Quiero salir. No soporto esta agonía y este sufrimiento. La falta de oxígeno, el encierro, la soledad. Me siento cansada y agotada. No quiero y no puedo luchar más porque sé que es inútil. Todos mis esfuerzos son vanos y la fría sombra se va apoderando de mí. Por más que, a los gritos, pida socorro; nadie me oye. Nadie me ve. Me encuentro sola y ya sin esperanzas.
Es un instante de soledad; un instante de eternidad. Estoy frente a un mundo que ya no es el cotidiano, no es el de todos los días. Tiene cierta fantasía, cierta atracción. Este abismo incierto es un límite. Mi propio límite.
Millones de interrogantes arriban a mi cabeza en este momento: ¿qué será de aquello que fui alguna vez?
¿Qué habrá en ese nuevo mundo? ¿será parecido al que yo conozco? ¿qué será lo que será?
Ya nada es igual. Mi mente, mi espíritu, mi alma. Siento que todo cambia, que nada se mantiene en mí, que, de pronto, soy otra persona. Y así, despierto de un sueño no soñado. A una realidad que no es real; que es utópica. A un paraíso imposible e increíble. Y soy libre. Libre de todo y de todos. Diferentes sensaciones se apoderan de mi cuerpo que no es mi cuerpo y soy feliz. En ese mundo no existe el miedo. El miedo a la muerte, el miedo a la vida. En ese mundo no hay rencor ni dolor. Instantes eternos llenos de fantasía. Pero, quizás es mi alucinación. Si llegara a serlo ¿después cuál será mi realidad? ¿Esa que siempre viví?. Prefiero mi alucinación, esa vida plena. Porque es vivir un sueño que yo diseño. Porque es vivir la felicidad. ¿de qué felicidad hablo?
Dudo. Me pregunto si quiero vivir la felicidad o si quiero ganarla. Si realmente mi meta es ese mundo utópico o el mundo real con sus avatares.
Quiero salir y quiero volver al mundo de los sentidos, mi mundo. De repente mi límite se esfuma. Y vuelve el sufrimiento, la falta de oxígeno. Pero siento. Esa es la diferencia.