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La Apuesta

-Quiero hacer una apuesta a todos los hombres aquí presentes- dijo el tipo gordo del bar.

   Todos giraron para verlo. El tipo vestía un saco gris y algo raído, gruesas gotas de sudor resbalaban por su frente pese a que se había sentado frente al aire acondicionado, y en conjunto parecía un borracho triste que no tenía nada para perder. El hombre sacó un pañuelo de tela y se enjugó la cara aceitosa, a la espera de respuestas. El primero en hablar fue el cantinero:
   -Diga la apuesta, y nosotros diremos sí o no.
   -Les voy a mostrar algo- dijo el tipo, guardándose el pañuelo en el bolsillo trasero del pantalón-. Lo más horroroso y repugnante que verán en sus vidas.
   -¿Y cuál es la apuesta?- dijo un anciano solitario, sentado frente a su vaso de ginebra, que miraba al gordo con una mezcla de interés y repulsión.
   -Bueno… pues esa. Que lo que les mostraré será lo más horroroso y repugnante que jamás hayan visto.
   -No será algo de maricas, ¿verdad?- el cantinero había dejado de hacer sus tareas y dirigía al gordo una mirada amenazante-. Es decir, no nos mostrarás el culo, o el pene, o alguna cosa de ésas, ¿verdad?
   -No es nada relacionado con eso.
   -¿Lo más horroroso y repugnante?- el viejo solitario arrimó su silla unos diez centímetros, con los ojos de repente brillantes-. En mi vida vi muchas cosas feas, amigo. Una vez vi a un tipo cortado en dos en las vías del tren. Y también vi un ahorcado. Su cara estaba verde y la lengua le colgaba como un trozo de alga sangrienta. ¿Usted dice que lo que mostrará es más horroroso que eso?
   -Mucho más horroroso- dijo el gordo, con una triste sonrisa.
   -¿Lo tiene usted consigo?
   -Claro- dijo el gordo, siempre mostrando su sonrisa distante y lacónica, como quien recuerda algo agradable que no regresará jamás-. Está aquí conmigo.
   -¿Dónde?
   -No puedo decir eso todavía. ¿Aceptan la apuesta o no?
   -Aguarde un momento- dijo el cantinero, frunciendo el entrecejo y colocando sus manazas sobre el mostrador-. Hace mucho, cuando era joven, atropellé a un chico en la calle. Yo iba en mi automóvil y el pobre chico se atravesó para buscar una pelota. Detuve el auto y me bajé, agarrándome la cabeza y pensando que me había metido en un gran lío. Pero cuando miré hacia atrás, el chico no estaba. Lo busqué debajo del auto y en un zanjón que corría paralelo al camino: no había nadie. Estaba comenzando a creer que había imaginado todo cuando se me ocurrió abrir el capó: el niño estaba ahí, metido entre el cigüeñal y la caja de transmisión. Fue lo peor y más triste que vi en mi vida. Aún después de tantos años, sigo soñando con eso. ¿Y usted me dice que lo que me enseñará es peor que eso?
   -Así es- dijo el gordo, volviendo a enjugarse el sudor con su pañuelo roñoso-. Es mucho peor.
   -Entonces me gustaría ver eso- dijo el cantinero, aunque un escalofrío recorrió su cuerpo-. Apuesto cincuenta dólares.
   -Y yo cincuenta más- agregó el anciano.
   -Y yo otro tanto- dijo un tipo que bebía su whisky barato.
   -Lo que vi yo es mucho peor que todo lo de ustedes juntos- dijo una voz en las sombras. Era un hombre calvo sentado en la punta, donde una lámpara se había quemado y nunca más había sido repuesta. Lo envolvía una bruma de cigarrillo que permanecía estática en el aire. Se acodó en la barra y empinó un trago. Luego, con ojos vidriosos, dijo:- Mi mujer murió a los treinta y cinco. Mi vida se terminó ahí. La enterramos en el cementerio del pueblo, pero entonces sucedió el famoso terremoto de San Juan días después. Yo justo estaba en el cementerio cuando sucedió, visitando la tumba de mi esposa. Vi cómo la tierra se abría y el cajón salía a la superficie y se partía como un huevo. Y mi esposa, mi pobre y querida esposa… vi que asomaba su rostro, como un niño jugando al escondite. Pero su rostro… su rostro... no era el que yo había amado. Era…
