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Hace muchos, muchos años, en las lejanas tierras japonesas, vivían dos ratoncitos que estaban totalmente enamorados el uno del otro y eran muy felices juntos. Les encantaba jugar al escondite, olisquear la hierba fresca, explorar las toperas más profundas y compartir pequeños pedacitos de queso a la hora de la merienda. Se querían tanto que estaban convencidos de que pronto se casarían y crearían una hermosa familia. A ojos de todo el mundo, formaban una pareja encantadora.
Bueno, de todo el mundo no, porque por desgracia, el padre de la ratoncita no pensaba lo mismo. Adoraba a su hija y un ratón de campo no le parecía el marido adecuado para ella. Sus aspiraciones iban mucho más lejos. Un día, le dijo a su mujer:
– Nuestra hija se merece pasar el resto de su vida con alguien importante de verdad. Quiero que se case con el sol porque es el más fuerte del mundo y la protegerá de cualquier peligro ¡Ese ratonzuelo insignificante ya puede ir buscándose a otra!
¡El padre ratón quería que su pequeña contrajera matrimonio con el sol! La ratoncita, que desde su cuarto escuchó la conversación, se quedó horrorizada y salió corriendo a contárselo a su querido novio.
– ¿Qué vamos a hacer? Mi padre es ambicioso pero yo me niego a aceptar sus planes ¡Yo quiero casarme contigo y con nadie más! No pienso consentir que nada ni nadie nos separe.
– Tranquila, mi amor, no te preocupes ¡Ya se nos ocurrirá algo!
Los dos jóvenes ratones se citaban todos los días bajo la sombra de un naranjo para intentar buscar una solución a un problema tan grande. Un día, mientras conversaban, pasó por allí una ratona muy viejecita que aunque caminaba con bastón, todavía conservaba la lucidez y la sabiduría que da la edad. La anciana percibió que los jóvenes roedores estaban muy tristes y se acercó a ellos a paso lento pero seguro.
– ¡Buenas tardes! Deberíais estar gozando de este maravilloso día de verano pero me da la sensación de que algo os apena el corazón. Si me lo permitís, quizá pueda ayudaros.
La ratoncita levantó la mirada y tímidamente le respondió.
– Buenas tardes, señora. Estoy muy disgustada porque mi padre quiere que me case con el sol y yo a quien quiero es a mi novio, el ratoncito más simpático y bueno del mundo.
La vieja ratona frunció el ceño y se tocó la nariz para pensar mejor.
– ¡Uhm!… ¿Así que es eso? ¡Tranquila, iré a hablar con él y le quitaré esas ideas absurdas de la cabeza!
Minutos después, la menuda y desdentada ratona se presentó en casa de su padre. Sabía que era un roedor testarudo, así que fue directa al grano para resultar más convincente.
– ¡Buenos días, señor! Acabo de enterarme de que quiere casar a su hija con el sol porque piensa que es el más fuerte del mundo.
– ¡Así será porque así lo he decidido!
– Pues siento decirle que se equivoca ¡El sol es el astro rey, pero para nada es el más fuerte!
– ¿Por qué dice eso, señora?
– ¿Acaso no se ha dado cuenta de que el sol se oculta continuamente detrás de las nubes? A lo mejor es más cobarde de lo que parece…
– No lo había pensado y puede que no le falte razón… ¡Casaré a mi hija con un nube!
– ¿Con una nube? Pues tampoco es una buena elección. Ya sabe usted que por muy grandes y espesos que sean los nubarrones, el viento consigue mandarlos bien lejos con un simple soplido.
– ¡Vaya, es verdad!… Decidido: el viento será el elegido.
– Vamos a ver, señor, recapacite: el viento no puede atravesar paredes y en cambio nosotros, simples ratones, hacemos túneles con los dientes. Si yo fuera usted, lo pensaría mejor antes de cometer un error.
– ¡Caray! No me había dado cuenta de que los roedores tenemos una fuerza que el viento no tiene… ¡Casaré a mi hijita con un ratón! Eso sí, no será con un tipejo vulgar y debilucho ¡Tendrá que ser con el más fuerte de todos los ratones!
La sabia ratona, muy hábilmente, consiguió convencerle de que aceptara a un ratón para su hija y al menos el joven enamorado aún tendría una oportunidad de ser el elegido. Sin decir mucho más, cogió su bastón y regresó a su casa de lo más contenta.
El padre, decidido en encontrar el marido perfecto para su hija, organizó una competición de fuerza y convocó a todos los ratones interesados en casarse con ella. La prueba consistía en que los pretendientes debían luchar de dos en dos. El primero que cayera derribado al suelo, sería
automáticamente eliminado.
Los más débiles no tuvieron mucho que hacer y enseguida fueron expulsados del juego. Algunos resistieron un poco más, pero a todos se fue imponiendo un ratón orondo de largos bigotes que se tenía a sí mismo por el más guapo y musculoso de toda la comarca.
Tan sólo faltaba uno que todavía no había probado suerte porque era el último de la lista: el novio de la ratoncita. El pobre, al lado del fornido luchador, parecía una pulga que no le llegaba ni a la cintura.
Cuando sonó el silbato que daba paso a la gran final, la pelea comenzó. Efectivamente la fuerza del gran ratón era descomunal, pero si algo caracterizaba al ratoncillo era la inteligencia. Como sabía que tenía todas las de perder, se concentró en resistir y en esquivar los golpes. El ratón forzudo intentaba darle guantazos por aquí y por allá, pero él se escabullía sin apenas hacer esfuerzo y sin un mínimo rasguño. Al cabo de una hora, el ratón grande estaba tan agotado física y mentalmente de tanto esfuerzo, que tuvo que darse por vencido. Abrumado, exclamó:
– Este ratón es pequeño y flaco, pero no hay quien le venza ¡Se mueve más que un saltamontes y tiene una fuerza de voluntad pasmosa! ¡Me rindo!
¡Menuda algarabía se formó! Todos los animales que asistían al evento comenzaron a aplaudir y la ratoncita salió corriendo a abrazar a su prometido. El padre no pudo negar la evidencia y aclarándose la voz, se dirigió a su público:
– He comprendido que lo importante no es la fuerza física, sino el tesón y el talento. Pequeño, has conseguido impresionarme. Tú serás quien se case con mi adorada hija ¡Enhorabuena a los dos!
Y así fue: la pareja celebró una hermosa boda de cuento, tuvieron muchos ratoncitos monísimos y fueron muy felices el resto de su vida.
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