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El aroma de los estrógenos de Virginia

~No había duda. Estaba contagiado con algún virus desconocido. El primer síntoma había sido una insólita atracción por la otra mitad de la humanidad. Precisamente ésa que hasta este momento yo había ignorado olímpicamente.
Durante los últimos meses había empezado a notarme cierto desinterés por el desempeño del “Ballet azul”. De un momento a otro no volvieron a maravillarme los cañonazos al ángulo del Maestro Pedernera, ni los golazos de cabecita de la Saeta Rubia. Tampoco, el último patadón a las canillas propinado por el Flaco Rossi (el jugador más expulsado en la historia mundial del balompié), ni las fisuras que rara vez se abrían en la muralla defensiva del Cobo Zuluaga y el Médico Ochoa, asuntos que para los muchachos colombianos de mi edad ocupaban el 99.99% de sus neuronas. Esos ídolos se habían convertido de pronto en seres humanos casi normales. Incluso, el pertenecer a la banda de guerra del colegio ya no era mi máximo anhelo. Lo que verdaderamente me trasnochaba por esos días era descubrir por qué despertaba cada mañana con ciertas humedades en la piyama y cuál era la razón de que aquel poderoso mástil levantara las cobijas desde el amanecer. Tuve que aceptar cierta correlación entre estos extraños síntomas y el nebuloso recuerdo de haberme revolcado en indefinidos sueños libidinosos.
Corría el mes de octubre de 1954. En el último año mi cuerpo se había estirado como un caucho y las hormonas irrumpieron inundando todas las células de mi organismo. Me llené de nuevas sensaciones. Y de algunos inconvenientes. Por ejemplo: las cuerdas de mi laringe insistían en revelase, delatando con inopinados graznidos las secuelas de una niñez recalcitrante. Y, para perfeccionar el cuadro clínico de aquella arrolladora adolescencia, centenares de espinillas aderezadas con uno que otro grano pustuloso me plagaban la cara. Una cara desconocida. Un rostro colorado y mantecoso de gruesa nariz, en el que además ya retoñaban algunos pelos, cuyo crecimiento vigilaba con lupa todas las mañanas ante el espejo.
Sin embargo, soslayando estos detalles que en mi opinión eran simplezas imperceptibles y haciendo gala de una sorprendente temeridad, convencí a mis viejos de organizar un jolgorio bailable para celebrar mi próximo cumpleaños, aprovechando la curiosidad que nos carcomía a todos en casa por ensayar la radiola nueva. Un artefacto largamente deseado, que por fin mi padre acababa de comprar al fiado en el Sears Roebuck de la 53, cuyo dispositivo para recambio automático de discos de 33 rpm constituía una verdadera novedad. Sin embargo, debo confesar que el velado motivo de mi pretensión no era propiamente celebrar mi cumpleaños ni recibir unos cuantos regalos de los invitados, se trataba de una triquiñuela finamente elaborada para acercarme a la dueña de mis libidinosas fantasías: la divinidad que me hacía escurrir las babas, la diosa de suéter azul y falda escocesa que descendía del Olimpo del quinto piso del condominio de la otra cuadra exactamente a las 6:27 a.m. para aguardar el bus del Femenino en el paradero de la esquina. Virginia: ¡mi amor platónico!
El corazón se me alborotaba con solo imaginarme el contoneo de las nalgas de Virginia bajo su pollera de cuadros. A pesar de que el estatus de colegiala la obligaba a disimular inútilmente su feminidad bajo el espacioso suéter del uniforme y a desorientar a los adoradores de sus pantorrillas con unas medias blancas dobladas sobre el tobillo, yo ya le había revisado todos sus ocultos atributos gracias a la mágica lente de mi fantasía. Mi imaginación se relamía espiándola al momento de introducir su maravillosa desnudez entre un diminuto calzón de baño (el famoso chingue Xs, precursor de la tanga), o cuando aquella alucinación intentaba acomodar sus dos melones, pintones aún, entre un sostén a todas luces insuficiente. Todas estas maravillas y algunas sutilezas adicionales que no me atrevo a detallar, se proyectaban en mi mente como en una película mientras yo cerraba los ojos para mirarlas mejor. Pero aquellas fantasías no sólo me torturaban durante las horas de tedio; también en la misa, en el baño, en el bus, en las revistas de gimnasia, atravesando la calle… En fin, en cada segundo de mi existencia. No podía realizar con precisión mis labores cotidianas, ni ejecutar con seguridad los más sencillos ejercicios. Simplemente no lograba concentrarme.
