Yo sentía que esa anciana me estaba robando mis años de juventud. Me ocupada de ella noche y día, pues esa vieja no podía valerse por si misma dado que era inválida e invidente.

Cada tarde la llevaba a dar un paseo en su vieja silla de ruedas a un solitario solar abandonado, que estaba junto a un inclinado y umbrío barranco, mientras ella, como siempre, me atormentaba con su canto. Parecía estar loca, desquiciada. Cantando por lo bajo canciones sin sentido alguno.
Cada día que pasaba, se me hacía más largo y pesado. No podía con mi vida. No podía seguir así. Sólo era su esclava, vivía para ella, para satisfacer sus necesidades.
Yo no sabía que era la vida, que era la diversión. Me sentía atrapada, esclava de una amargada anciana. Yo no me merecía seguir así.
Él invierno había llegado. Los árboles desnudos como mi alma, rodeaban la ciudad.
La llevé al descampado como siempre. Pero esa tarde fue diferente. Yo no aguantaba más. Me sentía furiosa, furiosa conmigo, con la vieja y con todo el mundo. Entonces, una impotencia e ira logró dominarme por completo.
Me acerqué al lóbrego precipicio, cerré los ojos, aguanté la respiración por unos instantes y sin más pensarlo, empujé la silla de mi abuela con ella en su interior, dejándola caer por el barranco, cuando su habitual amargo canto, que como siempre acompañaba nuestros paseos, se convirtió en un intenso e infinito bramido de sufrimiento que anunció su muerte.

Más nunca he vuelto a dormir una noche entera y conciliar el sueño es un milagro.
Suelo despertame en medio de la noche perturbada por sonidos sin sentido, atrapados en mi mente. Sí, por el canto de mi abuela, que dudo en paz descanse.
He tomado de todo, desde pastillas hasta hierbas tranquilizantes para dormir, aunque en el fondo bien sé que jamás encontraré una medicina que cure mis remordimientos. Y que estos me acompañaran hasta más allá del JUICIO FINAL.

^-^ Rebeca Rodríguez Martín ^-^