I
Conciencia aturdida. ¿Cuándo dejaré de preguntarme qué hago aquí? Partí persiguiendo objetivos tan nobles como inalcanzables. Jamás encontré las respuestas a mis preguntas. Eran ya siglos de dudas, estragos, confusiones e inexpugnables olvidos. Mi sangre había hervido alejándome de mi familia, mas no de mis orígenes. Iba en busca de verdades tan inhóspitas como lejanas a mi realidad. Las paredes que hoy me rodeaban, no se diferenciaban, para mí, a las de una prisión; tantas veces imaginada, tantas veces temida. Tenías razón papá, no debí partir. La insana lejanía de un alma afín a la mía me aterraba. Mi pecho no abandona su crónica contracción, a pesar de mis incontables intentos por dejarla.
II
Un siglo y medio antes de este episodio, se dice, llegó a tierras cercanas a las que albergaron mi nacimiento, un forastero. Se decía que era de parajes tan lejanos que sus padres eran despertados por la tímida luz de un sol distinto al nuestro. Se dijo que su Dios era distinto al nuestro también. Cumplía con rituales extrañísimos al despuntar el alba, al establecerse el sol en el medio del cielo, al ocultarse este mismo entre nuestros respetados apus. Todo era inmensamente misterioso e incompresible en el recién llegado. La comunidad tardó un poco para recibirlo en su seno, pero lo hizo con agrado y curiosidad. ¿Cómo era posible que alguien recorriera semejantes distancias persiguiendo una quimera? Los más audaces del pueblo, quienes fueron los primeros en cosechar su amistad, se lo preguntaban sin reparos ya, en las largas tardes de conversación a la sombra de los cipreses que poblaban la ladera que rodeaba el terruño. Todas estas historias y referencias, por supuesto, han sido recogidas, y ahora expresadas sin deducir el exceso que aporta la fantasía popular, el paso inexpugnable del tiempo y el asombro que causaron en mí.
Su nombre era incomprensible, contaba con sílabas tan extrañas como ibn o hyad, contaba también, con el doble de palabras que un nombre nuestro. Nunca nadie en el pueblo logró pronunciarlo bien. No tardó más de algunos años en ser convertido a Jayad, Miguel Jayad. Este nombre, tan criollo como las pretensiones que lo perseguían, se convirtió en el oficial –como consta en los casi incompresibles registros públicos de la época- y todos albergaron, como uno de los suyos, al amable forastero que había elegido nuestra tierra como fin de su periplo indefinido.
Con el paso del tiempo, Jayad se incorporó al ritmo de nuestra andinísima realidad. El ande, el idioma y el aire, pasaron a ser parte esencial de su espíritu. Amó tanto como nosotros las siembras, las cosechas. Las ceremonias, especialmente las dedicadas a la tierra, e incomprendidas aún por los colonos españoles, eran sus favoritas. El pueblo se volvió en parte de él, y él, en parte del pueblo.
III
Caminaba por estos parajes tan extraños para mí, la gente me miraba y no comprendía mis ropajes, mis intenciones, mis motivaciones. Sentí la probable inmensa soledad que sintió Jayad en mi añorado ande. Pero lo había logrado, ya estaba aquí. Ninguna pesadumbre podía lograr ahora alejarme de mis anhelos. Aspiré el extraño aire como mío; mi cansado cuerpo aprobó el calor que infringía el, ahora tan cercano, sol. Caminé por aquellas superpobladas calles como si las conociera de antaño. Consentí a algunos niños que me miraban temerosos a mi paso por la calle. Era obvio que no comprendían mis ropajes, mis adornos, mi andar, mi historia personal.
Una vieja calle, muy angosta, me abría el paso hacia el mar. Ese mar que seguramente cruzó Jayad tantos sueños atrás. Aquel mar que él cambió por nuestro congelado lago. Eran igual de azules. ¿Cómo no amar ambos? Ambos despertaban en mí la esencia de vivir, esa alegría inconmensurable que alimenta las ansias de los optimistas. Esa tibia sensación que persiguen los adolescentes. Esa razón de ser que persiguen los pretendientes en sus objetos de amor. Ese voluptuoso deseo que empuja a los amantes a romper barreras milenarias con tal de expresar humanamente, sus deseos. Posiblemente estas sensaciones tenían la misma intensidad que el consuelo que me prestaba ese mar. Tal vez, Jayad lo sintió también al ver nuestro sagrado lago.