Y naturalmente mis calificaciones se fueron en picada.
El diagnóstico de mi estado nosológico, acuñado por el hermano Florencio y mi mamá (a quien el cura mandó a llamar preocupado por mi extraño comportamiento), fue simple. Según el cura educador, experto en los problemas cotidianos de sus alumnos, yo estaba padeciendo del mal más común en la muchachez: el vulgar “vicio solitario”. Florencio convenció a mi madre de que esa aberración era extremadamente peligrosa. Que había conocido casos en los cuales el joven dominado por tan egoísta manía llegaba a convertirse en un alelado y perdía todas sus capacidades mentales. Casi no consigo convencerla de la pifia del cura Florencio y de que en mi caso la cosa iba por otro lado. Si bien era cierto que el cuerpo de Virginia azuzaba mis incontenibles energías, y que los “malos” pensamientos se habían convertido en un sueño permanente, jamás se me hubiera ocurrido buscar una alternativa tan artesanal para satisfacer mis necesidades. Por el contrario, aquellas alucinaciones contenían maromas y concupiscencias a cuatro manos. ¡Nada de onanismo en este caso!
A través de una amiga común me arriesgué a invitar a Virginia al baile de mi cumpleaños. Rápidamente mis amigos se contagiaron de la misma ansiedad al escuchar mis descripciones. La expectativa cundió entre todos nosotros como una epidemia de varicela. Durante varios días sólo hablábamos del asunto. Me hice peluquear al “Humberto” y peinar con copete y brillantina, lustré mis zapatos de pontificar que había heredado precozmente de papá y le rogué al viejo agregarme de cuelga el bléiser azul de botones dorados y el pantalón gris claro de paño, que tenía olvidados en el armario. ¡Mi aspecto exterior debería ser impactante!
Una vez hubo llegado el momento, ya iniciada la fiesta, todos mis amigos y yo nos roíamos las uñas hasta la raíz, atisbando la llegada de “La niña del Femenino”. No podíamos despegar los ojos de la puerta por donde aparecería en cualquier momento.
Pero pasaban los minutos, alguien tocaba con suavidad, alguien abría, entraban invitados, entregaban sus abrigos a la empleada, se saludaban con otros que ya estaban ocupando los sitios estratégicos de la sala… Pero nunca llegaba Virginia. Y pasaba el tiempo, y la insoportable espera se alargaba, y mi corazón saltaba de ansiedad. La impaciencia me destrozaba por dentro.
En esas, llegaba otra persona--: ¡ahora sí, tendrá que ser ella!—deseaba yo, y el corazón se me salía…
Pero aparecía todo el mundo, menos mi convidada.
--Creo que la tal Virginia se ha burlado de todos nosotros—, se atrevió a murmurar alguno de mis amigos, mortificando mi orgullo y obligándome a exhalar un largo y entrecortado suspiro.
Era evidente que el deseo de aproximarme a Virginia me había conducido a perder la noción de la realidad. Había supuesto que la adorable mujer de mis fantasías aceptaría una invitación que yo estúpidamente le había formulado a través de tercera persona. Ahora lo comprendía. Cualquier mujer medianamente orgullosa habría hecho poco caso de una invitación que en efecto parecía carente de entusiasmo y hasta descortés.
--¡He sido un bruto! –pensé.
De pronto, cuando ya había perdido todas las esperanzas, varios invitados que charlaban en el recibidor se agitan y retroceden hacia los costados. Parecía que se alineaban despejando una calle de honor.
--¡Ahora sí!
