Calculaba. Tenía la vista fija en la luna y entrecerraba los ojos. En parte, para concentrarse en los números, en los años bisiestos y en las horas exactas. En parte, para evitar dentro de lo posible que el viento gélido de allí arriba le arrancara lágrimas. Papá le había dicho en cierta ocasión que había nacido a las cuatro y cuarenta de la madrugada. Exactamente a las cuatro y cuarenta de la madrugada de un veintiuno de Junio, en el año 1979. Miró el reloj: Las tres y cincuenta y seis. Eso quería decir que su vida había durado, hasta ese momento... veintitrés años, seis meses, veintisiete días, veintitrés horas y dieciséis minutos, de momento: no creía que llegara a completar un día más. Lo calculó en días, en horas. Quería borrar de su mente cualquier pensamiento mientras las heridas de la espalda terminaran de desangrarle la vida. Pero no pudo.
Había llegado a la conclusión de que veintitrés años contenían doscientas una mil seiscientas veinticuatro horas, y entonces la voz de Daniel le habló desde la memoria: ¿No te acuerdas de mí? Todo cálculo se detuvo. Sí, claro que le recordaba, y en el momento en que se lo había preguntado, apenas dos meses atrás, había sentido la necesidad de tocar y ser tocada, de abrazar y ser abrazada con una fuerza desmedida y brutal, incluso para aquel sentimiento que tan a menudo había relegado a lo más hondo, acallándolo como podía. Sin embargo, sólo asintió, sin mirarle siquiera. Sólo susurró una afirmación, y continuó mirándose las manos.
Aquella madrugada también había tratado de remediar el error de la Naturaleza al permitirla vivir. Había querido realizar el salto del ángel (rió) desde el puente bajo el que pasaba la autopista. La mano de Daniel, aparecida de repente, había detenido su vuelo antes de comenzar. Y en cierta forma, había sido la causa de que no volviera a pensar en su propio fin durante esos dos meses. Y en cierta forma, había sido la causa de que ahora la vida se le escapara espalda abajo, formando un charco bajo ella. Ella apenas lo notaba, apenas sentía que la mano que tenía apoyada en el borde de la cornisa donde estaba sentada, y que ascendía ahora inadvertida a acariciarle la mejilla, estaba pegajosa y dejaba un rastro rojizo desde la sien hasta la comisura de los labios. El frío de mediados de enero adormecía el dolor, y mientras moría, mucho más lentamente de lo que había supuesto, sus pensamientos habían dejado de calcular para adentrarse en la vereda de los recuerdos.
Recordó a Daniel, sentado junto a ella en el lado seguro del puente, aquella fría noche de noviembre. Él le había preguntado: ¿No te acuerdas de mí? Y ella había respondido, bajito: Sí. Y, ¿cómo no acordarse? Él había sido la razón por la que, en el último curso del instituto, hacía ya cinco años, se había atrevido a abrirse un poco, a dejar de ser la hermética Rebeca, sentada al final de la clase, rodeada de soledad. Los compañeros no se reían de ese bicho raro que siempre, incluso en los calurosos días de verano, iba más abrigada que un oso polar. No se reían de esa chica, a la que la larga y desordenada melena castaña apenas permitía verle la cara. No se reían del adefesio del fondo, que aspiraba ruidosamente el aire y más de una vez había caído al suelo al apartarse precipitadamente cuando alguien se acercaba a ella lo suficiente como para rozarla. No se reían, y ella, en el fondo, hubiera preferido que se rieran, que gastaran bromas a su costa. Porque si no se reían, era porque había conseguido por completo su objetivo: pasar desapercibida, invisible al resto de la clase, al resto de la humanidad. Había decidido que la única manera de poder caminar, de poder vivir entre la gente, era que esa misma gente no se acercara a ella, no la tocara, no la mirara siquiera. Porque si alguien llegaba a hacerlo, si alguien, por cualquiera de los millones de razones que se le ocurrían en noches de aterrado insomnio se le ocurrían, descubriera su secreto, la maldición que empezó a... brotarle apenas cumplidos los seis años, entonces, lo sabía, su vida se acabaría de inmediato.
