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Perdón

Era el amanecer de un día tan normal como el que acababa de acontecer. Despertaba sin muchas ansias de vivir, algunas molestias digestivas y otras tantas de amor; pero sin pesadumbre en el corazón. Habían pasado dos semanas desde el desgraciado episodio en que María decidió al fin alejarse de mi oscuro y desordenado mundo. María. Tantas veces tú, María. En una noche que aun no se torna sensata en mi memoria; María utilizó a un pobre ser, según mi punto de vista, inferior a ella, para darme la estocada final en el ánimo. Hirió tanto mi amor la imagen de María, mi María, en brazos de otro, que juré encerrarme hasta la locura en la soledad de mi lúgubre habitación, creando y destruyendo sus recuerdos, a mi antojo, sin la intervención de la realidad, ni de su voz.

Fue en estos primeros días de insensato aislamiento, que, inexplicablemente, perdoné a María, endiosándola hasta el infinito, sin permitir a mis dañados ojos ver un solo rastro de imperfección en su ser. Pero tenía que odiar. Esa espantosa presión en el pecho me lo indicaba. Debía odiar. Busqué por horas, tal vez días, a la desdichada víctima de mis desprecios.

La encontré. ¿Por qué no? Era más fácil odiar al cómplice de la traición que a la persona que desataba mis penurias de amor. Tenía que odiarlo a él, tenía que despreciarlo. Sus brazos habían tocado mi cuerpo, sus labios habían sentido los míos. Mientras más lo pensaba, más se colaba entre mis ideas la de que él no era merecedor ni del desprecio de alguien. Era un ser nulo. Un alma en pena. Alguien que seguramente nunca entendió los mensajes encubiertos que enunciaba María al besar, imaginariamente, casi telepáticamente. Era alguien que no se daba cuenta de que se le había permitido tocar el cielo sin necesidad de alas o atrofia semejante. Pero aun así decidí odiarlo, desencadenar mis silenciosas maldiciones contra él. Buscando, vanamente, el indulto final para María.

En mí, odiar no tenía un significado práctico, ni ninguna influencia en la realidad. En mí, odiar, era simplemente soñar despierto con desdichados momentos para la persona a quien debía devoto rencor. Y era en este trance que me encontraba la mañana que ahora relato.

Me levanté y dediqué mis primeras horas a asearme, un hábito que se había vuelto obsesivo en mí desde el día que María me dejó. Logré construir una secuencia perfecta que me hacía sentir, por segundos, menos nefasto que al despertar, me subía el ánimo.

Dos días antes, había decidido por fin abandonar mi habitación. Mi pequeño departamento estaba convertido en un laberinto interminable de papeles, retratos de María, su liga para el cabello y los demás cachivaches que suelen poblar el hogar de un soltero. Decidí no limpiar ese día, esperaría al Sábado. Recogí algunos sobres, cerca de la puerta, y encontré una invitación a cierta exposición de arte en la única galería de la ciudad. Lo pensé bien y decidí ir. No podía ser para siempre un ermitaño. Algunos vivos de lucidez empezaban a aparecer en mi ennegrecida mente. Esperé miserablemente la llegada del día de la muestra.

Las horas, minutos y segundos, pasaron ridículamente tranquilos ante mí. No había podido preguntarme a mí mismo qué era lo que estaba pasando; no había tenido el valor de escudriñar en mi interior y encontrar la causa de aquel mudo sufrimiento. Sólo esperaba, se diría que resignado, que llegara el día de la exposición.

El día llegó. Las provisiones eran ya escasas y tuve que abandonar mi estado letárgico para comprar algo de comer. Al salir, la claridad del día me cegó y provocó que mis primeros pasos en la calle fueran algo torpes, desubicados. Logré adecuarme al ritmo de mi ciudad y pude terminar el cometido sin mayores inconvenientes. Salvo, claro, la molestia en el pecho cada vez que veía a alguna pareja prodigarse muestras de eso que ahora para mí ya no tenía sentido. El amor. ¿Existe el amor?

