(c) 2005 Juan Manuel Torres Moreno
Lo que más desagradaba en todo momento eran dos cosas: por una parte las moscas siempre presentes y por otra el persistente olor a muerto. Esta combinación decoraba continuamente el paisaje del Servicio Médico Forense o Semefo, como la gente lo conocía. Y las moscas invadían no solamente el anfiteatro y los frigoríficos donde estaban los cadáveres, sino que también se hallaban por los sitios menos inimaginables: incluso en las oficinas del Licenciado del Ministerio Público, dentro de los archiveros, en las carpetas de expedientes y frecuentemente chupando sudor sobre la piel de visitantes y difuntos. A veces no se espantaban tan fácilmente, pues ellas lo consideraban su hábitat natural. El hedor sin embargo era psicológicamente más repugnante aún. Un hedor a muerto es difícil de definir pero en cambio es inmediatamente perceptible en las fosas nasales, porque se pega a ellas insistentemente.
¿Es acaso el formol con el que tratan los cuerpos? ¿o la ligera descomposición de los líquidos en las vísceras? ¿o la sangre coagulada que no circula más? Difícil de saber a ciencia cierta. Y más difícil de eliminar de la memoria, una vez que se ha olido. El olor a muerto lo sigue a uno durante toda la vida.
Justamente fue ese olor el que hizo que Tamara se detuviera durante unos instantes, antes de entrar al edificio del Semefo. Había terminado su carrera de medicina en la Universidad de Guadalajara, hacía poco tiempo, y la urgencia de tener un trabajo la llevó a aceptar ese cargo de médico forense, en el Semefo de Tlalpan en el DF. Así que empacó toda su vida en tres maletas, y luego de seis horas de claustrofóbico encierro en un autobús, llegó hasta el corazón de la monolítica Ciudad de México.
No es que no hubiera visto autopsias antes: incluso había realizado algunas, durante su carrera. Pero eran autopsias siempre bajo la dirección de un profesor, y con sus compañeros de grupo. En la asepsia de la Facultad de Medicina. No era miedo, sino sobre todo asco lo que le impedía estar tranquila todo el día. En la noche tenía frecuentemente pesadillas. Estar rodeada de cadáveres “NN” –como se conoce a los cuerpos que aun no han sido identificados– le hacía dormir mal. Siempre tenía el estómago asqueado por el olor, por las moscas, por la visión de sangre y líquidos en las planchas. Las planchas siempre salpicadas de algo, de alguna sustancia viscosa. Rara vez estaban completamente limpias –por no pensar que nunca lo estaban–, y el mosaico blanco siempre daba sitio para encontrar huellas comunes de la última autopsia. Además la refrigeración no era buena –nunca fue buena–, lo que contribuía a aumentar de vez en vez el hedor.
A cualquier hora llegaban familiares de algún cadáver “NN” a tratar de identificarlo. Pasaban antes con “El Licenciado”, para verificar la descripción común en las listas: edad aproximada, señas particulares, causales de la muerte, sexo... y si algo de la información coincidía, entonces los familiares pasaban con Tamara a la sala general de cuerpos, donde estaban los que ya no sueñan, esperando pacientemente ser identificados. Tamara procedía a levantar la sábana (normalmente arrugada o ensangrentada), y si la identificación era positiva, una reacción de los familiares era de esperarse: gritos, llanto o desmayos era lo corriente. A veces, sólo una mirada de tristeza infinita en sus ojos secos, o a veces convulsiones o hasta náuseas. Tamara tenía todo el tiempo que soportar estas escenas, que en ocasiones se le hacían más repugnantes que la visión misma del muerto. Luego, otra vez la visita con “El Sr. Licenciado” para los trámites de retiro del cuerpo, pago de derechos o el pago adicional para acelerar los trámites. La corrupción que impera aun en el dominio de la muerte. Tamara se olvidaba de los detalles burocráticos y volvía a encerrar los cadáveres en refrigeración hasta su posible reclamo, o hasta su envío a la fosa común. Por limitaciones físicas en Tlalpan, los cuerpos sólo podían estar 72 horas en el Semefo. Pasado este tiempo, debían ser enviados a la fosa común, o a veces a la Facultad de Medicina de la universidad.
