Erase una vez, un ángel. Su piel, de un blanco casi iluminado, contrastaba con una larga cabellera negro azabache. Tenía una risa que hacía sonar constantemente como si fuera un cascabel y alegraba a todo el que la escuchaba, y esos ojos, inquietos y vivos, en los que uno podía mirar eternamente descubriendo algo nuevo a cada momento. Malditos ojos que, en su curiosidad, se posaron en el más humilde de los mortales de aquella manera que sólo un ángel puede mirar. Y desde entonces se paseaba arriba y abajo de aquel pequeño hueco en su memoria esperando a que él apareciera. Y cuando lo hacía no había frío ni calor, noche ni día, sólo estaba él.
Salió de su mundo por esa mirada que le arrebataba su naturaleza y le dejaba sin entrañas, como un marco sin cuadro. Se dejó consumir, prolongó esta agonía consciente de que aquella actitud acabaría matándole; pues, como todo el mundo sabe, un ángel no puede vivir sin alas.
Y así fue. Cuando sus suspiros estaban contados comprendió que no habría un mañana si en el cuento estaba él. Comparó el tamaño de ambas heridas y comprendió que una herida del corazón puede ser la más dolorosa, pero jamás mortal. Con un mar de lágrimas derramándose por sus ojos recogió sus alas, abrazó a aquel que le dio la vida y la muerte en tan sólo un segundo y se marchó hacia donde le correspondía, con una puñalada en el corazón y una enseñanza debajo del brazo.
En ningún momento te he creido lerdo, más bien comprendo que no lo entiendas, pues este escrito no es un cuento común, es la descripción del sentimiento que he tenido al abandonar a la persona que más he amado por que su atención suponía, metafóricamente, la muerte. Es muy difícil de entender y no lo pretendo, tan solo espero que los que lo lean disfruten del arte de la literatura y comprendan, en la pequeña dimensión que da la subjetividad, un sentimiento tan doloroso como es el amor. Muchas gracias por leer las dos o tres lineas que escribo de vez en cuando.