Tovalín llevó a su esposa a las cercanías de Cuernavaca porque necesitaba alejarse de la gran ciudad. Su familia se había vestido de luto los últimos días. Eduviges, una de las tías más longevas, había muerto. Tras 102 años de tolerar la soltería y una virginidad más supuesta que comprobada, fue a alcanzar a su hermana Raquel. Emma, la esposa de Tovalín, se encontraba en el extranjero cuando ocurrió el deceso. Su marido no era proclive a contarle las desgracias familiares. Sentía que ello suponía inmiscuirla demasiado en asuntos que no le eran propios.
La familia de Tovalín poseía una cabaña solitaria. Una desviación en la carretera de cuota a Cuernavaca los llevó al silente sitio, largamente deshabitado. Una señora morelense lo visitaba una vez a la semana para adecentarlo, pero se negaba a permanecer ahí. No era mucho lo que podía limpiarse; la casa necesitaba diversas reparaciones. Sólo podía usarse una de las habitaciones, pues las otras dos se estragaban lentamente por culpa de la humedad. Sin embargo, la cocina y un baño completo estaban en perfectas condiciones.
Tovalín se veía medianamente relajado. El embarazo de su esposa lo mantenía inquieto, pues añoraba que algo lo interrumpiera. Descreía de la paternidad y contaba con un hijo ilegítimo, a quien mantenía clandestinamente so pena de que la madre hablara. Emma, en cambio, deseaba privacidad; su estado podía impedirle pasar momentos eróticos, pero nada le impedía conversar largo y tendido con su esposo. Le encantaba comunicarse con él en beneficio de su relación, sobre todo porque la cuestión laboral les impedía pasar juntos mucho tiempo. Durante el viaje platicaron sobre trivialidades. Tovalín no contó nada sobre el deceso de Eduviges ni sobre el porqué del abandono de la cabaña.
Llegaron a media tarde. Emma no se sintió complacida por la triste apariencia de la cabaña. Temió que la humedad pudiera afectarla. Le daba pánico que su embarazo tuviera alteraciones. Tovalín se limitó a conducirla a la zona habitable y la invitó a relajarse en la cama. Aunque el viaje había sido breve, Emma se sentía cansada. No tardó en quedarse dormida. Tovalín se sentó a su lado y la contempló. El frío arreció, obligándolo a tomar una manta del clóset para cubrir a la durmiente. Acto seguido se puso una gruesa chamarra y continuó mirando a su mujer. Al rato, quizá movido por el silencio, exploró visualmente su derredor. Sabía la historia que podía contar el cuarto. A punto estaba de rumiar su necedad para que fueran a ese sitio cuando le sobrevino el sueño.
Para cuando se acostó junto a Emma ya había anochecido. La oscuridad se cernió sobre ellos y el silencio prevaleció. De súbito, Tovalín percibió la ansiedad de Emma. Abrió los ojos de inmediato y la vio agitándose. Seguía dormida, pero era claro que padecía un sueño alarmante. La sacudió con vehemencia para despertarla y, cuando al fin lo logró, le pareció que la salvaba de un destino horrendo. Emma estaba pálida y jadeaba. Miró con espanto alrededor y luego echó los brazos al cuello de su marido. Él procuró tranquilizarla con palabras dulces, enfatizando que todo había sido una pesadilla. Pero Emma no estuvo de acuerdo. Señaló que había sido “demasiado real”, como si hubiera estado ocurriendo. Tovalín le pidió que se explicara.
Emma contó la pesadilla. Estaban los dos justamente donde se hallaban, durmiendo uno al lado del otro. Entonces la puerta se abrió entre crujidos y entraron dos figuras. Una de ellas era mujer, mientras que la otra no pudo ser identificada, aunque fue la única que habló. La mujer, una anciana cuajada de arrugas, con escaso pelo blanco, boca desdentada y nariz prominente, se inclinó sobre Emma y la miró a los ojos. Emma no podía hablar ni moverse, justo cuando su afán era gritar de horror y sacudir a su marido para despertarlo. La anciana extendió una mano hacia Emma y empezó a respirar agitadamente. La otra figura, no más que una silueta que oscilaba sin parar, dijo con voz cavernosa:
—Ella no.
Su indicación no fue atendida, pues la anciana pretendió posar la mano sobre el pecho de Emma.
—Ella no —repitió enérgicamente la figura—. Está embarazada.
El vejestorio retiró la mano a regañadientes y, cuando clavó la vista en Tovalín, el terror culminó. Emma había despertado. Tras contar la experiencia aparentó más tranquilidad, pero volvió a perderla al notar el estado de su marido. Tovalín había palidecido, sus labios temblaban y sus manos se habían congelado.
—¿Qué pasa? —preguntó Emma—. ¿Qué tienes?
—Viste a mi tía Eduviges —contestó el interpelado.
Tuvo que narrar la reciente muerte de aquella mujer, y añadir que en el cuarto donde estaban se había suicidado Raquel, la otra tía, quien perdiera la razón por no haber podido nunca tener un hijo. Desde entonces, la fatalidad obligaba a los visitantes a ocupar esa habitación, pero nadie había podido dormir en paz durante toda una noche.