Aproveché lo que quedaba de tiempo antes de la muestra para iniciar el proceso de reinserción en mi propia vida. Revisé mi agenda para la semana siguiente, leí algunos de los innumerables panfletos que inundaban mi puerta los Viernes por la mañana y fui reconociéndome poco a poco.

El día, a diferencia de sus predecesores, pasó rápidamente. Fui preparándome para salir, y mientras lo hacía, fui convenciéndome, terca y porfiadamente, de que María iba a estar ahí. La acostumbrada secuencia de higiene, se hizo, entonces, aún más obsesiva.

Al llegar en taxi a la muestra, con mi viejo saco de corduroy y mi cabello más limpio y oloroso que nunca; empecé a reconocer rasgos de la persona que algún día fui, antes de conocer a María, antes de entregarle cada uno de mis pensamientos y acciones. Reconocí en mí, por ejemplo, la desidia con la que saludaba a los conocidos, algo que María, cuántas veces tú, María, no entendía. Encontré a algunos amigos escritores y otros tantos artistas plásticos. No fueron pocos los que creían que había dejado la ciudad. Inventé una excusa, seguramente ligada a la literatura, para explicar mi ausencia.

La exposición se me hizo aburridísima, no dejaba de buscar, entre los cuadros y sus ahora incomprensibles colores, a María. Intercambié algunas palabras con señoras amantes del arte y no entendí una sola, ni las provenientes de sus bocas, ni las que salían de la mía. Seguí en mi búsqueda de los hermosos ojos verdes de mi otrora amada. No los encontré. La gente asistió, diría yo, aletargada, a las palabras pronunciadas por el autor de la muestra y poco a poco, empezaron a abandonar la sala. Perdí cualquier esperanza de ver aquella noche a María, decidí irme, pero había quedado enfrascado en medio de una discusión sobre política, lo cual hace un poco por explicar cuan extraviado me hallaba, tratando de encontrarla a ella, y de paso, a mí.

Había logrado librarme del grupo, con excusas estupidísimas, seguro. Estaba yéndome, mientras encendía un cigarrillo, cuando pude reconocer, a muchos metros de distancia, la grácil figura de María. Como era de esperarse, estaba hermosa. Vestida de negro, como siempre que debíamos salir a uno de esos compromisos sociales que ella odiaba y que yo amaba que odiase. No me vio. Avanzó a través de la puerta, concentrada en el folleto de la exposición, con sus hermosos anteojos azules y su gracioso caminar, como echando el cuerpo hacia delante y acordándose de recogerlo de vez en cuando, cada vez que está por desplomarse.

Fue en ese momento, mientras me debatía entre hablarle o correr despavorido, tratando de controlar el sinfín de emociones que contaría mi maltratado estómago, cuando entró. Era él. Había asistido con María. Caminaba torpemente tratando de seguir el ritmo que infringía María con sus pequeños pasos. Era claro que no sabía lo que hacía allí. Recordé instantáneamente mi promesa de odiarlo y empecé a hacerlo, lanzándole una mirada furibunda, que él no vio, por supuesto. Le deseé dolor, mucho dolor. Creé en mi mente la imagen del desdichado tropezando y golpeando su cabeza contra algún objeto especialmente macizo. Pero ya, había visto a María. Ese era el objetivo y lo había conseguido. La gente que aun quedaba había impedido que ella me viera, lo cual era incluso mejor.

