Siempre que Lippman no hubiera llegado a la universidad, la arrogancia de Montero hubiera seguido siendo tolerable. Ciertamente, nada resulta más gratificante que ser el mejor y no contar con competencia alguna. Antes de que Lippman se sumara a las filas de la Facultad de Medicina, Montero había sido el único no sólo en aprobar con las máximas calificaciones las materias teóricas, sino también en destacar como nadie en la práctica. Lo envidiaban, pues alrededor de los mejores suele figurar una gavilla de acomplejados que, por más que lo intentan, son incapaces de sobreponerse a su condición de segundones.
El carácter de Montero tenía mucho que ver con la tirria que sus condiscípulos se habituaron a manifestarle. Como se sabía autosuficiente, Montero gustaba de demostrar que no necesitaba la ayuda de nadie para hacer lo que demandara la evolución de la medicina. Estudiaba a solas y, cuando no se había sentido suficientemente satisfecho a la hora de abrir en canal algún cadáver, se las arreglaba para que, por las noches, le permitieran encerrarse en el anfiteatro y pasar horas alegres e insomnes en medio de numerosos despojos humanos. Los otros jamás se aventurarían a molestarlo en las noches, menos aún cuando él se hallaba paseando entre planchas ocupadas por cadáveres apergaminados y, aparentemente, sin pasado alguno. Pero, no bien llegaba el nuevo día y Montero se hacía presente en las aulas, listo para revelarse, una vez más, como el alumno más estudioso tanto de la generación como de la Facultad toda en muchos años, no faltaba quien le deslizara comentarios mordaces. Montero se limitaba a ignorar a sus enemigos, o bien, a dejarlos callados mediante réplicas tan ingeniosas como soberbias.
El principal defecto de Montero consistía en la imposibilidad de pensar siquiera en compartir su cetro con otra persona. Cuando vio que Lippman, recién llegado de Alemania a causa de un intercambio estudiantil, era presentado a la clase como un nuevo compañero, tuvo una corazonada no bienvenida, que con el paso de algunos días se volvió una triste realidad. Lippman era un genio, un individuo sorprendentemente versado en medicina y cirugía. En particular se le facilitaba la práctica de la disección; no importaba cuán endurecida estuviera la piel del cadáver, o cuán difícil pudiera ser insertar el bisturí en zonas particularmente sensibles. Lippman se lucía a la hora de hacer todo aquello que tanto los profesores como sus condiscípulos le pedían. Su presencia acabaría causando asombro en toda la Facultad; a la larga lo invitarían a dar conferencias, a publicar artículos en revistas especializadas, a ser suplente de profesores de difíciles asignaturas. Desde luego que nadie se atrevía a dudar que, en el futuro, Lippman se convirtiera en el más brillante cirujano de la historia de la medicina.
Montero no vería con los brazos cruzados cómo, con grosera naturalidad, Lippman lo desplazaba del envidiable lugar que con rapidez se había granjeado. No tardó en mostrarse poco cortés ante su rival; aparte de no contestarle jamás un saludo, procuraba ponerlo en ridículo ante los docentes, supuestamente corrigiéndolo al momento en que el otro pronunciaba un término técnico. Lippman no montaba en cólera cuando su condiscípulo se empeñaba en hacerlo quedar mal. A decir verdad, no se esforzaba para no tomar en cuenta a Montero, quien advirtió a la postre que, si no hacía algo pronto, su fama de imbatible estudiante se iría al Infierno. Como aún faltaban dos años para que concluyeran los estudios de la carrera, habría que actuar en breve a fin de que Lippman no viera más remedio que largarse.
La admiración que produjo Lippman no fue meramente académica. Dotado de notables características físicas, pronto atrajo constantes miradas femeninas. No había pasado aún un mes desde su llegada a la Facultad, cuando ya tres o cuatro condiscípulas se peleaban con tal de gozar, ininterrumpidamente, de la compañía del teutón. Dado que Lippman, pese a sus habilidades como estudiante, no dejaba de ser humano, cedió al deseo de aquellas mujeres. Escogió a Ruth; era la más hermosa de las alumnas, y su fama de perdida se había extendido por toda la universidad desde hacía varios años. Además, sentía debilidad por los extranjeros. El caso es que Lippman y Ruth se hicieron novios. Lippman se mudó al departamento de ella y se habituó a poseerla.
Montero despreciaba a las mujeres. Había empezado a hacerlo tras una malhadada relación con una desgraciada que, al igual que todas, había hallado la forma de divertirse un rato con él, para luego descontinuarlo con la mano en la cintura. Ahora bien, como notara la pasión surgida entre su rival y Ruth, decidió ocuparse de ésta para que aquél, por despecho, decidiera regresar a su patria.