El Licenciado se fijó en las piernas de Tamara desde que la vio por primera vez. Siempre la trataba con cierta insinuación, y a veces hasta con un cierto descaro, usando su posición en el Semefo. Un día que estaban solos en el Servicio, y ella haciendo una autopsia, se acercó sin hacer ruido y le pasó la mano por detrás del cuello, la espalda y la cintura bajándola lentamente hasta comenzar a tocarle las caderas. Tamara se quedó casi quieta, casi rígida y recargando la cintura en el borde de la plancha de azulejos blancos, con los guantes de látex puestos, y su mano izquierda sosteniendo el brazo derecho del muerto. Mientras con la otra empuñaba la manguera de agua para lavarlo. No le gustó en absoluto, pero no le dijo nada al Licenciado. Este por su parte, la dejó tranquila y se limitó a dar una vuelta por el lugar. Tamara pudo ver que llevaba un pedazo de sándwich en la mano izquierda, y que las migajas que se le caían, llegaban al piso o a veces a las bandejas. El Licenciado la tocaba más o menos insinuante, y después se iba a su oficina a atender asuntos, como si fuera la cosa más natural del mundo. Esa tarde, Tamara salió un poco más temprano y fue a sentarse a la placita de Tlalpan, a tomar un café y un poco de sol, y quizás a ver pasar la gente (¿a los vivos?) por el lugar. En la banca de enfrente unos niños jugaban mientras la mamá los vigilaba. Más al fondo, una pareja se besaba ansiosamente tras unos árboles, pero Tamara pudo ver como el hombre le tocaba los senos a la chica, mientras ésta temblaba un poco. Tamara sintió náuseas, pero no supo por qué.
Otra parte de su trabajo consistía en tomar fotografías. Cada cuerpo que ingresaba al Semefo era fotografiado, y se llenaba un expediente con los datos necesarios para su identificación. Los expedientes estaban impresos en papel verde. Tamara tomaba su tiempo en cada foto, y siempre escogía el ángulo que mejor reflejaba al sujeto. De esa manera se constituía poco a poco, un archivo macabro, en donde estaban las caras de todos los muertos que ingresaban al Servicio. Ojos cafés, mentón redondo, bigote poblado, ninguna seña particular. Tamara no decía nada, pero siempre tomaba tres fotografías tres de cada persona. Dos iban al expediente, la otra la guardaba para sí. Nunca las veía: sólo las metía en su cajón del escritorio. Ya tenía varias decenas de ellas en su archivo personal. Si nadie llegaba a reclamar un cuerpo, ella pasaba el tiempo poniéndoles nombres: cabello crespo, negro, piel blanca, ojos negros: Luis. Moreno, ojos cafés, nariz aguileña: Joaquín. Cada cara correspondía a un nombre adecuado, en la mente de Tamara, que era escrito tras de cada foto. Si “El Licenciado” se enteró alguna vez del asunto, o del gasto extra de papel fotográfico, nunca dijo nada.
Algo que le molestaba, eran los exámenes rutinarios a los que sometían a todo el personal cada tres meses. Unos exámenes eran meramente clínicos: pruebas de gérmenes, heridas accidentales, bacterias, sangre. Nunca tuvo problemas de ese tipo: era demasiado cuidadosa en ese aspecto. Los otros eran las pruebas psicológicas, donde le hacían contar sus sueños (o pesadillas). También le hacían mirar hojas con manchones de tinta o le preguntaban cosas al parecer sin relación con el trabajo: –¿tenía finalmente una pareja estable? –¿qué película vio cuando fue al cine? –¿cuándo tuvo relaciones por última vez? –¿le sigue gustando tomar café por las tardes? Tamara las contestaba todas lo más sinceramente posible (a veces divirtiéndose con las respuestas inventadas, a veces creyéndolas ciertas). La sicóloga anotaba todas las respuestas en unas hojas verdes especiales, y nunca le hacía ningún comentario. Tamara le preguntó una vez la utilidad, o el sentido de dichos exámenes, y la sicóloga sólo le mencionó vagamente algo como “saber si el sujeto tenía afinidad a ciertos temas necrofílicos, o no” ¿Necrofílicos? claro, pues estaba relacionado con su trabajo. De esa manera –le explicaron– podemos saber cuando uno de los médicos residentes presenta demasiadas tendencias o signos, las suficientes para transferirlo a otra unidad hospitalaria o para darle vacaciones.
–¿Pero es que eso llega a pasar? –preguntó Tamara, inquisitiva– ¿que alguien pueda tener esas ideas?
–Por supuesto querida: mucho más de lo que te imaginas –le contestaron. Pero no te alarmes: todos tus tests en el Servicio son siempre muy satisfactorios. Nadie te va a correr de aquí.
