Había luchado hasta la extenuación, sus brazos estaban entumecidos, sus piernas sangraban por debajo de su armadura, y el pecho le oprimía tanto que apenas podía respirar. Cuando oyó aquél aleteo supo que era el fin, sabía que aquél demonio acabaría con su vida, que serviría de pasto para esa criatura. De pronto sintió que le alzaban por el aire, sintió unas garras que le sujetaban, su armadura chirriaba con cada movimiento, miró hacia abajo y sólo pudo
ver como la tierra se alejaba de su vista. Un escalofrío recorrió su cuerpo, conforme subían la temperatura bajaba, ya con los ojos cerrados sólo sentía, hasta que por fin perdió el conocimiento.
Cuando Sir McGeod se despertó, se encontró en una cueva oscura y fría, apenas podía ver, su cuerpo le dolía demasiado como para moverse, no se oía nada, sólo, de vez en cuando, el susurro del viento. Tras unos momentos sintió como poco a poco las fuerzas le volvían, era hora de levantarse. Tras varios intentos, por fin logró ponerse de pie, sus miembros apenas le respondían, y a duras penas se pudo quitar la armadura, quedándose sólo con la cota de malla como única protección, ya que si bien su armadura era una de las mejores que se podían encontrar, le restaba movilidad y en sus condiciones necesitaba tener libertad de movimientos.
Pensó qué dirección tomar, miró a su alrededor intentando saber por dónde se filtraba esa tenue luz, intentó orientarse, pero era imposible. Intentó tomar referencias, pegarse a la pared, pero siempre volvía al mismo sitio. Miró hacia arriba buscando algún hueco por donde escapar pero tampoco encontró ninguno. El pánico empezó a apoderarse de él, ¿cómo había llegado hasta aquí? ¿qué clase de magia infernal lo había encerrado en esta cueva?
De nuevo sintió que su cuerpo le abandonaba y se dejó caer apoyado contra la pared.
Algo le despertó, un ruido, ¿un trueno?, agudizó su oído
intentando volver a oírlo. Sí, otra vez, y otra, cada vez más
cerca. Intentó esconderse pero era imposible, de repente apareció,
era un magnífico dragón blanco, sus alas aun plegadas eran enormes,
su boca dejaban ver unos dientes fuertes, afilados, pero lo que más
llamó la atención a McGeod fueron sus ojos. Sus ojos no eran los ojos de una mala bestia, brillaban como nada en este mundo, denotaban una sabiduría ancestral y una bondad que ya quisieran para sí muchos humanos.
- "Humano" - llamó el dragón.
McGeod apenas podía creer que el dragón pudiera hablar, pero a pesar de todo no se movió.
- "Humano, puedo verte, la oscuridad no es una valla para mí" - continuó - "ven y acércate"
McGeod fue acercándose poco a poco al dragón.
- "Humano, soy Ert’se, el dragón blanco, jefe supremo de todos los
dragones, tengo que pedirte algo".
La voz del dragón era profunda, autoritaria, pero a la vez agradable.
- "Humano, como bien sabes, hay dragones que están matando, robando, secuestrando a los humanos, esos dragones son los dragones verdes de Rert’niso, no son poderosos entre nosotros y buscan hacerse fuertes a costa de los más débiles, en este caso vosotros los humanos, debes decirme dónde se esconden, y debes decírmelo ahora, tú eres el elegido, tú sabes dónde están todos, tú eres el guerrero humano que más dragones ha matado y tú eras quien se dirigía allí" - gritó.
Esta vez su poderosa voz sobresaltó a McGeod que incapaz de articular palabra asintió con la cabeza.
- "Bien entonces, ¿dónde se encuentran esos dragones renegados?"
- "En...en...la isla de...Ordín...en...en...el sur" - tartamudeó.
McGeod tartamudeaba, no por miedo, él nunca había
tenido miedo, sino porque estaba hablando ante un ser muy
superior a él y McGeod lo sabía.
Tras esta conversación, Ert’se lanzó una bocanada de humo
sobre McGeod, quedando éste inconsciente. Al despertarse McGeod, se
encontró en medio de un campo de maíz, en seguida reconoció los montes
que se encontraban a poca distancia de ahí, estaba en casa.
Muchos rumores hablan sobre lo que ocurrió en la isla de Ordín, pero nadie sabe a ciencia cierta lo que realmente ocurrió. Unos dicen que los dragones se volvieron locos de codicia y que unos acabaron con los otros, otros comentan que lo que pasó es que la isla se hundió con todo el oro que habían robado y
que los dragones, que tan bien volaban, eran pésimos nadadores y se
habían ahogado todos. Incluso, el mismísimo rey se aprovechó de esta
situación, pues proclamó que él y diez de sus mejores caballeros habían
ido a la isla de Ordín y habían acabado con los dragones y que sólo dos habían escapado y se habían llevado el botín consigo, esta proclama del rey la aprovecharon sus opositores diciendo que tal vez era cierto lo que decía el rey, pero que el botín se lo había quedado él, lo que produjo no pocas revueltas en los lugares donde los dragones habían actuado.
Tal vez la historia más romántica era la que decía que los señores del bien, habían transformado a los dragones en cipreses, esos que ahora guardan la entrada a las grutas de la isla, y que el botín había sido transformado en
piedra para que la codicia del ser que sea no volviera a este mundo.
Quien sabe, sólo los propios dragones saben la verdad, ¿no?
Una linda aventura, me pareció una historia de valientes, de poderes etc. MUY FINA.