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La noche del cerdo...

Allí, en aquel lugar indefinido, sólo comparable a una pampa subterránea, entre una multitud de rostros desconocidos, estaba yo. Una luz, cuyo origen permanecía oculto, iluminaba en forma intermitente sucesivos sectores de aquel grupo fantasmal. Cuando la luz barría la oscuridad, se divisaban algunos rostros desconocidos, manos y brazos alzados. Llegué a pensar que en algún lugar estaría funcionando un faro. Mi desorientación era mayúscula. Desesperadamente trataba de entender qué había sucedido.
¿Qué fue lo que me sumergió en ese abismo de profundidad ignota? ¿Fui voluntariamente? ¿fui arrastrada por algún poder sobrenatural?...¿por qué? ¿por qué estaba en ese lugar? Y... ¿qué hacía ahí? No aparecía ni la más pequeña señal que me indicara algo sobre él. Lo único a lo cual podía acudir para responderme, era a la religión, la literatura y a la pintura. Sí, ese era el Infierno, el Hades, el Averno, no había dudas, Platón y el Dante lo habían descripto, los pintores lo habían plasmado y yo había sido enviada a él por alguien que tenía el poder de hacerlo.
Lo cierto es que allí estaba, en una noche que no podía ser imaginada en otro lugar que no fuera la eternidad. El tiempo familiar, el tiempo cotidiano, no tenía cabida; todo lo que allí experimentaba daba la sensación de que no tendría fin, que no tenía pasado ni tendría un tiempo en que sería distinto.

En ese fárrago de luces y sombras, de bordes indefinifos, de bultos y siluetas imprecisas, ¡el cerdo! Un inmenso cerdo gordo y rosado, repulsivo, manteniendo el equilibrio y avanzando en posición vertical, semihumana. Mi locura me ayudaba a interpretar todo como podía y supuse que en el Infierno, él era el perseguidor que los poderes dominantes de ese antro, me habían asignado. Peor que las serpientes, el basilisco, el dragón, este cerdo de mi versión infernal era ¡tan asqueroso! ¡tan detestable
El maldito cerdo se me acercaba con toda la lujuria de la bestia en celo. Mi mente se paralizaba y luego continuaba emitiendo locamente posibles interpretaciones de la situación. Todo esto ocurría mientras yo trataba de ocultarme de su mirada. Me sumergía en los lugares más oscuros y pronto éstos eran alcanzados por la luz y yo quedaba nuevamente al descubierto. Y cuanto más trataba de escaparle, de que no pudiera acercarse, me sorprendí a mí misma deseando que me alcanzara. Ësto me producía mucha repulsión hacia mi propio cuerpo. Deseaba desdoblarme pero no sabía si en realidad era yo mi cuerpo o lo tenía como una posesión accidental. Si solucionaba ese dilema, ya no tendría más una u otra de las sensaciones. ¡Qué sensación inédita, tremendamente desagradable, estaba experimentando!
Por un momento, los ojos del cerdo se volvieron casi humanos, suplicantes, expresando un sentimiento que se podría comparar al amor no correspondido, pero en este caso no era amor. Lo sabía. ¿Qué tormento puede ser peor que esa pesadilla?
¿Qué oscura culpa estaba yo espiando cuando a pesar del asco que me producía el cerdo, me sentía impulsada a responder al llamado de su lascivia?
¿Cómo podía dejar siquiera que me rozara con su cuerpo? Sentía que me tocaba la cara y que, torpemente, intentaba abrazarme. Una fuerza paralizante me ponía a su merced por algunos instantes y una ola de placer me recorría el cuerpo. Ahora me alcanzará, me rodeará con esfuerzo entre sus... ¿sus qué? ¿Cómo nombrar sus miembros delanteros? ¿Sus manos, sus garras, sus pezuñas? Luego, la náusea me invadía y horrorizada huía de su lado.
Esto se repetía sin solución de continuidad. Creo que viví siglos huyendo y gozando alternativamente con el cerdo.
A veces lograba ocultarme entre la multitud, allí donde ésta era más densa, pero siempre presintiendo, temiendo y deseando que el cerdo me encontrara, que se me acercara, que frotara su cuerpo grasiento contra el mío desnudo, que me olfateara, jadeando todavía por el esfuerzo que había realizado para alcanzarme y por el deseo de poseerme. ¡Cómo me retorcía en ese infierno de abominación y placer al mismo tiempo!
No sé cómo logré salir de ese lugar, debo haber cerrado los ojos.

Después de este sueño y siguiendo una sugerencia de Marcos, comencé a leer las “Confesiones de un comedor de opio inglés” de Tomás de Quincey. Hice comparaciones y puedo decir que mis torturas en el sueño superaron a las suyas producto del opio, por la misma monotonía de las imágenes. En mi sueño no había cambiantes escenarios orientales ni ejércitos romanos ni cortes reales en plena danza. No había en mi pesadilla encuentro alguno con un ser querido como Ann. Todo el contenido de mi sueño era un repetir –eternamente- los mismos movimientos y gestos, en esa infernal relación entre el cerdo y yo.
Datos del Cuento
  • Categoría: Sueños
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