Y por allí, con impecable parsimonia, va apareciendo una visión inverosímil. Unas inconmensurables extremidades inferiores conducen rítmicamente a una mujer vestida de rojo granate, arrebozada en una capa negra. La indescriptible aparición sonríe amablemente a varios espontáneos que en una fracción de segundo, prodigándole rendidas genuflexiones, compiten entre sí por recibirle el abrigo, y solícitos le indican el camino hacia el salón.
Hago un esfuerzo supremo por respirar acompasadamente. Mi corazón, que corría desbocado tratando de salirse de la caja torácica, en ese preciso instante se paraliza.
Virginia dando un cortito paso al umbral, se detiene un instante bajo del dintel como concediendo a los espectadores unos segundos para admirarla. En efecto, así enmarcada, parece una verdadera obra maestra. Con un grácil molinete de la cabeza se libera de un mechón que ha osado atravesarse delante de sus ojos, y remata su paseíllo triunfal mostrándonos un montón de dientes perfectos.
La exclamación se ahoga en un murmullo colectivo.
Los hombres se frotan los ojos, las jóvenes cuchichean y mi padre se pasa instintivamente una peinilla por las incipientes canas de sus sienes.
¡Qué mujer! ¡Es un espectáculo insoportable!
De lo linda que está, ni siquiera me atrevo a creer que es la misma niña de la esquina.
Encaramada sobre unos tacones puntilla, la diviso como en el cielo: por lo menos veinte centímetros más alta que cualquiera de nosotros.
--¡Ésa si será una grave desventaja al momento de bailar!—pienso con cierta preocupación.
Su purpúreo atuendo atiza sin atenuantes las brasas de mi deseo. Su escote generoso apenas logra contener dos frutos casi maduros y los exprime maliciosamente por encima del corpiño de avispa. Una cortísima falda de pliegues desciende hasta un poquito más arriba de lo permitido, omitiendo cubrirle las rodillas, y concede a mis ojos aún más espacio para adivinar la raíz de sus dos piernas interminables. Cada rato se sacude el pelo suelto con cortitos cabeceos como promocionando un nuevo champú para el cabello y a su paso va difundiendo un rastro perturbador. Un vaho tibio y dulce. Un aroma inconfundible a estrógenos que yo alcanzo a ventear en el aire, arrugando los labios y abriendo los ollares de mi nariz, como lo haría un potro olisqueando a su hembra calenturienta. Tengo que cerrar los ojos para respirar mejor aquella fragancia y llevarla hasta el fondo de mi alma.
Sin embargo, por aquellos inescrutables misterios de la pubertad, ninguno de mis compañeros --y tampoco yo- estaba prevenido para resistir en carne viva y sin anestesia aquel descubrimiento. La feminidad concupiscente de Virginia, que yo había elevado a su máxima expresión en mis escabrosas fantasías y deseado con frenesí en tantos húmedos desvelos, no se conformaba con la realidad: sencillamente la desbordaba.
¡No era de este mundo!
Después de las presentaciones de rigor deposité a la bella Virginia en medio de un corrillo de invitadas, quienes entre admiradas y envidiosas la rodearon de inmediato. Regresé a camuflarme entre el grupo de muchachos que expresaban en voz baja todo tipo de lujuriosos comentarios sin poder sustraer sus pérfidos ojos de la muchacha de cabellera de miel. Mi bella Virginia sobresalía por encima del manojo de bellezas comunes que le hacían corro, cuya cotidiana hermosura apenas servía de contraste a la perfección de aquella.
Aquel pimpollo esperó un largo rato a que algún heroico mocetón se atreviera a invitarla a bailar. Pero, aunque no me lo crean, todos nos habíamos hundido en un estado de fascinación catatónica (en Argentina lo llamarían “boludez paralítica”). Yo estaba temblando. No sólo de excitación, sino principalmente por el pavor de tomarla entre mis brazos.
