Nunca faltan uno o varios calaveras que se sientan atraídos por jovencitas recluidas en internados. En este caso, no se trataba tanto de un internado como de un convento. Las fulanas que lo habitaban se preparaban para ser monjas. Le dedicarían la vida a Dios, no a alguno de los muchos truhanes regados por todos lados a las afueras de ese templo de recogimiento y contemplación.
Cerca del convento había una preparatoria regida por religiosos. La nombradía que deseaba mantener tenía que luchar siempre contra la mala fama que unos cuantos renegados le imprimían. Eran unos chicos que no podían ser metidos en cintura. No les interesaba el estudio porque atravesaban la edad en la que sólo desea descubrirse el continente del sexo.
Domingo destacaba entre los patanes ávidos de emociones húmedas. Era un tal por cual que amaba la bravuconería y día tras día oraba por el próximo fin de su virginidad. No se atrevía a ir a burdeles porque temía que las internas de ahí se burlaran de él. Su arrogancia era tanta, que no podía siquiera pensar en que una mujer le enseñara lo que un hombre hecho y derecho debe dominar sin ayuda alguna. No poco agraciado físicamente pero indigno del respeto de los demás, terminó por consagrar su vida a la conquista de una hembra que fuera tan virgen como él, una fulana a la que él le “enseñara” las cosas que había “aprendido” mediante videos pornográficos. Estaba claro que una chiquilla desconocedora de los placeres de la carne no se burlaría de un tigre que sabía disimular su verdadera condición.
La más hermosa novicia del convento era Mirka. Su extraordinaria belleza era comentada en voz baja por muchas hermanas. Pocos eran capaces de entender por qué había resuelto hacerse monja. Opinaban que un desengaño amoroso la había sumido en un estado de eterno arrepentimiento, de ahí que hubiera optado por el amor de Dios por considerarlo más puro y sincero que el de los hombres.
El comportamiento de Mirka era intachable. Nunca hubo una novicia más obediente y dedicada que ella. Aprendía enseguida lo que sus preceptores le enseñaban y, cuando no se hallaba encerrada en su celda, leyendo la vida de algún santo, escribía poemas misantrópicos. Hablaba poco y, en aras de la humildad, procuraba no mirar hacia arriba. Normalmente, sus ojos de excepcional atracción se mantenían dirigidos hacia el suelo. Los levantaba sólo cuando le sobrevenía un arrebato de misticismo. La hermosa novicia no era propensa a pasión alguna ni se daba cuenta de la envidia que alguna hermana le profesaba. Vivía para complacer al Todopoderoso. ¡Que Él la bendiga!
Pero Dios no es el único habitante invisible de los lugares donde algunos se dedican a adorarlo. Por otra parte, la belleza exquisita nunca puede pasar de largo. En la génesis de la tragedia tuvo que ver la contratación de León, un viejo sin expectativas que, tras haber perdido su empleo de zapatero, había vagado por ahí con la esperanza de morir repentinamente. Con todo, ni los elementos ni la maldad humana precipitaron su muerte. Continuó con vida, echando de menos su “reparadora de calzado” —que había ardido misteriosamente— y alimentándose como podía. La santidad de la Hermana Tómalos, superiora del convento, fue lo que privó a León de morir de frío y hambre en plena calle. Vio al hombre, se le acercó, le preguntó si era católico y, al recibir una respuesta afirmativa, le propuso emplearlo como jardinero en el convento. Bañado en lágrimas de gratitud, León aceptó.
El cuarto que le dieron se hallaba situado en las afueras del refectorio. No había manera de que caminara entre las monjas sin la autorización de la Hermana Tómalos. De no haber sido por una visión celestial que un día cualquiera visitó a León, su vida habría continuado cuesta arriba. Sin embargo, tuvo la fortuna —y la desgracia— de ver a Mirka. Tal fue su impresión, que involuntariamente cayó de rodillas y juntó las palmas de las manos. Mirka lo vio sin pestañear, sin externar emoción alguna y, tras bajar la cabeza, giró sobre los talones y se alejó. León atisbó los descalzos pies de la virgen. ¡Eran hermosos! Debían ser adorados con furor. León se imaginó prosternado ante la angelical figura, besando con religiosa exultación los tersos empeines. ¡Debía de ser una santa! O, mejor, ¡un ángel en persona!
