El Ejército del Norte, con varias derrotas a cuestas, procuraba reagrupar sus desmoralizadas y desquiciadas huestes de modo de proseguir con la campaña militar que, hasta el momento, había sido adversa a las armas patriotas. El general Belgrano, por expresas instrucciones del Director Supremo, fue relevado del cargo de comandante y reemplazado por José de San Martín recientemente arribado a Tucumán para cumplir una misión reorganizadora. Si bien Belgrano quedó en funciones como segundo jefe, los numerosos errores tácticos que había cometido, de los que resultaron sendas derrotas frente a las tropas españolas, ya habían menoscabado su prestigio ante la oficialidad. No obstante ello, San Martín guardaba un enorme respeto por él, más por su condición de eminente hombre público de intachable conducta que por sus deficitarias dotes como jefe militar. El brillante abogado e intelectual, puesto a general por urgencias de la Revolución, había dado sobradas muestras de patriotismo, entereza y desprendimiento, a pesar de sus ostensibles limitaciones como soldado. San Martín, hombre de armas de la cabeza a los pies, valoraba las virtudes de Belgrano y, frente al Estado Mayor, procuraba disimular sus falencias.
El creador de la bandera era un hombre de rasgos suaves, piel rosada, cabellos rubios, ojos claros y voz atiplada. Según refiere Mitre en la insoslayable biografía que escribió sobre el prócer, Belgrano era débil de cuerpo, manso de naturaleza, blando y amable por temperamento. A San Martín, en cambio, lo describe como un guerrero nato, de una voluntad inflexible y de una gran perseverancia. Ante tal contraste entre ambas personalidades, pocas dudas caben acerca de cuál de ellas se adecuaba mejor al arquetipo militar, a la ruda vida cuartelera y a los atroces combates cuerpo a cuerpo que se libraban por entonces. Así venían moldeados los principales lugartenientes del ejército libertador en vías de reestructuración, entre los que ya se destacaban por diferentes motivos dos oficiales superiores, Gregorio Aráoz de Lamadrid y Manuel Críspulo Bernabé Dorrego.
Dorrego había dado sobradas muestras de arrojo, capacidad de mando y talento estratégico, atributos puestos a prueba en recientes batallas. Sin embargo, tenía un modo de comportarse que le provocó numerosos sinsabores a lo largo de su carrera político-militar. En efecto, el hombre era muy chacotero y le gustaba burlarse de todo el mundo. No perdía oportunidad para hacer pullas, aun en ocasiones inapropiadas. Una de éstas se presentó, precisamente, estando reunidos los principales oficiales en el cuartel general, cuando, en una suerte de ensayo San Martín ordenó que cada uno, a su turno, repitiera las voces de mando instruidas para uniformarlas frente a la tropa. Al tocarle a Manuel Belgrano interpretar la consigna, su aguda voz de pito provocó la mofa de Dorrego que, con particular habilidad para las imitaciones caricaturescas, provocó un ruidoso estallido de hilaridad entre los hasta entonces circunspectos militares, quedando el ilustre general abochornado frente a sus pares. San Martín, furioso con su atrevido subalterno, golpeó la mesa de campaña con un candelabro y le señaló, con el ceño fruncido, la puerta de salida. Ignorando la gravedad de la falta cometida, el bromista desubicado no pudo contener la risa. Manuel Dorrego, por causa de este incidente, fue confinado durante una temporada en un reclusorio de Santiago del Estero. No era la primera vez ni sería la última que se lo castigaba por divertirse a costa de los demás.
Algún tiempo antes de esta anécdota, para amenizar la rutina cuartelera, había provocado otra situación equívoca que derivó en impensadas y trágicas consecuencias. Parece que Dorrego, en tren de juerga, había fomentado la animosidad entre dos de sus lugartenientes más jóvenes, consiguiendo con su prédica insidiosa que surgiera una fuerte inquina entre ambos, víctimas ignorantes de su perversa ocurrencia. Cuando el coronel barruntó que había llegado el momento de desmontar la falacia que alimentaba la agresividad mutua, ya era demasiado tarde: los muchachos, envenenados de tirria uno con el otro, se habían batido a duelo lejos de su presencia, recibiendo ambos graves heridas que los alejarían para siempre del servicio militar y, también, de la vida normal. De resultas de esta temeraria chanza, Dorrego fue sancionado con gran rigor y por ello no intervino en el combate librado en el campo de Ayohuma, con cuya participación el desenlace tal vez hubiera sido otro. Había demostrado ser una pieza estratégica en la batalla de Tucumán, en la cual la división a su cargo, con habilidad, presteza y valor, cambió la relación de fuerzas que se presentaba favorable al adversario realista.