Empecé a caminar rumbo a la salida, mientras meditaba la forma de volver a ver a María, cuando oí un ruido sordo y el grito de alguna sesentona. El súbito desorden sonoro me obligó a voltear inmediatamente. Lo que vi fue un bálsamo. El acompañante de María había resbalado golpeando su cabeza contra una de las columnas de la sala. Trataba de incorporarse, al mismo tiempo que le explicaba a una desconcertada María que no había sufrido mayor daño. La imagen, de alguna forma me regocijó. Pero al instante siguiente un rayo golpeó contra mi cabeza. ¿No era eso exactamente lo que yo había deseado que pasara? Volví en mí. Tenía que ser una coincidencia. Pero el avatar de los últimos sucesos y el aparente desorden en mis pensamientos hizo que lo intentara de nuevo. ¿Por qué no hacerlo? Volví a tejer en mi mente la escena del desdichado vertiendo el contenido de su copa en uno de los cuadros más costosos y de mayor formato, me concentré en hacerla lo más real posible. Esperé unos instantes y seguí con la mirada los movimientos de mi víctima. No tardó ni dos minutos en producirse lo que yo temía, o esperaba, o deseaba que sucediera. El torpe romeo volteó furiosamente, y, como si hubiera sido tirado por una fuerza suprema, fue directamente hacia el mayor cuadro, llamado “Perdón”, y lo arruinó mojándolo en su parte inferior. Esta vez la primera en gritar fue María, al parecer confundida por la seguidilla de accidentes, ensañados ahora en contra de su eventual compañero.

El encargado de la muestra se acercó velozmente, e inmensamente contrariado, les explicó que ahora debían comprar la pieza, como constaba en la estipulaciones del folleto para los asistentes. Obviamente, María fue la que pagó. Debieron hacer malabares para que el inmenso lienzo entrara en el pequeño auto de María. Los seguí observando hasta que se perdieron al voltear en la primera esquina, al parecer iban discutiendo.

Apenas desaparecieron de mi vista, pude darme cuenta de la situación. Por alguna razón inexplicable, yo tenía poder sobre el sujeto. Pero, ¿por qué? ¿Era tan inmenso mi amor por María que existían fuerzas mayúsculas que actuaban en mi favor? ¿Eran simples coincidencias? No podía explicarlo. Lo mejor era dormir, ya al día siguiente analizaría con más calma lo sucedido.

El día siguiente, trajo consigo nuevas ideas, todas relacionadas con mi aventajada posición en relación al autor de mis desdichas. Pensé que, si, en todo caso, resultaba cierto que tenía poder sobre él y los sucesos en su vida, sería bueno desarrollar mi venganza de esa forma, lo haría sufrir hasta la locura, mía o suya. No podía tener miramientos con él ahora. Algo divino me había permitido saborear de tan cerca la dulce revancha y no iba a desperdiciar la ocasión.

Por la mañana, abandoné apresurado mi departamento para ir a esperarlo a la entrada del trabajo, que quedaba bastante cerca de donde yo vivía. Mientras caminaba, iba pensando en muchas circunstancias para regocijarme con el sufrimiento de él. Se me ocurrían muchísimas, algunas especialmente crueles, algunas especialmente estúpidas; pero ¿no podía tener la idea que quisiera y se iba a plasmar en la realidad? No iba a echarme atrás. Había empezado a explorar un área de mi ser que nunca había conocido siquiera hasta ese día: mi lado cruel. Una crueldad que nunca nadie había logrado despertar, hasta el día que vi mis labios rozando otros que no eran míos. Me decidí por el primer tormento.

No podía ser algo que le causara la muerte. Por varias razones. Porque jamás hubiera podido vivir con semejante culpa en el alma. Tal vez porque temía que el límite de los poderes que ostentaba ahora, fuera ese. Quizá por pavor al pensar en alguna represalia divina en mi contra. O en contra de María.