Al vernos titubear, mi padre se ofreció generosamente a bailar una pieza con la bella joven. Muy sonriente la condujo flotando en valseados revuelos por toda la sala. La vanidosa sonrisa de papá indicaba sin lugar a dudas que no estaba propiamente sacrificándose por nosotros. Pero cuando quiso repetir su temeridad en la siguiente canción, mi mamá le disparó una mirada tan amenazante que el pobre quedó clavado en su sitio.
--¡Hay que hacer algo! Es ahora o nunca.
Entonces, después de una eternidad, tras zamparme un trago doble de ron que me incendia de valor, y al tiempo que abotono mi bléiser azul, aprieto los labios y me lanzo hacia el grupo de muchachas entre las que todavía permanece aburrida y esperando mi linda convidada. Es mi turno. La radiola de mi padre reproduce en ese momento la voz de Juan Legido:
Hoy he vuelto a pasar
por aquel camino verde
que por el valle se pierde
con mi triste soledad
Todos me observan.
Se palpa un silencio intimidante. De todos mis poros rezumo adrenalina pura. Siento que los invitados, hasta los más envidiosos, me desean éxito. Tomo impulso, y con los ojos fijos en aquella silueta purpúrea, que de espaldas espera inocentemente algún evento emocionante, envisto sin misericordia.
Sin embargo, en ese preciso momento, pierdo la agudeza visual. Sólo consigo vislumbrar una mancha rojiza. Alcanzo a caminar como cinco o seis metros con total firmeza, pero finalmente pierdo el control de mis piernas y una oleada de rubor sube hasta incendiarme las orejas. Me siento desfallecer. Estoy a punto de caer. El tropezón delata mi cercanía.
Virginia da un respingo y voltea su bello rostro sorprendida. Luego, con una mirada divina, me sonríe.
¡Resucito!
De mis labios asoma un pálido hilillo de voz:
--¿Mme ppermites bbailar este bolero contigo?
--¡Claro, encantada! –dice con una voz suave, que yo considero escalofriantemente acariciadora.
La tomo de la mano.
--Ojalá no perciba la humedad—pienso, para mis adentros.
Después, ciño su talle de palmera:
--¡Ojo, no la aprietes aún!—me aconsejo.
Ya siento su mano en mi nuca:
--¿Me acaricia?—me pregunto.
Ahora, mi impertinente rodilla izquierda descubre la tersura de sus medias de nailon e, irrespetuosa, intenta resbalarse por la tibia hendidura que separa sus piernas:
--¡Cuidado!
Venteo otra vez aquel olor irresistible a estrógenos florecidos y, estirando mi cuello, curioseo entre ese valle que forman esos dos senos generosos, que ahora se prodigan exactamente enfrente de mi nariz:
--¿Es su fragancia de mujer? O, acaso, ¿el olor de su excitación?
Mis pies se desplazan con suavidad… sensualmente. Siento el ritmo de la melodía acompasado con los latidos de mi corazón.
--No hay duda: llevo correctamente la cadencia de este bolero.
Con el pecho inflado volteo a mirar a los que no nos despegan la mirada.
--Se les brota la envidia por los ojos-- pienso, elevando aún más la barbilla.
Fue ahí precisamente, cuando estiré aún otro poco mi cuello y me decidí a musitarle al oído la frase contundente que la haría sucumbir de pasión:
--Y, ¿qué más…?--, dije en tono seductor.
Ella comprendió --en el acto-- el significado erótico de mis palabras y, tal vez para ocultar su sensual entusiasmo, contestó:
--Nada, lo de siempre....
Ya libre de toda timidez, agregué una observación prodigiosa:
--Es una bonita canción, ¿no te parece?
—Sí…muy linda.
--¿Has disfrutado la fiesta?
—Sí, claro– me aseguró locuazmente, pero agregó--: ya tengo que irme, acaba de llegar mi novio… iremos a bailar al club…
--¿Me harías el favor de conseguirme el abrigo?
Se me atoró en la garganta del alma un--: “naturalmente”—y, con mis húmedos ojos agregué--: “¿nos volveremos a ver?”
Y ella, con esa misma sonrisa prometedora de su boca roja, me dijo:
--Quizás… muchas gracias.

Datos del Cuento
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