Aquella noche Tamara no durmió bien. Las autopsias de los dos muchachos que le tocaron hacer, le habían revuelto el estómago más que lo de costumbre. Hombre desconocido, complexión mediana, edad aproximada: 26 años. Lavar-cortar-abrir-escurrir los líquidos. Cortar de nuevo–sacar una parte del cuerpo. Pesar y anotar en el expediente. ¿Causa de la muerte? Probable contusión con objeto metálico-cilíndrico en zona occipital. Suturar. Cortar-abrir-escurrir. Volver a empezar. Dos cuerpos al día, es lo normal en el Semefo de Tlalpan. A veces llegan a ser muchos más, y Tamara y los otros tres forenses tienen jornadas muy largas: de hecho es increíble la cantidad de cuerpos “NN” que se reciben, y que salen como tales, sin nadie que los identifique. Muertos anónimos que la ciudad se niega a reconocer que existen. Tamara repasaba mentalmente alguno de los cuerpos que le habían tocado por la mañana. El de un joven moreno le gustó para tener 20 años –ni un poco más ni un poco menos. Y así lo anotó–. El cuerpo no presentaba ninguna contusión, pero la cabeza tenía una herida suficientemente grande, por la que se había escapado la vida. Esa vez Tamara estuvo largo tiempo viendo el cuerpo del muchacho. Tocándolo. Lo descubrió todo para verlo mejor. No estaba menos pálido que los otros, ni menos frío. Pero algo tenía, que le gustó mirar ese cuerpo... el hecho de poder mirar o tocar, sin que el que el otro ni mire ni toque (¿ni sienta?). Es acaso ese detalle la delgada línea que separa la vida de la no vida? ¿Necrofilia? no: tan sólo interés profesional.
Varios meses pasaron en los que Tamara fue agregando más manías o rarezas, que la sola colección de fotos. Ahora pasaba tiempo mirando esos cuerpos ajenos. Fríos. Mirando solamente. Algunos le gustaban, otros simplemente le eran indiferentes. Otros le repugnaban. Sin embargo el detalle fascinante, estaba en el voyeurismo al extremo: mirar a alguien que no te puede mirar… eso le gustaba. También hacía las autopsias cortando con más delicadeza, y respetando la mayor parte del tejido. Había adquirido una gran destreza. A veces incluso, omitía abrir para sacar órganos y ponía como causas de la muerte, otras de las verdaderamente acontecidas. A veces sí que le gustaba abrir al máximo, y obtener las vísceras completas, estudiando los detalles de las venas y de los nervios. Como cuando abría las ranas en la secundaria. La dificultad de desprender entero un músculo de los tendones que lo sujetaban al hueso, era todo un desafío. Pero todos eran ejercicios meramente profesionales. Su mente se fue adaptando a esos cambios, y en las visitas trimestrales de la sicóloga, mentía repetidamente en las respuestas. ¿Cuándo tuve relaciones la última vez? ¡Pues anoche!, en la cochera de mi novio –decía categóricamente, y no era cierto–. Ahora el hedor ya no le era tan repugnante como antes. Pero le parecía que quizás, su trabajo la había habituado. A los demás el hedor nunca pareció importarles tanto como a ella. Al Licenciado menos que a los otros.
Una tarde –sin otros compañeros del Semefo– estaba practicando delicadamente una autopsia a una mujer desconocida, que había llegado la noche anterior. Nadie aun la había reclamado. Abría lentamente una cavidad, mientras contemplaba –casi sin percibirlo– los dos pechos de la mujer. Era una mujer muy joven (quizás no llegaba a los treinta o un poco menos), y sus pechos estaban ahí, dispuestos... Tamara no pudo reprimirse y los tocó –por primera vez–, con un interés más-que-profesional. Tocó primero uno, luego el otro. Dejando llevar luego la mano por los pezones, fríos y extraordinariamente rígidos. A Tamara le parecieron erectos. Se quitó un guante para sentir la piel con más detalle. Se puso el guante de nuevo, y tocó el sexo: dudó un momento, pero no se atrevió a hacerlo sin guante. Luego volteó a ver la mirada ausente de la mujer, que de verdad parecía no importarle el ser tocada. En vida quizás habría reaccionado de un modo violento, ante esas torpes caricias. Ante esas caricias de látex. O quizás no. “El poder tocar y no ser tocado”. Tamara terminó con su trabajo. No vio que el Licenciado la había espiado a través de la persiana de su oficina. Esa vez el Licenciado percibió un destello en los ojos de Tamara, y pensó algo. Tamara tenía una leve sonrisa cada vez que tocaba un cuerpo y no cuando era tocada por alguien. “El cuerpo de un muerto ya no es un hombre o una mujer: es sólo un cuerpo, que desea ser tocado, pero que no puede pedir que lo hagan.” se dijo Tamara a sí misma.