El único sitio al que Ruth iba sola era la biblioteca. Ahí, sentada ante una mesa iluminada por una lámpara de pantalla verde, fingía estudiar, pues en realidad examinaba grabados de cuerpos masculinos viviseccionados, con tal que su imaginación la condujera a escenas ardientes, de las que, desde luego, Lippman nunca estaba ausente. Ruth llegaba a cerrar los ojos y a suspirar, a riesgo de ser reprendida por un vecino enfrascado en el estudio. Cierta noche, Montero entró en la biblioteca, vio a Ruth, tomó asiento a su lado y empezó a hablarle en susurros. Ruth le dio a entender que no quería compañía, y al final guardó sus libros y, sin decir esta boca es mía, se marchó, segura de que se encontraría con su adorado en las afueras de la biblioteca. Tal era el plan de Montero: él sabía que Ruth y su rival se iban juntos al departamento de aquélla. No bien la chica salió, Montero la abordó y la rodeó con los brazos. La sorpresa impidió que Ruth se moviera; con los ojos abiertos como platos, se mantuvo estática mientras Montero, en contra de su voluntad, le acariciaba los brazos y le besaba el cuello. Lippman vio esos besos y se percató de que Ruth no movía un dedo con tal de impedirlos.
Intoxicado de rabia, el alemán se encaminó hacia la pareja. Ruth lo vio venir, y en ese momento reaccionó como debió haberlo hecho desde el principio: se desasió del abrazo de Montero y, al ritmo de imprecaciones, se alejó de él con rumbo a su amante, quien, lejos de recibirla en sus brazos, la apartó de un empujón. Ruth caía al suelo mientras Montero se disponía a sofocar el ataque del enfurecido amante. Montero no sabía pelear; pensó en correr, pero en cuanto desplazó un pie fue aferrado por las solapas. Lippman, al tiempo que maldecía en alemán, sacudió a su oponente durante acaso un minuto, en cuyo transcurso aquél no supo qué hacer, salvo esperar que aquello no pasara a mayores. Pero pasó. Tras las sacudidas vino un puñetazo; la diestra de Lippman saludó a la mandíbula de Montero, provocando un ruido seco y exclamaciones de alarma por parte de algunos mirones, entre los que se incluía Ruth. El golpe atontó a Montero, quien, a punto de desmayarse, trató inútilmente de reaccionar. Le fue imposible. Lippman lo mandó al suelo de un empellón.
Montero despertó en la enfermería, donde fue tratado con displicencia. Nadie dudaba que él mismo hubiera propiciado el altercado, con tal de poner a su rival en posición para que lo enjuiciara un tribunal espurio con que contaba la universidad. Tras ponerse en pie, Montero demandó noticias sobre su atacante. Nadie le hizo caso. No tuvo que indagar mucho para enterarse de que la trifulca había sido atestiguada por un par de profesores. Excelente, pensó. Se dirigió al mentado “tribunal”, donde denunció la afrenta que se había cometido en su contra. Lippman fue emplazado y, cuando llegó el día de la audiencia, tanto él como Montero comparecieron ante los “magistrados”. ¿Quién había empezado? ¿Por qué, sobre todo? Montero alegó que, de pronto y sin mediar causa, Lippman lo había agredido, con una fuerza tal que en los nudillos de este último había quedado una cicatriz perceptible. Los juzgadores contemplaron críticamente la cicatriz. Lippman no hizo el menor intento por desmentir a su rival; en su mente sólo había lugar para el recuerdo de lo que había visto. Ruth y otras quince personas testificaron contra Montero; ahora bien, como nadie pudo negar convincentemente que Lippman hubiera empleado los puños con ventaja, resultó que para ambas partes habría un severo castigo. Los expulsaron de la universidad.
Lippman se empeñó en no creerle a Ruth, quien trató de convencerlo de que ni por error había intentado engañarlo. El alemán, sin decir palabra, empacó y volvió a su patria, que abandonaría pocos años después con rumbo desconocido. Por su lado, Ruth tuvo aventuras con un par de calaveras, quienes la volvieron adicta a la marihuana, droga que acabaría por provocarle un infarto en un antro de mala muerte, año y medio después de que Lippman la abandonara.
En cuanto a Montero, sufrió un colapso nervioso luego de la expulsión. Como su familia rehusara cuidarlo en virtud de que el infeliz siempre había sido particularmente patán con ella, pasó una temporada en una clínica estatal, siendo más o menos cuidado por enfermeras indolentes. Una vez recuperado, intentó sin éxito que lo recibieran de nuevo en la Facultad. Desesperado, recorrió otras universidades donde se impartía medicina, pero las encontró demasiado corrientes para alguien tan talentoso como él. Con tal de sobrevivir mientras le era posible recobrar su gloria académica, se puso a trabajar como asistente de veterinario. Una vez, aprovechando que su patrón no estaba, operó a un perro como si se tratara de un ser humano; en consecuencia, el perro murió, y sus dueños, hartos de cólera, demandaron al veterinario y ganaron el juicio. El veterinario quedó en bancarrota y perdió su reputación. A modo de venganza, se alió con un abogado para inculpar a Montero de extorsión, robo y otros cargos. Hallado culpable, Montero fue sentenciado a varios años de prisión. Compartiría la celda con un par de asesinos, un pedófilo, un secuestrador y un violador. A nadie le gustaba oírlo cuando rogaba a gritos que lo cambiaran de celda. Las cosas que le hicieron lo obligaron a detestar el cuerpo humano. Si no fuera porque, una vez, lo degradaron hasta el punto de dejarlo en coma, jamás lo hubieran sacado de aquel agujero.