¿Tuvo él esta sensación? ¿Sintió él mi hartazgo? El también huyó de su realidad. El también abandonó sus raíces. Encontró otras. Amó unas ajenas. Pero no, no es eso lo que yo ando buscando.
IV
Jayad asintió en cuanto le preguntaron si añoraba su tierra, sus raíces y su familia. “Pero esta es también mi tierra”, afirmó luego. En efecto, esa era su tierra, su raíz, su familia, desde el principio de los tiempos. Celebró tanto como los demás el inicio de la vida republicana, celebró tantas caídas de gobiernos militares como amigos y fortuna fue adquiriendo en su nueva vida. Se dedicó a practicar la medicina que había aprendido de centenarios maestros en su tierra de origen y en sus largas noches de viaje, leyendo escrituras tan antiguas como el mundo mismo. Nunca sus metodologías riñeron con las creencias andinas del pueblo, incluso, al cabo de algunos años, tenía a su orden, a varios miembros de la comunidad que practicaban la curación tomando en cuenta preceptos locales tanto como los que les enseñó Jayad.
Con la prosperidad, también llegó el amor. Un amor sano, sin pactos familiares inmemoriales o compromisos interesados. Un amor puro, que le fue brindado por Rosa María Torres, niña, perteneciente a una de las familias españolas más antiguas de la región. Había sido preparada toda su infancia para servir fielmente a un hombre. La prosperidad, buena apariencia y refinados modales de Jayad impresionaron a su familia. Vivieron juntos larguísimos y reposados años. Sus hijos fueron criados en las costumbres cristianas que proclamaba su madre. Jayad se hizo poderoso, respetado y hasta elegido intendente de la ciudad. Fue en la época que el primer ferrocarril viajó las rieles construidas al este, en el barrio de los españoles. Las primeras líneas de experiencia fueron marcando su afable rostro. Algunos brillos blancos pintaban ya su cobriza y enroscada cabellera. Había contribuido en la construcción e instalación del primer centro médico de la ciudad, que regentó por un largo período, hasta que la vejez y el cansancio lograron tumbarle eternamente en su vieja mecedora, donde todos se acostumbrarían a verlo y recordarlo, recostado, casi inmóvil, entregado por completo a sus placeres de lector empedernido.
Y allí sería donde la muerte lo encontraría, tranquilo, calmado. Con sus hijos alrededor y sus primeros nietos. La ciudad declaró duelo por tres días y el velorio tuvo una cantidad de asistentes nunca vistos en la región. Visitantes de pueblos cercanos acudieron a ver la muerte del próspero forastero que robó el corazón del ande. Del lago.
Jayad conoció los caminos intrincados que recorre el destino para encontrarse a sí mismo, conoció el dolor, la soledad, el amor. Los rumbos que tomó lo depositaron en el lugar correcto. Sabía que, desde cuando la tierra fue concebida, estaba destinado a morir así, allí, en esa mecedora, en medio de la nada. Esa nada que no lo detuvo jamás.
V
Yo nací siete años después de la muerte de Jayad, en el cuarto posterior al que cobijó su mecedora. Mi madre, Rosaflor Jayad, tuvo a bien contarme la historia de su padre desde mis tiernos primeros días de conciencia. ¡Oh conciencia! ¿Por qué me martirizas ahora con esta soledad? El mar la ha calmado un poco, puede o no ser mi destino tan próspero como el de Jayad, o tan aciago como los que leí a García o Borges. El poder, la fuerza y la terquedad andina adquirida por Jayad me alimentan, me llenan de valor para recorrer mi historia sin hacer preguntas de más. Puede o no que encuentre esa felicidad. Pero este mar me conforta y el aire que comparto con Jayad me llena de pasión por la vida, por la distancia, por el olvido, el recuerdo, la angustia. ¿Seré yo igual a él? Mi origen está aquí, y allá. Por fin lo encontré, en lugares tan disímiles como distantes. La vida nos da vueltas incompresibles, pero siempre para dejarnos en nuestro justo lugar.