un zagal de 12 años y una viuda de 60, además, si hubieran querido podían haberme envenenado...
Estas últimas palabras fueron apagadas de golpe por un fuerte latir de mi corazón, y ahora pensé en la cena, y en el fuerte licor que ya había comenzado a embotar mi mente. ¿Estaría envenenado y solo restaría el transcurso de unas horas, o de medias o de cuartas, para que mi ya perdido cuerpo, cayese espasmódico, amoratado, asfixiado, yacente y roto al suelo?.
La vieja elevó el tono de voz, como para evitar que ninguna de sus palabras se perdieran en el fugaz presente sin antes haber recorrido cada una de mis arterias, venas y órganos atormentándome...”Los viajeros cenaron al igual que usted rápidamente, apenas sin masticar, por lo que tuvieron que beber gran cantidad de vino para poder digerir los grandes trozos de carne. Comían como esos reos de muerte, que casi pueden acariciar el frío acero, que les llevará a la infatigable barca de Gerofonte. Comían como seguramente lo habría hecho Jesucristo en su última cena...
Miraba yo perplejo a la sádica figura, cuyo rostro aun no había dejado apreciar, y el cual, creo, no quería apreciar, por miedo de verme a mí mismo repitiendo de nuevo en voz alta mis antes calladas palabras.
En esos momentos empezaron a escucharse los rumores de la que en mi camino se divisaba como una lejana tormenta, en su lejanía, una casi inexistente tormenta, pero que ahora estaba sobre nosotros. ¡Maldito ambiente, el que se estaba creando¡, parecía como si un pintor infinito hubiera reunido y plasmado en su mejor y más real cuadro, todas las miserias, miedos y pecados que han aparecido, ha habido y se han cometido desde el inicio de los tiempos, para crear la más horrible obra, una obra que solo puede ser hallada en el alma más podrida...
“El par de saciados comensales no pudieron dejar de percatarse del bello candelabro que se alzaba sobre una gruesa repisa de madera enfrente suyo. Era uno de esos tesoros familiares que se valoran más por su antigüedad que por el valor en sí, aunque éste poseía ambas virtudes; era un candelabro de 6 brazos, que ascendían zigzagueantes hacia el cielo, como manos implorando el perdón de un Dios, labrado en fría plata, pero aunque de forma algo tosca, bello, siempre bella.
El brillo en sus ojos, del demasiado vino bebido, se mezclo y confundió con el de la ardiente avaricia, por lo que cuando los habitantes de la case se habían ido a dormir, y ésta se encontraba en una calma y silencio confesional, la trágica pareja se deslizó hasta la sala en la que se alzaba el mágico tesoro, que brillaba por el rescoldo de las brasas, que pronto exhalarían su tímido y último calor. La familia se hallaba en la temporal muerte de los sueños, sin saber que pronto se tornaría eterna.
La usurpadora pareja dio de beber del fuerte licor que usted esta noche ha probado, a cada centímetro de la alcoholizada vivienda, el cual mezclado con las nerviosas chispas de una yesca, hizo que de allí naciera una gran llama de suaves tonos azules y violáceos, que no tardarían en conquistar tan pequeño lugar, mientras el par de homicidas se encontraban ya lejos..... y pronto, muertos.
Las llamas no tardaron en ascender por las escaleras hasta las habitaciones superiores, como olfateando el aire buscando los inflamables cuerpos que debían envolver... (SIN ACABAR)
El relato está muy bien contado. Tienes una prosa extraordinaria. Me has tenido pegado a la pantalla del ordenador. Lamentablemente falta el final que espero encontrar por aquí. Una puntualización: el apóstol que murió crucificado boca abajo fue San Pedro. Espero encontrar el final. Saludos.