León se obsesionó con Mirka. La veía con esa devoción a la que ceden los incautos que desde la infancia se han tragado los relatos bíblicos. Su espíritu se regocijaba cuando la imagen —a un tiempo gallarda y sobrecogedora— de Mirka surcaba su campo visual. Había que dejar de lado toda idea sobre la lujuria. León no podía pensar ya en eso. Él, por lo menos, así lo creía. Estaba seguro de que requería la proximidad de la santa para asegurarse un lugar en el Paraíso. No bien Mirka andaba cerca de León, éste abandonaba lo que estuviera haciendo y caía de hinojos, postura que no abandonaba sino hasta que la santa se iba. Cierta vez, la Hermana Tómalos lo pilló en acto de adoración. Lo llamó a su oficina y, al tenerlo enfrente, le preguntó por qué se arrodillaba al ver a Mirka.
—Es tan bella —dijo León—, tan santa, tan casta…
—No es a nosotros a quienes compete resolver sobre la santidad de una sierva de Dios —dijo la Hermana, aludiendo a una facultad exclusiva del Vaticano.
—Es santa —prosiguió León, en pose extática— y bella… Y casta…
—Pídale paz a Dios, León —repuso la Hermana—, y su exaltación sanará.
León se fue, nada dispuesto a olvidarse de la santa.
Domingo se habituó a faltar al colegio y a errar por las cercanías del convento. Su esperanza siempre era la misma: poner el ojo sobre una víctima ideal para su seducción. No había en su mente idea diversa de cortejar con rapidez a una novicia de mente más o menos abierta. Él no se tragaba eso de que hay mujeres que pueden vivir seguras de que jamás tendrán sexo. Más todavía, estaba convencido de que más de una polluela de las ahí recluidas añoraba ser tomada por alguien que no fuera Dios. Fumando como enajenado y descansando de vez en cuando bajo las copas de los árboles, Domingo invirtió muchos días en esperar toparse con la que, según él, haría realidad su sueño. Al fin, cierta mañana vio a Mirka. Un cigarrillo a medio fumar cayó de sus labios. Aquella niña era un manjar. La ridícula ropa que llevaba no impedía colegir que su cuerpo era soberbio. Ese cuerpo sólo merecía ser tocado, penetrado, mancillado, hecho trizas por un galán como él. ¡Sólo por un galán como él!
Se acercó subrepticiamente a la verja del convento, se aferró a dos barras de hierro y, sin poder parpadear, contempló a Mirka durante acaso dos minutos. Al perderla de vista, sintió que el corazón le daba un vuelco. Estaba loco por ella. Debía entrar ahí y salvarla de esa reclusión. Llevársela a un hotel colmado de privacidad, donde pudiera hacerla suya una y otra vez, de todas las formas imaginables, sin que nadie pudiera detenerlo.
Su presencia fue advertida por León, quien al punto soltó la guadaña y casi a la carrera fue a increpar al entrometido. Domingo se sobresaltó.
—¿Espiando? —preguntó León.
—¿Quién pregunta?
—Las Hermanas son puras —replicó el jardinero.
—¿”Putas”? —quiso entender mal Domingo—. ¡Ábreme, entonces!
—¡Sacrílego! —León tomó al chico por las solapas—. ¡Te digo que son puras!
—¡Puras putitas, será! —rió el irreverente.
León le propinó un empujón. De espaldas en el suelo, Domingo se juró que haría pagar al viejo aquel. Se puso en pie dificultosamente, fulminó con la mirada a León y, señalándolo con el índice, lo previno:
—Me las vas a pagar, ruco. ¡Me las vas a pagar!
Se fue dando zancadas. León, sin haberse tomado en serio la amenaza, no desanduvo sus pasos sino hasta que perdió de vista al grosero.
León no le habló a nadie sobre el encuentro que había tenido con Domingo. No quería alterar a la Hermana Tómalos, ni mucho menos a Mirka, quien debía gozar de paz absoluta porque era una santa. No obstante, que callara no implicó que olvidara el incidente. En ningún instante dudó que el joven volviera. Desde luego que su regreso no sería tan evidente como lo había sido su primera visita. Regresaría para cometer una bajeza contra alguna Hermana. ¿Qué tal si pretendía pecar aprovechándose de Mirka? ¡Que Dios no lo permitiera! Mirka no debía ser tocada por hombre alguno. Ninguna mancha debía caer sobre la majestad divina de su persona. Templos, altares y tronos divinos eran para Mirka. Ningún mortal la tendría jamás. Su pureza debía mantenerse siempre a salvo. Su castidad debía ser resguardada a toda costa. En suma, León se juró que de su cuenta correría que nadie en este mundo se atreviera a faltarle al respeto a la santa de su devoción.