A pesar de que cuando los profesores pasaban lista sus compañeros contestaban: Aquí no hay nadie con ese nombre, cada vez que pronunciaban el suyo; a pesar de que la miraban como si jamás la hubieran visto, las pocas ocasiones en que levantaba la mano para responder; a pesar de que su padre (auténtico único amigo, conocedor, por supuesto, del secreto, y que aún así continuaba sonriéndola, abrazándola y queriéndola todos los días) era el único que conocía realmente su cara y el color de sus ojos; a pesar de todo eso, la consideraban, cuando se percataban de su presencia, un ser humano. No el monstruo que sabía que era; no el increíble y absurdo error de Dios (un Dios en el que había dejado de creer por simple rabia) que sabía que era. Para ella eso era suficiente. Que nadie, nadie, conociera su nombre; que absolutamente nadie de la pequeña multitud entre la que pasaba sus días le dirigiera la mirada, le hablara jamás, eso carecía de importancia ante la confortante e intensa sensación de sentirse humana entre ellos.
Y entonces ocurrió un pequeño desastre. Pequeño, pero la mantuvo insomne y nerviosa durante una semana. Su padre le preguntaba qué le ocurría, y ella, o en aquel momento no se atrevía a decírselo, o no sabía cómo hacerlo. Tras esa semana de conmoción, finalmente, y con una voz muy fina, temiendo que se riera, le dijo a papá: Un chico de clase, me ha mirado, me ha hablado.
Papá no se rió. Lo que hizo papá fue morderse los labios para evitar llorar ante ella. No lo consiguió. La abrazó y lloró sobre su hombro, y ella le abrazó y lloró sobre su hombro. Y papá repetía: Mi niña, mi niña. Y ella pensaba: ¿Puedo? ¿Realmente puedo?
Pudo. Por un tiempo, al menos. Cuando Daniel se acercó unos días después de nuevo a ella y la saludó, sonriente, ella alzó la cabeza, asustada: era la primera vez que hablaba con uno de sus compañeros; era la primera vez que hablaba con alguien apartándose el pelo de la cara.
-Hola –dijo ella. Él sonrió. Ella se preguntó si no sería la primera, la aplazada broma. Deseó que no. Él asentía.
-Lo sabía –dijo-. Sabía que debías de ser preciosa.
Y dijo aquello a pesar del rubor que se había apoderado de él, a pesar de que aquellas palabras le hicieron de inmediato dar media vuelta y sentarse en su sitio y no volver la vista hacia ella en ningún momento a lo largo del día. Para ella, las palabras permanecieron flotando a su alrededor como por algún encantamiento, repitiéndose indefinidamente, sin perder en ningún momento la contenida dulzura con que Daniel las había pronunciado, ni el estremecimiento agradable y tembloroso que le provocaban en el estómago, en el pecho, tras los ojos. Apenas prestó atención a las clases. Se pasó las horas mirando la nuca de Daniel, la espalda de Daniel, y preguntándose una y otra vez si podía, si debía.
Y al final de las clases, temblando de pies a cabeza, tan cubierta de rubor que las mejillas le ardían, se acercó a él (era la primera vez que se acercaba a alguien) mientras este salía al pasillo. A pesar de su turbación, tuvo cuidado de que nadie se aproximara demasiado, de que nadie la rozara siquiera. Y cuando Daniel la miró y sonrió a medias, ella le dio las gracias. Gracias por aquellas palabras nerviosas, apresuradas y, Daniel le confesó después que se lo habían parecido, bastante tontas. Que Daniel supiera, la gratitud de ella se detenía allí. No era así. Le daba las gracias por mirarla, por dirigirle la palabra, por hacer que ella alzara hacia él la cabeza y le permitiera verle la cara.