Al otro día fue el turno de un hombre –obrero, delgado, 36 años– que llevaron por la tarde. Desnudó el cadáver con gran eficacia (prefería desnudarlos ella misma, y que no la ayudara Sofía, que a menudo hacía las guardias con ella), lo lavó cuidadosamente por todas partes. Aprestó los instrumentos. Se puso su tapaboca verde, y se dispuso a abrir el tórax, sospechando de antemano que la causa de la muerte, era una herida de cuchillo. Mientras abría con cierta dificultad, una parte del brazo derecho del cadáver descansaba fuera de la mesa holgadamente, y, Tamara –casi sin sentirlo– tuvo un momento la mano del muerto tocando su sexo. La bata entreabierta facilitó aun más que la mano siguiera ahí. Tamara no tuvo más que seguir moviendo el bisturí de arriba a abajo, mientras seguía frotando su sexo contra la mano obstinada... Lejos de parecerle aberrante lo encontró curioso. Incluso agradable. Así siguió unos momentos, ella abriendo el cadáver, y el cuerpo tocándole el sexo con una mano insensible, pero intencionada. Tamara lo disfrutó enormemente, aunque no lo comentó con nadie por supuesto. A partir de ese día las operaciones que hacía procuraba siempre que fueran en solitario, dejando los brazos del cadáver extendidos en la mesa mientras ella se deleitaba abriendo cajas torácicas, y acomodaba las manos de los difuntos entre sus piernas, en un vaivén que en más de una ocasión la hizo ponerse frenética y al borde de un orgasmo. Se contenía a tiempo, las mejillas enrojecidas, jadeante. ¿Necrofilia? Pero no... ¿Quién puede pensar esas cosas?: sólo interés personal.
Durante meses el Licenciado continuó los manoseos insistentes hacía Tamara. A veces se le repegaba para hacerle sentir una erección enorme, pero nunca obtuvo de ella ninguna respuesta. Claro que tampoco la más leve palabra de desagrado salió de sus labios: simplemente lo ignoraba. El Licenciado se molestaba ciertamente: – “Ya caerás doctorcita...” –pensaba para sus adentros: –“Un día lo sentirás entre tus manos... y ya verás que caerás conmigo” –le decía al oído mientras se le repegaba más por detrás. Tamara entretanto, continuó abriendo la piel cetrina de un individuo, que ese día no le interesó en lo absoluto.
Un día, el forense en turno le comunicó que el Licenciado había muerto, luego de un fin de semana de alcohol, sexo y cenas copiosas. Era una pérdida sensible, pues el Licenciado era conocido por todos. Tenía años y experiencia trabajando en el Servicio. Manejaba hábilmente todo el papeleo administrativo. Por supuesto, se suponía que la causa efectiva había sido congestión cerebral, pero la autopsia revelaría los detalles precisos (o evidentes). El médico le preguntó a Tamara si estaba dispuesto a hacerse cargo, y ella contestó simplemente que sí. –“El cuerpo está en la plancha 16, procura no verle la cara”. En sus ansias por no morir, el Licenciado había decidido comerse un pedazo de su lengua. –“Yo estaré presente para auxiliarte” –le dijo. A Tamara la ayuda no le importaba en lo absoluto. Ni tampoco investigar con claridad los detalles o la forma de la muerte. Eran evidentes. Pero por otra parte, ahora sí que le interesaba aquel cuerpo grasoso y medio calvo. El Licenciado vivo era “El Señor Licenciado del Ministerio Público”: pero el Licenciado muerto era sólo un cuerpo dispuesto a las manos de Tamara
–(un cuerpo que desea ser tocado)–
Volteó el cadáver, levantó la sábana, dejando el cuerpo desnudo al descubierto y lo lavó cuidadosamente por todas partes. Esperó unos segundos. Y de pronto, antes de comenzar la autopsia y ante los asombrados ojos del forense en turno, se quitó los guantes y tomó entre sus manos –muy cariñosamente– el helado falo del Licenciado, y empezó –sin más– la simple, antigua y macabra danza de una masturbación frenética.
Esa noche Tamara dejó de tener pesadillas.