Terminó su condena con anticipación, gracias a un defensor de oficio cuya juventud lo movía a creer en la justicia y otras falacias. A decir verdad, se valió de un tecnicismo para que liberaran a su cliente. En fin, Montero se vio de regreso en las calles. Parecía haber envejecido veinte años. Daba pena ponerle los ojos encima, pasar junto a él. Nadie quería emplearlo. Lo rechazaron tres tiendas de autoservicio y dos laboratorios fotográficos. Volvió a su universidad, donde, para su sorpresa, descubrió que en la Facultad de Medicina seguía el mismo director de antaño. Logró tener una audiencia con él; con lágrimas en los ojos le pidió, le suplicó que lo ayudara.
—Ya no tengo nada —decía—. Lo único que quiero es trabajar. Tal vez ahorre para que no me entierren como a un perro. ¡Ayúdeme, doctor!
El doctor, no tan apiadado como deseoso de ahuyentar a aquel lastimoso espécimen, hizo un par de llamadas para que Recursos Humanos le diera un hueso al perro que lo solicitaba. Montero fue feliz cuando lo contrataron como encargado del anfiteatro. Era, más que un encargado, un velador. Tenía prohibido tocar los cuerpos. Su labor consistía en asegurarse de que nadie entrara en el recinto durante la noche. Hacía por lo menos un año, una partida de estudiantes dementes lo había hecho para robar cadáveres, que luego fueron hallados en la carretera libre a Guadalajara, destazados y dispuestos curiosamente. La única arma de que disponía Montero era un disparador de gas lacrimógeno.
Ocuparse del anfiteatro hizo que Montero se acostumbrara a recordar sus tiempos de estudiante. Cierta noche reconoció el rostro de Ruth en una pila de cadáveres; estaba endurecido y acartonado. Montero escupió sobre él. Quizá para sentirse más familiarizado con aquellos tiempos que le gustaba recordar, se habituó a vestir una bata durante sus rondas. Soñaba despierto que era todo un doctor, quien pasaba entre las mesas de disección para corregir los errores cometidos por los estudiantes. Al percatarse de que estaba solo entre despojos humanos, tomaba asiento en un banco y sollozaba.
De pronto, una palomilla de alumnos poco aplicados vio en Montero a la víctima perfecta de una travesura. Habían notado que, al parecer, el viejo velador no se atrevía a tocar los cadáveres, de ahí que lo creyeran temeroso de la muerte. Luego de ponerse de acuerdo sobre el mejor modo de darle a Montero el susto de su vida, la palomilla puso manos a la obra.
Durante las clases, Montero era visto en una silla ubicada en un rincón. Ahí dejaba pasar el tiempo y en ocasiones se quedaba dormido, estado del que era sacado sin amabilidad cuando sus ronquidos competían con la cátedra de algún profesor. Cierta vez, aprovechando que Montero dormía, dos miembros de la banda le mancharon la bata de yodo, de modo tal que una parte del líquido salpicara el rostro del durmiente. Montero volvió en sí y, perplejo, advirtió las manchas y se asustó un poco.
—Disculpe —dijo uno de los traviesos—. No me fijé. Présteme su bata y se la limpiaré enseguida.
—No es necesario —balbuceó Montero, poniéndose en pie.
—Insisto —replicó el patán.
Montero vio cómo se llevaban su bata y, confiando en que se la devolverían al rato, volvió a sentarse, fingió preocuparse por lo que pasaba a su alrededor y, al cabo de cinco minutos, se durmió otra vez. Cuando despertó, se vio solo y advirtió que su bata, perfectamente limpia, figuraba en una silla ubicada junto a la suya. Sintió hambre, decidió ir a comer antes de que comenzara su labor nocturna. Regresó a su puesto a las ocho de la noche, cerró con llave las puertas, encendió unas cuantas luces tenues y se caló la bata. A las afueras del anfiteatro, los traviesos se desternillaban de risa, recordando lo que habían hecho y suponiendo cómo reaccionarían cuando oyeran los alaridos de Montero, quien ignoraba que el profesor de aquellos rapaces les había enseñado a hacer amputaciones.
Montero notó al punto que había peso en el bolsillo derecho de su bata. Se extrañó porque él no solía poner nada ahí. Se detuvo en medio del recinto, metió la diestra en el bolsillo, tocó algo duro, que parecía tener una forma peculiar. Sacó su hallazgo a la luz. No pudo gritar porque lo fulminó un infarto.
Los pandilleros se hartaron de esperar. Abrieron como si fueran ladrones profesionales y entraron en tropel en la sala llena de muertos. Comprendieron por qué Montero no había gritado, por qué no gritaría nunca más. Se encontraba tirado de espaldas, justo en el centro, abiertos los ojos, entornada la boca, con una mano amputada sobre su pecho, una mano grande, fuerte y muy, muy blanca. En sus nudillos se apreciaba una rojiza cicatriz.