Entonces lo vi aparecer por la esquina que imaginé. Iba impecablemente vestido, pero sin ese andar que tenemos aquellos que sabemos hacia dónde nos dirigimos y por qué. Una bicicleta venía del lado contrario. En cuanto vi al ciclista, decidí mi primera acción, era obvia y predecible, pero perfecta para empezar a gozar de mi condición de ser superior a él. Pareció como si el tiempo igualmente fuese mi aliado. Los pasos del desdichado no continuaron su torpe ritmo y pareció quedarse pegado al asfalto. El ciclista jamás pudo verse más distraído. El golpe fue brutal, de esas escenas que merecen ser puestas en cintas y llevadas a la posteridad por algún videoaficionado. La gente que andaba por ahí esa tranquila mañana corrió a socorrer al accidentado. Me acerqué, camuflado por la multitud de curiosos. La escena fue como la imaginaba. El ciclista no había sufrido daño alguno, además, claro, de la fuertísima impresión de haber pasado de un estado de letargo momentáneo al de verdugo de la suerte de aquél imprudente transeúnte. El otro individuo había corrido una suerte distinta. Estaba realmente destrozado. Como el lector tal vez habrá notado, no sé mucho de cuadros clínicos, contusiones o severidad de golpe alguno, pero el tipo lucía realmente mal. Algún caritativo conocedor de primeros auxilios intentaba ayudarlo haciéndole incompresibles preguntas. Otro llamaba desesperado a una ambulancia desde su teléfono.

Mi reacción fue muy distinta a la que yo mismo esperaba. Ningún gesto pudo estar más lejos de mi esperada sonrisa que el de vergüenza y estupor que invadió mi rostro. Nunca había hecho un daño así a nadie ni siquiera sin intención. Una inmensa duda y culpa invadieron mi corazón y tuve que alejarme velozmente del lugar. Necesitaba respuestas.

Llegué a mi departamento y empecé a buscarlas. ¿por qué? ¿Esto disminuía de alguna manera el dolor causado por la injuria de María? ¿Ahora me sentía mejor? ¿O peor? Busqué entre mis pensamientos últimos aquél que me explicara, íntimamente, cómo había hecho tan atroz metamorfosis. Nunca había odiado tan perfectamente como ahora. Pasé horas observándome a mí mismo en un pequeño espejo que había pertenecido a María. ¿Era la venganza lo que había buscado tan desesperadamente para indultar a María? ¿O era el perdón? Pensé que el perdón podía ser la respuesta a mis preguntas. Pensé e hice denodados esfuerzos por reconocerme. No lo logré. Alguna vez alguien, muy cercano a mí, seguro, me confesó que sólo liberó su alma de una inmensa pena, cuando perdonó al causante del mal. ¿podía yo hacer lo mismo? Deliberé contra mis razones para odiar, contra mis orgullos, contra mis amarguras. Luché contra mis recuerdos de María. Hace un tiempo que ella había dejado de ser la causa de mis odios. Me odiaba a mí. Odiaba mis debilidades, mi incapacidad para olvidar y renovarme. Lloré, amargamente. Lloré y dudé. Pero finalmente, perdoné. Más por la gratitud que sentía hacia ellos por haberme permitido esas horas de frugal pensamiento que por la necesidad de hacerlo, o el sentimiento de culpa. Mis razones eran válidas, y certeras. Sinceras. Era un nuevo yo.

El nuevo yo logró averiguar el hospicio en que habían internado a su anterior víctima. Compré una caja de los cigarrillos que había notado que fumaba y decidí visitarlo. Supuse su sorpresa al verme y preparé muchas excusas para tal ocurrencia. Caminé tranquilo y liberado. Llegué. Pregunté el número de habitación. En el ascensor apreté fuerte el regalo y abundé en gotas de sudor para compensar mis nervios, a pesar del cambio, seguía siendo una persona tímida. Llegué a su puerta, respiré profundo, le di dos toques y empujé suavemente la madera. No había siquiera terminado de levantar la cabeza cuando vi a María, trémula, sosteniendo una mano. Volteé, cerré y nunca regresé. Es tal vez el dolor más grande que el perdón, pero en esta odisea de gratitudes, recuerdos y olvidos, pude descubrir una salida a los caminos del odio. Abrí la caja de cigarrillos, prendí uno y lo fumé en nombre de los tres, del olvido, y cómo no decirlo, del perdón.
Datos del Cuento
  • Categoría: Urbanos
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Comentarios


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1 comentarios. Página 1 de 1
Violeta González H
invitado-Violeta González H 05-07-2006 00:00:00

Me agradó el cuento, tiene un hilo conductor muy claro y en cierto modo, una cuota de suspenso. Felicitaciones

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