EL PARAÍSO PERDIDO
Ellos tienen razón, esa felicidad
Al menos con mayúscula
No existe...
¡Ah! Pero si existiera con minúscula
sería semejante a nuestra breve
presoledad
(Del poema “Soledades” de Mario Benedetti)
A las seis con treinta sonó el reloj despertador, de un salto abandonó la cama, se deshizo de la larga playera de algodón que le servía de pijama y la tiró a un lado con gracia descuidada. En un arrebato tomó la toalla que colgaba de la bicicleta fija, la ciñó a su cuerpo y se dirigió al baño. Hizo girar ambas llaves y graduó el agua. Irguió el rostro en dirección a la regadera, tomó el jabón aromático y recorrió amorosamente su cuerpo. Lavó su cabello cortísimo con delicadeza y cariño, volvió a colocar su rostro bajo el grifo. Giró en sentido inverso la llave del agua caliente y dejó fluir sobre su cuerpo sólo el agua fría para despertarse totalmente.
Salió de la ducha. Volvió a ceñirse la toalla al cuerpo y se dirigió a su habitación. Halló a su marido en la cama individual de la habitación privada que ella había comenzado a utilizar cuando se enteró de la infidelidad. Siempre fue contundente en sus decisiones y esa no fue la excepción. Lo expulsó del reino de su cuerpo para siempre. Lo soportaba a su lado como a un mal inevitable, como a un viejo mueble que ya no puede sacar de la casa por grande y estorboso. Lo que no soportaba era que se acercara a ella. Ni una caricia, ni un beso, ni el más leve roce. Hablaban apenas lo indispensable. Él salía a trabajar, regresaba, comía, dormía poco. Parecía estar a la espera de un suceso, de algún milagro, de un improbable cambio en su mujer.
El hombre, con la tozudez y la paciencia de un ciervo, adoptó la costumbre de entrar a la habitación de Roberta cada mañana y tenderse en su cama mientras ella se duchaba. Por eso Roberta no mostró asombro alguno, ni desazón o desagrado al encontrarlo ahí. Continuó con su rutina acostumbrada antes de salir rumbo a la oficina. Como en un paso de torero hizo girar la toalla y quedó totalmente desnuda ante los ojos del macho. No era un ademán de coquetería sino de simple gracia natural. El hombre al que llegó a amar hasta el extravío, hasta la anulación y el desastre, ahora era menos que un fantasma.
Se plantó frente al espejo y más que peinar despeinó su cortísima cabellera de muchacho alborotándose el cabello con las manos. Delineó sus labios de un rosa sutil y sus cejas con una línea diestra y elegante. Sus ojos, el espectáculo original de sus ojos, chispearon como un relámpago de involuntaria alegría. Era perfectamente consciente de su belleza. No había error alguno. Dios la había favorecido hasta extremos inconcebibles. Se colocó el sostén y la braga negra que se ajustaron a su figura con precisión divina. Se observó en el espejo desde distintos ángulos. Gracias al bruñido cristal vio al hombre que seguía mirándola desde la cama. Tenía las manos bajo la nuca y una expresión pesarosa. Ungió con Chanel No. 5 las muñecas y colocó dos gotas tras de los lóbulos. Abrió el armario y tomó al azar un pantalón ceñido, de deportista desenfadada, indiferente al mundo, luego seleccionó una blusa de algodón y se la colocó. Su busto, que sería lo más hermoso de su cuerpo si todo lo demás no fuera inmejorable, se alzaba con gallardía insolente. Terminó su arreglo con un par de pendientes de diminutos diamantes y un collar semejante.
Después del desencanto amoroso Roberta cayó en un abismo. Cuando logró salir de él, tras semanas de encierro rencoroso, construyó un muro que poco a poco la fue aislando del mundo exterior, haciéndola consciente de que ya no había en él nada que le interesara. Toda pasión había sido arrancada de raíz. Lo supo y lo asumió con entereza y casi gozo. No sólo su marido sino todo el mundo en torno a ella habían perdido sustancia.
Pidió un año de permiso en la oficina para evitar testigos y digerir su derrota sin las desagradables miradas piadosas de quienes la rodeaban. Mandó quitar el timbre de la casa, canceló el teléfono y rechazó cualquier visita. Esperaba con ansias el regreso de sus hijas, el retorno de su marido y la llegada de la noche. Los seguía con mirada indiferente, inmóvil, hasta que se recluían en sus habitaciones. Cuando la casa estaba por completo en silencio y sosegada bajaba las escaleras hasta llegar al comedor, abría una botella de tequila y la consumía con lentitud, religiosamente hasta el amanecer. Recapitulaba los momentos compartidos con aquel hombre y los años de matrimonio.
Durante el día era un espectro que rondaba la casa, transitaba por los pasillos, se ocupaba maquinalmente de las labores absolutamente indispensables. Dejó de comer y se consagró a tomar té, a consumir sus Benson and Hedges y a esperar la noche. Fue adelgazando casi sin advertirlo. Se percató de ello cuando pudo ceñirse sin dificultad el vestido de seda negra que nunca antes había usado justo porque su cuerpo no entraba en él.
Sus ojos se estrellaron en el reflejo del cristal. Supo que, aunque hubiera superado el abismo, ya no tenían aquel brillo en la mirada que tienen los agradecidos con la vida. A sus treinta y tres años se sentía un despojo. Su belleza era una dádiva insuficiente. Nunca podría pagar el derrumbe de la inocente ilusión.