Con posterioridad, otros incidentes habrían de jalonar la singular trayectoria del coronel Dorrego. Entre los más resonantes debe ubicarse la revuelta que promovió –o mejor dicho, que le atribuyeron- contra el Director Supremo Juan Martín de Pueyrredón. Este episodio le significaría afrontar la severa pena de exilio y de reclusión en una lejana isla del Caribe. No está claro si Dorrego conspiró en contra del gobierno o, como lo indican ciertas evidencias, fue víctima de una trampa pergeñada por el doctor Gregorio García de Tagle, su rival en el círculo de hombres de confianza de Pueyrredón. Lo concreto es que, a la hora de acusarlo, de apresarlo y de expulsarlo salieron a relucir los antecedentes negativos ya mencionados. El decreto oficial que “lo destierra para siempre de las Provincias Unidas” describe a Dorrego como una persona “insubordinada, altanera, díscola y tumultuosa”.
Sin embargo, su ostracismo en el hemisferio norte no fue “para siempre” y a principios de la década del ´20 ya estaba de regreso en Buenos Aires. Inicia entonces una meteórica pero azarosa carrera personal que lo ubicará en el centro de la escena política. Su prestigio va en aumento y, entre otras responsabilidades, en marzo de 1823 el ministro Bernardino González Rivadavia le encomendó la represión de la sedición que, en contra de la recién instaurada reforma eclesiástica, había sido planeada nada menos que por su gran enemigo el sinuoso doctor Tagle. En dicha ocasión, Dorrego no puede con su genio y concretará una de sus mejores travesuras: va en busca del amotinado que se ha refugiado en una quinta de los suburbios. Al verlo llegar acompañado de una partida de soldados, el perseguido se encomienda a Dios previendo lo peor. Mayúscula será su sorpresa cuando Dorrego, magnánimo y sobrador, le dice que puede irse, que no vale la pena matarlo. Hasta el último de sus días el humillado Tagle habría de recordar a su salvador quien, de ese modo, consumó una venganza sutil y además duradera.
Luego vendrían, para Manuel Dorrego, los días de mayor gloria -aunque efímera- cuando fuera nombrado gobernador de la provincia de Buenos Aires. Esta alta misión oficial fue malograda por la intolerancia de unitarios recalcitrantes, quienes al derrocarlo y fusilarlo sin juicio ni misericordia, habrían de convertir su acostumbrada mueca burlona en un rictus de pavura, profundizando, además, el tremendo abismo abierto entre las facciones en pugna.
**********
GRAGEAS HISTORIOGRÁFICAS
Elaboradas por Gustavo Ernesto Demarchi, contando con el asesoramiento literario de Graciela Ernesta Krapacher, mientras que la investigación histórica fue desarrollada en base a la siguiente bibliografía consultada:
· Busaniche, José Luis: "San Martín vivo"; Ed. Nuevo Siglo, Bs.As., 1995.
· García Hamilton, José Ignacio: "Don José. La vida de San Martín"; Sudamericana, Bs.As.,2000
· Floria, Carlos / García Belsunce, César: “Historia de los argentinos”; Larousse, Bs.As., 1992
· Halperín Donghi, T.: "De la revolución de independencia a la confederación rosista"; Paidós, Bs.As., 1972
· Luna, Félix / Flores, Maricel / Papandrea, Maximiliano y otros: “Manuel Dorrego”; Planeta, Bs.As., 1999
· Massot, Vicente: “Matar y morir”; Emecé, Bs.As., 2003
· Mitre, Bartolomé: "Historia de San Martín y de la independencia americana"; CEDAL, 1969
*******