Domingo era tan calavera que, un día antes de su faena, se dedicó a practicar estocadas con su navaja de resorte. La rutilante hoja amagaría a ese viejo imbécil, y serviría luego para amenazar de muerte a la linda novicia de pies desnudos. Ponerle la navaja al cuello, privarla de gritar, sacarla medio a la fuerza… Exquisitos eran los pensamientos que gobernaban la mente de Domingo. Su determinación para cometer rapto y violación y acaso asesinato era inquebrantable. Cuando se hizo de noche, abandonó su vivienda y se dirigió al convento.
Seguro de que el merodeador preferiría la noche para cometer su villanía, León se dispuso a no dormir con tal de tener bien vigilados los alrededores del convento. Hacha en mano, vagó como un centinela a lo largo de la muralla que circundaba los recintos donde Mirka y muchas otras le rendían culto al Señor. Estaba decidido a no dejarse vencer por el cansancio. De él dependería la paz de las monjas y, sobre todo, de Mirka. El tiempo pasó. No hubo eventualidades. Dieron las dos de la madrugada y León empezó a cabecear, a caminar vacilantemente. En un momento dado tomó asiento en el suelo y se esforzó por mantenerse despierto.
Domingo se descolgó por el tronco de un árbol. Atacó de puntillas el jardín y entonces divisó a León, quien dormía a pierna suelta, echado de costado, con un hacha como compañía. Domingo se congratuló de su buena fortuna. Se sintió contento de no tener que acabar primero con el viejo. No perdería tiempo buscando la celda de Mirka. Penetró en el edificio principal del convento a través de una ventana. La suela de goma de sus zapatos lo privó de hacer ruido. La oscuridad circundante, sin embargo, no le sería muy útil para abrirse paso sin delatar su presencia. Pensaba en qué hacer para contrarrestar la falta de luz cuando, de un puntapié, tiró al suelo un perchero de madera. Apenas hizo ruido. Temeroso, Domingo apretó el paso.
León despertó sobresaltadamente. El corazón le latía a marchas forzadas. Tardó unos instantes en serenarse. Cuando creyó estar en condiciones para seguir, aferró su hacha con ambas manos y enfiló al edificio principal, donde se hallaban todas las celdas. Entró cautelosamente y al punto encontró un quinqué. Lo encendió y lo mantuvo en alto. Fue directamente a buscar la celda de Mirka. Cuando oyó un gemido ahogado, se precipitó a una puerta entornada. Entró en la celda, que al instante se cubrió de la mortecina luz del quinqué. Mirka, desnuda, trataba de sofocar el ataque de Domingo, quien odió la interrupción. Desenvainó la navaja y trató de clavarla en el corazón del viejo, pero éste fue más rápido; eludió el navajazo y, sin soltar el quinqué, la emprendió a hachazos contra el intruso. Lo destazó.
Mirka perdió el sentido antes del comienzo de la carnicería. León, por su lado, no cometería la irreverencia de dejar aquel santuario bañado en sangre. Sacó a cuestas los pedazos de Domingo y los apiló en una esquina de su propio cuartucho, donde se armó con aperos para hacer la limpieza y con instrumentos que él solía usar en sus tiempos de zapatero. Volvió entonces a la celda de Mirka, encendió el quinqué y, luego de comprobar que la santa seguía inconsciente, se puso a trabajar. Limpió sangre y sesos y otros elementos serosos; un par de jergas acabó en una cubeta llena de jabonosa agua enrojecida. Acto continuo, León usó tiras de cuero para sujetar a Mirka con los brazos en cruz y las piernas abiertas. Ella volvió en sí y en vano trató de gritar, pues había sido amordazada con un trapo percudido de grasa para calzado. León pasó el resto de la noche trabajando con una gran aguja curva e hilo grueso para zurcir la piel de zapatos viejos.
Llegó el alba. Como Mirka se demorara en bajar a misa, la Hermana Tómalos acudió personalmente a descubrir el porqué del retraso. Se horrorizó al entrar en la celda. Perdió la voz para siempre, antes de poder gritar. Se quedó en el vano de la puerta, inmóvil, sin poder apartar la vista de los labios vaginales profusamente cosidos de la Hermana Mirka, muerta hacía rato.
A los pies de la santa yacía León, de rodillas. Interrumpió una plegaria para volver el rostro hacia la Hermana Tómalos.
—Ella es casta —dijo.