Incuestionablemente frío, combustible mojado con olor a gasolina que no prende, a cerillas que no arden. Así más o menos se encontraba él. Tumbado en su cama, con la vista fija en el techo, sintiendo como el balazo que atravesaba su pecho emanaba ebrias columnas de escarlata entrañas que corrían presurosas a fundirse con el blanco desnaturalizado de aquellas sabanas.
Había mantenido una conversación frente al espejo, un espejo frío, que le devolvía una imagen de si mismo terriblemente bella, hipnotizadoramente siniestra. Tanto, que mientras su propio reflejo disparaba, no pudo más que sonreír durante unos instantes, tal vez horas, antes de darse cuenta que la sangre manaba ya como un cálido torrente por su torso.
Sorprendentemente, a la mañana siguiente despertó. Pensó, que si se dormía, moriría y el dolor, como una serpiente sigilosa, escurriría por su vientre hasta desaparecer. No acertó tampoco esta vez.