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~Habían transcurrido muchas horas de inútil andar por hostiles paisajes carentes de flora y fauna. Nada era reconocible en su entorno y Pedro pensaba, con significativa dosis de abandono, que se aproximaba el fin, pues el hambre y la sed resultaban ya irresistibles. Su cuerpo osciló luego de un detenimiento voluntario, de un stop de su conciencia; se tambaleó pronunciadamente como un beodo y cayó de espalda sobre los pastos secos.
-Dios, no puedes abandonarme! -vociferó, aplicando la potencia máxima de su flaqueada voz. Estuvo unos minutos contemplando el firmamento que comenzaba a expulsar las estrellas y a reflejar la pobre escenografía del lugar.
Pedro se incorporó y fijó la mirada a la distancia, descubriendo un monte que proponía una suerte de continuidad tras su lomo. Caminó hacia allí con paso lento y penoso, intentando contrarrestar la oposición del ascenso y la intención desertora de sus piernas y espalda.
-Dios, dame fuerzas -suplicó Pedro, cuando ya le costaba levantar la cabeza para seguir adelante.
Después de una hora de andar, a no muchos metros de la cima, volvió a tomar conciencia del entorno y la situación (que había preferido evitar valiéndose de una alternativa, podría decirse, onírica). Vió una luz que allá arriba titilaba. Inmediatamente una invasión de nubes oscuras se apoderaron del cielo y un violento rayo, anunciado por explosivos truenos, se dibujó en las alturas bocetando un enorme dedo indicador. Pedro alzó su semblante y descubrío la imagen:
En la cima había un hombre colgado con los brazos abiertos y la cabeza gacha. Entendió inmediatamente que el premio de tanto sufrimiento había llegado. ¿Estaba viendo, con sus propios ojos, lo que muchos hubieran querido presenciar desde hace más de dos mil años?
Una llovizna copiosa comenzó a filtrarse por sus cabellos y a acariciar su rostro, mezclándose con las incontenibles lágrimas. La visibilidad era escasa y prefirió imaginar. Imaginar las manos y los pies horadados por la injusticia de una sociedad impía; el costado hendido por el arbitrario juicio de una lanza incrédula; la corona de espinas condecorando la grandeza y la abnegación de un hombre único.
Hallando vigor sobrenatural Pedro corría con la cabeza baja, protegiendo sus ojos de la garúa persistente y de tanto en tanto dirigía una mirada al soslayo para mantener en andas las emociones, considerando que sólo el tacto, el abrazar al cuerpo sufrido, podría brindar la salvación de su alma, sin importarle lo que el destino después le depararía a su cuerpo.
Llegó hasta la figura pero un violento sentimiento de culpa lo invadió súbitamente y no le permitió alzar la mirada. Un conteo progresivo resonaba en sus oídos como si ese round de su vida determinara el final, noqueando al fin la carga de sus pecados. Sólo rodeó con sus brazos los pies pendientes, clamando, sufriendo, agradeciendo. Se sentía elevar, como si su alma recogiera lo fructífero del suceso.
-Señor, límpiame, Señor! -exclamó en una plegaria desgarradora, que concluyó con su voz afinada por la angustia
Sentíase en las alturas, cuando de repente se precipitó recibiendo sobre si el peso de un cuerpo muerto.
-¡Qué hacés! -Escuchó como la severa voz de su conciencia, acusándolo por el descuido, por la torpeza de agredir una vez más en la historia, al que vino a dar su vida por la humanidad. Se postró sobre el cuerpo, dispuesto a clamar por su perdón, cuando la voz se manifestó ahora más sentenciosa.
-Salí de encima idiota, dejame terminar -dijo el hombre, incorporándose rápidamente y quitándose los pastos mojados de su enorme contextura. El musculoso se volvió a colgar de la barra y con el mismo tono seco y resonante contó:
-Ocho, nueve y ... diezzz.
Al concluir la serie, desató de su cintura una toalla y se secó la transpiración del rostro y las axilas. Miró a Pedro con maligna indiferencia y de un empujón lo hizo a un lado. Claro, estaba comenzando a diluviar y deseaba ir a su choza para resguardarse.
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