No era una noche cualquiera, hacía mucho frío. Se escuchaba el viento que hacía sentir su silbido amenazador, colándose por alguna rendija de la ventana. La puerta de zaguán se sacudía con crujidos extraños. No me podía dormir, sentía ruidos extraños, y un miedo que iba en aumento.

Miré hacia la ventana; los postigos se golpeaban con fuerza, dejando que la lluvia tintineara en los vidrios.

Me pareció ver una sombra, una figura que se acercaba a la ventana, intentando mirar hacia adentro. Llamé a mi madre que me tranquilizó y me dijo: “no es nada, sólo el viento”. Sé que ella no creyó en lo que me decía, pero se quedó a mi lado y eso me dio seguridad. Se acostó conmigo, y me pidió que me durmiera. Cerré los ojos, pero no dormí. Ella sí. Y vi otra vez a la sombra, pero esta vez en nuestro cuarto, al lado de mi cama.

No pude gritar, o no quise, apreté los ojos para que pareciera que estaba dormido. ¿Y mi madre? Tenía que hacer algo. No podía. Intenté imaginar que corría, pero no podía mover las piernas, estaban como duras, paralizadas. Tampoco sentía los brazos. La sombra levantó su mano, algo brillaba en ella.

Ya no tenía miedo, sabía que estaba soñando y que podía despertarme cuando quisiera, así que decidí esperar.

Decidí abrir los ojos; estaba sudando, miré con terror hacia los lados y por fortuna no había nadie en mi cuarto. Me levanté rápidamente; ahora más tranquilo, y fui hacia la ventana para ver a través de los vidrios a una sombra que corría con la cartera de mi madre en su mano.