Al parecer, Daniel había observado sus extrañas manías, y para sorpresa de ella, las respetaba. En ningún momento de su recién estrenada amistad, que apuntaba claramente a algo más profundo (al menos ella lo veía así, asustada y maravillada hasta límites inconcebibles), rompió ninguna de las reglas que ella jamás le dio. No la tocó, no le preguntó por qué, si la primavera ya había estallado a su alrededor, continuaba llevando aquel abrigo largo y marrón. Mantenían largas conversaciones, sobre los temas más diversos. En un principio, casi era un monólogo. Ella aún no había adquirido la costumbre de hablar banalidades (ni ninguna otra cosa) con nadie excepto con papá, y dejaba que Daniel hablara, maravillándose del brillo de sus ojos y de lo bien que se sentía a su lado. Después, ella rellenó los silencios de él, y la compenetración de ambos llegó a tales extremos que se olvidó de la precaución y alguien le tocó el hombro, y sólo sintió un relámpago lejano y casi irreal de temor.
No pensaba, ni quería pensarlo, que aquella situación terminara. A veces, por la noche, se decía que no podía ser. Eran noches en las que el sueño llegaba retrasado, y pensamientos que normalmente este enterraría se levantaban y hablaban, con voz clara, racional, y le decían que no se hiciera ilusiones, que era un monstruo de la naturaleza, que ningún amigo nuevo y especial podría cambiar eso. Aún más, ese amigo nuevo y especial haría que el volver al estado natural de ser invisible (que era al parecer el único estado aceptable para aquella estúpida e insidiosa voz) fuera una experiencia desastrosa y cruelmente dolorosa. Ella atendía con el corazón en un puño a aquella voz por las noches, pero el día comenzaba con Daniel en su mente, y una sonrisa en los labios.
El segundo pequeño desastre (de una vida cuyo primer y más grande desastre comenzó a los seis años y aún no había terminado, no había manera de que terminara) ocurrió en junio del último año de instituto. Si el primer pequeño desastre lo provocó Daniel con dos palabras: Hola, Rebeca, para el segundo necesitó ni más ni menos que seis.
Ocurrió en la última clase de educación física. La prueba a realizar era de velocidad, y consistía en correr cien metros en el menor tiempo posible. El límite para poder superar la prueba eran quince segundos. Daniel lo realizó en doce con tres décimas. El mejor tiempo por el momento. Cuando el turno le llegó a ella, los demás la miraron con interés. Por extraño que pareciera, a pesar de compartir ya tres cursos, hacía poco que la conocían, y aún no parecían muy seguros de quién era. Llevaba un grueso chándal que parecía hecho de lana. Sudaba a mares allí dentro, pero no mostraba malestar alguno, ni intención de deshacerse, por lo menos, de la parte superior. El profesor, en la línea de meta, cronómetro en mano, dio la señal de salida. Cubrió la distancia en apenas once segundos. El ¡Bravo! del profesor fue seguido de un silencio de unos dos segundos, que se quebró con una salva de vítores y palmas, cuando el profesor anunció el tiempo.
En realidad, estuvo a punto de llorar ante aquel aplauso y las palabras de enhorabuena de los compañeros. Nadie se acercó y le palmeó la espalda (el solo hecho de pensar en tal posibilidad la hacía palidecer y temblar), pero Daniel sí se acercó a ella, mientras los demás se olvidaban rápidamente de su logro y prestaban atención al siguiente corredor. Daniel se acercó, y con las cejas en alto, le preguntó:
-¿Te han crecido alas, o qué?
Eso fue suficiente. A partir de ese momento, volvió a su estado de invisibilidad. Los continuos intentos de Daniel de regresarla a la luz en la que había vivido durante unas semanas acabaron en fracaso, y cuando poco después se acabó el curso no era más que una suerte de ilusión pasajera para sus compañeros. Para todos menos para Daniel, que intentó detenerla cogiéndola del brazo cuando salía de la clase después de recibir las notas. Ella tuvo que hacer un esfuerzo monumental para contener un grito, pero su expresión de extremo terror, la palidez súbita que se había adueñado de ella nada más sentir los dedos de él, hizo que Daniel retrocediera, que la dejara marchar sin acertar a pedirle algún tipo de explicación.
