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Nota Del Autor: Este es un relato de ficción, cualquier parecido con la realidad es mera coincidencia.
El ambiente de la oficina era como la de cualquier ambiente burocrático de país de tercer mundo: Desorden y caos. Aunque esto podría obedecer a muchas cosas:
- Un exceso de actividad. No era el caso de esa oficina. Aunque no le faltaba trabajo, poca o ninguna importancia se le daba.
- Una ausencia absoluta de actividad que justificara la inmediata desaparición de la repartición. De esta manera la acumulación de expedientes y biblioratos desparramados por todas partes en dramáticas e inestables pilas, los armarios abarrotados de papeles inútiles, las mesas donde vegetaban las máquinas de escribir y las obsoletas computadoras de la década pasada que jamás se encendían hablarían de una “virtual” ocupación plena, engaño tal que solo podría prosperar ante la mirada inadvertida de un inocente observador poco familiarizado con las tramas del ambiente estatal. Pero tampoco era este el caso de esta oficina.
Se podrían seguir citando una multitud de posibilidades centradas en la actividad parasitaria de muchas de estas oficinas, reparticiones, delegaciones, ministerios y decenas de otras nefastas creaciones únicamente concebidas para el oprobio de quienes deben someterse a su actitud abúlica, perezosa y mafiosa, esos ciudadanos comunes que, en su calvario, deben recorrer sus interminables pasillos buscando alguien que les de alguna importancia a las infernales cantidades de tiempo improductivo perdido en trámites de cualquier tipo, aunque sean de la más sencilla resolución. Es que desde las planas más elevadas hasta los empleados rasos de los escalafones del fondo de la absurda y deforme pirámide que define los escaños se ignora en forma axiomática que son esos mártires heroicos quienes pagan sus sueldos y fomentan involuntariamente sus actitudes cuasi-delictivas y sus conductas injustificadas.
Pero claro, ¿a quien importa el ciudadano común en un país como este? .
En esta desabrida sopa burocrática nadaba Emilio Duarte que, como rezaba el descolorido letrero escrito en el sucio vidrio de la desvencijada puerta de madera de su oficina, era el Secretario de Asuntos Científicos del Ministerio de Salud a nivel nacional. Había ingresado al ministerio como cadete de limpieza merced a un contacto político proveniente de su padre apenas terminado sus estudios secundarios y su personalidad encajó perfecta en el rompecabezas, pero no como una pieza existente sino como si le hubieran hecho otro agujero a la matriz original. De esta manera su carencia de personalidad y su ausencia total de talento para otra cosa que no sea la vegetación, la mediocridad y una innata habilidad para pasar inadvertido hicieron que quienes lo rodeaban nunca se fijaran en él y no lo vieran venir. Inexplicablemente se lo vio ascender en el escalafón y muchos inútiles como él se preguntaron como era que ese inútil había progresado tanto. Claro, le llevó cuarenta años, cuatro décadas de calentar sillas, sillones, sofás, mesas o cualquier cosa donde sea que haya posado su culo durante ese tiempo; horas, días, meses, años de nada, solo parasitar.
Hacía ya tres años que ocupaba ese cargo al que ni él mismo se podía explicar como había accedido pero, claro, no era hombre de mucha meditación que digamos, solo comía, cagaba y dormía. Teóricamente esa sección del ministerio debía evaluar la viabilidad de proyectos científicos, muchos de los cuales podrían contribuir a mejorar la calidad de vida de las personas. Es justicia, también, mencionar que muchos de los expedientes presentados eran disparates de tal magnitud que muy lejos de prestarle la menor atención solo llamaba a la risa pero estos trabajos tenían el mismo tratamiento que los serios: La ignorancia absoluta.
Es más, era muy probable que a alguno de estos disparates se les diera curso por encima de aquellos que los aventajaban en turno y seriedad. En esto se podía inferir la acción de alguna mano negra proveniente de las más oscuras madrigueras políticas. A Duarte no le importaba nada, solo hacía lo que le decían. Y hacía muy bien. Si de su aptitud dependía, era mejor que no hiciera nada, dado que cualquier acción suya solo podía terminar en bochorno. El sabía que por eso estaba donde estaba, si de algo era muy conciente era de la posesión de una perfeccionada y pulida idiotez que lo hacía el idiota perfecto para los turbios manejos de sus superiores que solo pensaban en sus cuentas bancarias y sus intereses personales por encima de las obligaciones hacia la gente común, aquellos ilustres desconocidos que los habían indirectamente elegido para que ocupen sus privilegiados puestos políticos depositando su confianza en estos mentirosos personajes con la ilusión de una mejora en sus vidas. Duarte no era siquiera un títere dado que ni hilos hacían falta para manejarlo a voluntad. Era un “gana sueldo” como se le decía en la jerga del ambiente a gente como él, como si existiera otro tipo de empleado público. Nada le importaba lo que se dijera de él, se limitaba a llegar puntualmente a su “trabajo”, sentarse en su sillón y dedicarse a mirar el reloj cada veinte o treinta minutos a la espera de la hora de salida, jugueteando con un lápiz o tirando bollitos de papel al cesto. Su salario, si bien nada descomunal, era por lejos muy superior a uno de cargo similar en el ámbito privado. Pero la diferencia universal y dramática era que un hombre de su mismo escalafón en una empresa privada debía, primero “trabajar” y segundo quizás debiera cumplir jornadas promedios de diez, hasta doce, horas de permanencia mientras que Duarte, al igual que todos los de su calaña, cumplían religiosamente seis horas de permanencia en sus lugares de “trabajo”. El abuso del sector privado montado en la creciente desocupación y las sucesivas flexibilizaciones llevadas a cabo para combatir el desempleo pero que llenó las calles de desocupados, hacían de los trabajadores poco más que esclavos medievales y de sus amos prósperos acaudalados feudales.
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