   El hombre tomó otro trago, y los otros permanecieron en un respetuoso y horrorizado silencio durante unos segundos.
   -Era el de una pesadilla triste y horrorosa a la vez-miró al gordo y luego su cuerpo se convulsionó en un sollozo-. Discúlpeme, pero no creo que pueda igualar ese horror.
   -Siento mucho lo de su esposa- dijo el gordo con voz suave, secándose por enésima vez el sudor que le corría a auténticos baldazos-. Pero lo que yo tengo… es peor. Mucho peor.
   -Cien dólares- dijo el hombre, dando un puñetazo de rabia sobre el mostrador-. Le daré cien dólares si me muestra algo peor que lo que yo vi.
   -Aceptado- dijo el gordo.
   -Muéstrenos de una buena vez- se impacientó el cantinero.
   El aire del bar de repente parecía haberse enrarecido. El chirriar del aire acondicionado se hizo distante, como si estuviese en otra habitación. El gordo se paró y se sacó el traje, dejando al descubierto una camisa totalmente empapada en sudor.
   -¿Qué está haciendo?- se sobresaltó el cantinero-. Le dije que no quiero nada de cosas maricas en mi bar.
   -Sólo me saqué el traje- dijo el gordo, mientras colgaba la prenda al respaldo de la silla-. Es este calor. Siempre tengo calor. Les mostraré en un minuto, pero primero quiero refrescarme un poco. ¿Puedo sacarme la camisa?
   -Claro que no- dijo de inmediato el cantinero-. Aquí no hay lugar para esas cosas. De verdad le digo. Más vale que no… ¡Hey, le dije que no lo haga!
   Pero el gordo, sin escuchar las amenazas, se sacó la camisa de un tirón. Quedó al descubierto un estómago blanco e hinchado, realmente enorme, que se movía como si fuese una bolsa que contenía algún tipo de líquido en ebullición. Y luego, ante los gritos del cantinero, comenzó a arrancarse la piel. Primero fue la de los brazos, que se desprendió como si fuesen guantes, dejando al descubierto los músculos ensangrentados y pulsantes. Y después siguió con la piel de la cara y del resto del cuerpo. El gordo iba dejando los jirones de piel sobre la mesa, y al final había una montaña increíble de piel sangrienta y de apariencia resbaladiza. El gordo caminó hacia la barra, dejando un rastro de sangre tras de sí, y se sentó sobre un taburete. Los otros hombres gritaban y se apartaban de él. El cantinero se había perdido en la trastienda, y los clientes entrechocaban entre sí en busca de la salida.
   El gordo metió la mano en su abultado estómago y sacó unos dos kilos de grasa con los dedos.
   La arrojó a un lado y el bofe de adiposidad cayó al suelo con un húmedo y repugnante ¡plaf! El gordo siguió escarbando. La grasa acumulada en su estómago era realmente cuantiosa, había unos cuarenta kilogramos de tejido adiposo pegado a los músculos, que el gordo pacientemente fue desprendiendo con sus dedos y arrojando a un costado del taburete. Unas ratas, que habían olfateado la sangre y la comida, salieron de sus cuevas y comenzaron a comer de la grasa del gordo. Cuando el tipo finalmente terminó de escarbar su cuerpo, tomó un trago del whisky que había dejado un cliente y miró alrededor. El bar estaba vacío. El aire acondicionado chirriaba y las ratas a sus pies masticaban con fruición los trozos de adiposidad de su cuerpo.
   -Ahora se está mejor- dijo el gordo en voz alta, con evidente alivio-. Ahora ya no tengo calor- miró hacia uno y otro lado y dijo:- ¡Hey chicos, vuelvan! ¡Ya no tengo calor! ¡Y todavía no les mostré esa cosa horrorosa que habíamos apostado!

   Nadie le respondió. Al cabo de un rato, el gordo se encogió de hombros y dejó el importe de su consumición sobre la barra, propina incluida. Luego se paró del taburete y, lentamente, se encaminó a la puerta entreabierta, donde un Sol agobiante, casi infernal, lo esperaba con su paciencia de mil millones de años...

Datos del Cuento
  • Categoría: Terror
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