Ahora el frío se hacía más intenso. Quizá porque realmente la temperatura había descendido, aunque era más probable que se debiera a que ya apenas quedaba sangre en ella para calentarla. Volvió a mirar la luna, y después el reloj, sujeto a un brazo que parecía pesar como tres toneladas. Las cuatro y siete minutos. Sentía la larga melena castaña apelmazada y pesada de sangre. Miró hacia abajo. Allí, a unos veinte metros, la calle permanecía silenciosa y oscura. Una sombra pasó bajo las luces de las farolas, y el repiqueteo de los pasos llegaba claro y alto hasta ella. La sombra no miró hacia arriba.
-¿No te acuerdas de mí? –le había preguntado Daniel cinco años después de verle por última vez, retrocediendo ante su espanto a que la tocara. Ella había respondido que sí, y había esperado a que él le preguntase por qué había intentado saltar del puente. Daniel no lo hizo. Permaneció un momento en silencio y después la invitó a un café. Confusa, ella levantó la cabeza y le miró perpleja. Él sonrió-. No acostumbro a rescatar suicidas, y no sé qué se hace en estos casos. Así que, ¿por qué no nos olvidamos por ahora de eso y nos tomamos un café caliente?
Y de nuevo las ansias de volver a ser humana pudieron sobre ella. Olvidó que había estado a punto de saltar sobre unos cien metros de aire hacia el asfalto, y aceptó la invitación. Y hablaron como lo hacían antes (de los temas que habían ocupado aquellos cinco años) hasta que el sol apareció tras los edificios, y cuando Daniel le dijo, con las manos en los bolsillos y una sonrisa, que quizá estaría bien que volvieran a verse, ella sólo pudo asentir, mordiéndose los labios. No quería llorar, a pesar de que las entrañas se lo pedían a gritos.
Y por un tiempo, todo volvió a ser como aquella vez. La luz volvió a entrar en su vida. Se lo dijo a papá, y papá la abrazó, y le susurró: Aférrate a él. Por lo que más quieras, aférrate a él y vive. Y ella tuvo un fugaz pero poderoso momento de auténtico pánico. ¿Cómo podía vivir? ¿Cómo podía esperar que Daniel no la viera como lo que realmente era: un monstruo, una alteración en el orden natural? Pero el momento pasó, y durante los siguientes dos meses, fue tan feliz como nunca habría podido imaginar.
Pero la felicidad nunca es eterna. Quién diga lo contrario miente o no ha abierto los ojos aún. La de ella se terminó, y con ella toda voluntad de continuar con vida, el quince de enero del año dos mil tres. Ese día, a las siete de la tarde, mientras paseaba junto a Daniel por una callejuela desierta y estrecha, este se volvió hacia ella, y alzó la mano que tenía entre sus dedos entrelazados los de ella, y besó esos dedos, y dijo:
-Te quiero.
Y ella sintió el corazón encogerse y detenerse durante un segundo. Y no pudo reunir el suficiente aire para darle más sonoridad que la de un murmullo a su respuesta: Y yo a ti. ¿Me responderás a una pregunta?, preguntó él. Ella asintió: A cualquiera.
-¿Por qué querías saltar?
Ella se detuvo y le hizo detenerse. Clavó en los ojos de él los suyos y se preguntó si aquel sería el momento adecuado, si había llegado la hora de dejarle ver quién... lo que era. El pánico y la esperanza pugnaron durante un instante eterno en su corazón, pero en ningún momento se le pasó por la cabeza la posibilidad de mentirle. Eso no habría llevado más que a aplazar el desastre. Así que asintió. Te lo diré, le dijo. En casa. Le llevó hasta su casa. Su padre tardaría aún una hora en volver. Le condujo hasta su habitación. Le hizo sentar en la cama y ella se sentó a su lado, sin soltar sus manos de entre las suyas.
-Has dicho que me quieres.
-Sí. Más que a ninguna otra cosa.
-Espero que después lo sigas haciendo. Necesito que me quieras.
-Nada de lo que puedas decirme cambiará mis sentimientos, te lo prometo.
