Guardo los objetos más valiosos en uno de los estantes inferiores de la librería de mi habitación, dentro de una caja de aluminio sin cerradura de tamaño algo mayor al de una de zapatos. En ella conservo billetes de tren, flores desecadas, puntos de libro, un reloj de cuerda con una sola saeta, servilletas de papel con poemas dedicados, recortes de periódico, postales mías y ajenas, cajas de cerillas, un pasaporte, mecheros austriacos de martillo ya inservibles por el uso, y otras cosas por el estilo.
Muchas noches, después de cenar, aparece mi hijo en pijama por la puerta del comedor, cargando, no sin esfuerzo, la caja con ambas manos. Viene hasta donde me encuentro, la deposita en el suelo, desliza la tapa y extrae, aparentemente al azar, uno de los objetos que contiene, siempre distinto. Me lo muestra y luego me suplica: “¡Explícame su historia!”.
Yo se la cuento, aderezada a menudo -pues la memoria me empieza a fallar- con algún que otro detalle inventado. Cuando la historia concluye, me pide que le lleve a la cama, aunque en ocasiones el sueño le vence antes de terminar.
No constará en testamento alguno, pero un día la caja será suya. Como suyas serán las historias que contiene, que a lo mejor, convertidas ya en mera fantasía, ayudarán a conciliar el sueño a otros niños que no conoceré.
Yo considero señor Joaquin, y de hecho admiro y valoro este pequeño trabajo, el cual adornó con buena redacción y contenido,que el relato como tal està muy bien, sólo discrepo de la categoría, ya que considero que no es fábula. Vaya para usted mi saludo y sepa que comparto su opinión y preocupación sobre lo que está pasando en esta página. Su amigo y seguro servidor Alejandro J. Díaz Valero