Ensimismado en mis tareas culinarias rápidamente me encontré, en esa esquina del recuerdo, picando la misma cebolla, en esa cocina de Bleriot. Las mismas lágrimas se trasladaron con la magia del pensamiento y....
Una vez mis tareas terminadas y revisadas con una proligidad y severidad por mi tía Berta, extrañamente me sentía invadir por una felicidad aún desconocida. Las travesuras de niño se trasladaban, en esos días fríos de invierno, al lugar más privilegiado por mis fantasías. Ese lugar no era otro que la hogareña cocina. Allí te vi nacer.
El ambiente transformaba todos mis sentidos, en su interior me sentía protegido y absorbido, al mismo tiempo, por el vapor de los manjares (humildes manjares) que allí preparaban con esmero y dedicación tú y mi madre. Ollas y sartenes parecían divertirse aprestando, carne, legumbres y especias que inundaban ese rincón de exquisitos olores. Había allí una magia y una sensualidad, difícil de describir para un mocoso de apenas nueve años... sin embargo...
En ese lugar tú no eras la extraña, parecías incorporarte a toda nuestra intimidad familiar. Me encantaba esa presencia tuya. Tu carita tristona, tu pelo recogido y guardado estrictamente en un cintillo blanco y esos ojos que se paseaban entre tonos verde y azul, me fascinaban. Mi profunda admiración debió ser siempre un secreto muy bien guardado, no fuera a despertar los diablos del curita Juan y ganarme un sermón que me dejaría a las puertas del infierno.
Así buscaba necesariamente entretenerme en su interior, para llenarme de tu presencia. Paseando mis autitos y disimulando mis precoces deseos, conque el diablo atizaba mi mente, chocaba repetidamente con tus hermosísimas piernas de las que me regalaba al momento de alzar la vista, buscar tus bellos ojos y tratar de disculparme de mi tonta distracción. Tú parecías ausente, mi madre, sin embargo, repetía una y otra vez: —deja de joder chiquillo— y me empujaba lejos. El incidente podía repetirse máximo una vez más, sino recibiría un coscorrón y de seguro tendría que abandonar la cocina.
Parecías, extremadamente feliz, a pesar de todas las tareas que debías efectuar a tan corta edad. Catorce o quince años, creo le entendí a mi madre en una conversación con mi tía Berta. —¿porqué Fresia no va a la escuela mamá?— pregunté, con toda la inocencia de mi congoja. Había pensado que podríamos ir al colegio juntos, luego me asustaba al pensar que encontraría otros chicos de su edad y que dejaría toda mi alegría trunca, por algo que no llegaba a comprender. Sabía que me gustaba, pero.... Mi madre por toda respuesta, me daba a probar un poco de los manjares que allí se preparaban.
Pasaron otros cinco años en que ese ritual se siguió repitiendo, hasta que un lamentable día, los autitos y el hecho de refugiarme en la cocina y chocar con las piernas de Fresia, no satisfacían ninguna explicación. Tuve que cambiar de tácticas y tuve que osar otras prácticas de acercamiento. Fresia, cada día más bella, sufría de su soledad puesto que la severidad des sus patrones, era casi más estricta que la que practicaban hacia sus propios hijos, y valla que estrictos que eran. Ese mismo hecho, creo vino a facilitar un cierto acercamiento dentro de un secreto muy bien guardado. Mi ansiedad y los escasos momentos en que podíamos estar solos, me llevaba a relaciones bruscas, nerviosas y bastante atrevidas. Fresia, por momentos se sentía incómoda, pero parecía apreciar esos juegos. Cuando cumplí mis quince años, corrí a su lado y le pedí un beso de regalo en la boca. Mientras mi corazón parecía arrancarse de mi pecho le dije:
—apúrate por favor Fresita— Con todas las precauciones del caso, nos besamos con toda intensidad.
—Gracias Fresita, es el mejor de todos mis regalos—
Con los quince años, nacieron otras espectativas y otras inquietudes. Las chicas del barrio también habían crecido y las risas nerviosas que intercambiábamos a menudo, me fue alejando de mi cocina. Un día, entré corriendo a contarte que parecía que estaba pololeando. Mire tu linda carita y advertí una sensual y tierna lágrima humedecer tu rostro. —¿qué te pasa? Te pregunté retrocediendo asustado. Nada, Jimicito, ¡no ve que estoy picando cebollas!