Ella gimió, pues de pronto sintió en el paladar el amargo sabor de un nuevo desastre, quizá el último y definitivo. Pero ahora no podía detenerse. Se lo jugaba todo. Si ganaba, sabía que le esperaba la felicidad y el volver a encontrarse con todo de lo que aquel maldito secreto le había privado, entre lo cual, quizá lo más importante era el sentirse de nuevo humana y perteneciente al mundo. Si perdía... si perdía...
-Por favor –le pidió-, ahora no digas nada.
Deshizo el lazo que enredaba sus dedos en los de él (sabiendo aunque sin querer saberlo que aquella había sido la última vez que lo tocaba) y se apartó el abrigo. Después, sin prisa, pero sin titubeo alguno, se quitó la falda y comenzó a desabrocharse la blusa. Daniel levantó las cejas. Ella le miraba con una seriedad mortal. Si en el momento en que se quitó la blusa alguien la hubiera tocado, no hubiera creído a sus ojos, que le decían que tocaba a una persona: su piel no estaba tan fría como el hielo; era hielo. Entonces fue cuando la expresión medio divertida medio sorprendida de Daniel cambió radicalmente y ella comenzó a llorar en silencio. Se quitó el sujetador y la faja que llevaba desde los diez años, desde que habían crecido tanto que no bastaba con echar algo sobre ellas para disimularlas; desde que habían crecido tanto que debía mantenerlas pegadas al cuerpo para esconderlas.
Se puso en pie ante él, que había perdido cualquier vestigio de color en su piel. Escuchó tras ella un siseo suave, como cuando una brisa hace bailar una cortina, y desplegó las alas. Las desplegó por completo, en toda su longitud, de unos dos metros y medio desde la punta de una a la punta de la otra. Daniel dejó escapar un gemido. Ella esperó. Él no la miraba a ella, paseaba la vista de derecha a izquierda, entre una ala y la otra, y el desconcierto y la aversión se veían tan claramente en sus ojos que ella sintió positivamente que su vida había tocado a su fin.
-¿Rebeca? –preguntó Daniel con una voz desconocida, completamente plana, como si quisiera cerciorarse de que ella seguía siendo ella.
Rebeca avanzó un paso hacia él, alargó el brazo. Daniel se retiró con tanta rapidez que cayó al suelo de espaldas. Gritó: ¡No me toques! La mano que había abierto hacia él se cerró en un puño, y después el brazo se replegó y se apretó contra su pecho, y después, cerrando los ojos a la visión de Daniel distorsionada por las lágrimas, se dejó caer de rodillas. Las alas cayeron tras ella. Bajó la cabeza y lloró. No escuchó apenas los pasos apresurados de Daniel, ni el golpe violento y definitivo de la puerta al salir.
Lloró durante un tiempo infinito, mientras las alas se replegaban lentamente tras ella.
Y ahora se encontraba sentada en una cornisa, rodeada de la sangre que salía lentamente de los muñones de las alas arrancadas. Estas se encontraban a su izquierda, con las plumas moviéndose frenéticamente al son de la brisa. Rebeca miraba la luna. Pensaba. Se perdía en una negrura que iba y venía, suave, indolora y, de algún modo, cálida. Pensaba en papá, en lo triste que se pondría. Pensaba en mamá, y la pregunta tantas veces repetida de por qué había tenido que morir para darle a ella la vida, a este estúpido y maldito monstruo, volvió a brotar en su mente, sin fuerza, sin importancia. En realidad, nada importaba. Se iba, se perdía en la negrura, y estaba bien, pues se iba tal y como debía irse, sin alas, completamente humana.
Un escalofrío la recorrió. Los intervalos de visión entre la negrura eran cada vez menos, por lo que pensó que para qué quería tener abiertos los ojos. Echó una última mirada a la luna. Cerró los ojos. Pensó en Daniel, pero lejanamente, sin poder recordar claramente cómo era. Lentamente, se tumbó de costado, subiendo con dificultad las piernas que le colgaban en el vacío. Sonrió sin motivo aparente. La negrura volvió. Y ya no la abandonó.
Bellisima historia donde la realidad supera la ficcion, en verdad el ser humano es la especie menos comprensiva de todas. Felicitaciones al autor hermosiiiimo.