Era último día de octubre. Había pasado un año tras la revelación. Supo que había visitado el último círculo del infierno y que estaba a punto de salir a la superficie. Sintió que algo importante estaba a punto de suceder.
Lo vio yacer en la cama, obstinado en seguir mirándola con esa impavidez de piedra. Le dijo: Ayer me acosté muerta, pero hoy me levanté viva.
El hombre no respondió. Estaba esperando algo. ¿Qué? Tal vez un perdón, una disculpa, un ajuste de cuentas.
Ese día no esperó la noche, no bebió tequila ni se entregó a las angustias del cigarrillo. No veló ni esa noche ni las siguientes. Dejó de trasnochar, comenzó a despertar temprano y a disfrutar de la libertad que sólo los que han perdido definitivamente la fe en el amor conocen. Cada mañana, antes de ir a la oficina, salía a correr por el campo. Por las tardes nadaba hasta quedar extenuada. Dormía plácidamente y despertaba al mundo con una renovada e inexplicable felicidad. Se convirtió en una atleta empecinada. Volvió a ser hermosa como era, pero ahora con un ingrediente perturbador. No podía dejar de advertirlo.
Cuando abandonaba su atuendo de deportista y asumía el papel de mujer, con todas sus gracias y encantos, los hombres se quedaban inmóviles, casi embrutecidos a su paso. Podría ser indiferente del todo, pero no se le antojaba serlo. Una dosis de coquetería terminaba por ser una especie de látigo de crueldad que aderezaba su presencia. Llegó a hacerse amiga de una legión de hombres que se hubieran colocado en fila solamente para recibir el don de una palabra. Así como los atraía, sabía apartarlos de su vista con un simple pestañeo. Tenía frases lapidarias y aparentemente crípticas: ¿De verás quieres salir conmigo? ¿Eres consciente de lo que perderías si yo acepto?
Esbelta como una dorada vara de trigo, discurría por el mundo sin perder su media sonrisa. Su marido se dijo arrepentido por las estupideces cometidas. Podrás ganar el cielo con tu arrepentimiento, pero no mi clemencia, le respondió. Puedes permanecer a mi lado pero te prohíbo estrictamente que me roces, insistió.
Los fines de semana, envuelta por el suave amanecer del puerto, se le veía correr por la playa. Sus ojos miraban a todas partes sin encontrar un solo sitio que consiguiera sosegarlos, porque en realidad veían hacía adentro. Dejó de ser la melancólica mujer que todos observaban casi con lástima. Fue alegre por convencimiento y nostálgica por inspiración. Tenía el don, la inteligencia, la locura que hace intolerable a una mujer consciente de la plenitud de su presencia.
Hoy la recuerdo envuelta en una soledad perfecta, escéptica del todo, desencantada de los hombres, desprovista por completo de afectos. Qué no habríamos dado quienes la conocimos por haber tenido la suerte de entrar en su intimidad y llenarnos de esa vida que salía de sus poros a raudales e iluminaba todo su alrededor con un aura de inexplicable magia. Qué no habríamos dado por morirnos unos segundos en el valle de sus senos y poder después mirar el mundo a través de sus ojos. Pero era altamente improbable que nada de eso ocurriera. Era una mujer de convicciones íntegras. Para ella un hombre era todos los hombres. Al perder al suyo había perdido a todos.
En la víspera de su cumpleaños cuarenta, tras su habitual caminata por el bosque regresó a casa, se ducho, se perfumó, se acicaló como para sus bodas con un príncipe, encendió velas aromáticas, las colocó sobre el buró y se tendió en la cama. Al día siguiente la encontraron con la mirada fija en el techo, la comisura de sus labios denotaba la placidez de los que ya no se alarman por nada. El médico diría que había muerto de muerte natural. No había huellas de mal alguno. Conjeturo que simplemente dejó de respirar como se deja reír. Constantemente Roberta se repetía que sola había venido al mundo y sola se iría. Simplemente se largó sin despedirse, como se había largado de todos los sitios a los que había asistido. Se fue sin que los hombres que la amaron llegaran a conocer la tersura de su piel y el delicado tejido de su espíritu.
Ahora que ya no pertenece al este mundo de los desvalidos no puedo dejar de agradecerle a la vida la alegría que Roberta le trajo a estos años míos que me han hecho un ápice más sabio y menos malicioso. Fui su compañero de oficina y asistí a sus metamorfosis. La amé calladamente y fui el receptor de sus confidencias. Nunca supo que la amaba. No se lo dije. Habría sido inútil.
¿Su marido? Yace en la cama, frente al espejo de Roberta. No ha salido de su estupor. Sus hijas han prolongado la indiferencia de su madre.
Hoy que miro hacia su escritorio al que tantas veces me acerqué con el único pretexto de sentirla cerca me encuentro con su ausencia. Pienso en ella y vuelvo a sentir el furor de mis mejores días que también fueron los peores. Mirarla a mi lado, intocada e intocable, era una dulce tortura que no podré superar. Me duele un poco el paso de su vida por este mundo y me duele empezar a quererla de este modo, especialmente ahora que se ha marchado. La amo aunque usted no me ame y si me comenzara a amar la querría otro poco, pero usted ya no está, usted ya se ha ido.
Cuánta adversidad recóndita se llevó en su corazón y en sus ojos delatores, y cuanto amor nos dejó para seguirla amando. Sólo un amor como el suyo justifica la muerte. Hay muertos que no hacen ruido y otros que el aroma los delata, usted es de esos, su esencia sigue entre nosotros, Roberta.
Impecable,laborioso e inteligente, es un escrito increiblemente bueno en su realidad. Mi enhorabuena!