Yo no sé muchas cosas, es verdad.
Digo tan sólo lo que he visto.
Y he visto:
Que la cuna del hombre la mecen con cuentos...
Que los gritos de angustia del hombre los ahogan
con cuentos...
Que el llanto del hombre lo taponan con cuentos...
Y que el miedo del hombre...
ha inventado todos los cuentos.
Yo sé muy pocas cosas, es verdad.
Pero me han dormido con todos los cuentos...
Y sé todos los cuentos.
León Felipe
1
Nació en una noche quieta de otoño. Para él, esa estación llevó siempre aparejado el recuerdo de las varices que serpenteaban de mala manera las piernas de su madre, pues ella adjudicaba su origen al sobrepeso que hubo de soportar durante un verano eterno, en el que sus extremidades parecieron dos morcillas a punto de reventar. Le contaba, orgullosa, cómo consiguió traerlo a este mundo sin necesidad de anestesia ni nada, por lo que pudo presenciar cómo se detuvo el tiempo mientras todas las fuerzas del universo se concentraban en una flecha certera que le hizo dar un berrido y tomar el primer resuello. Le contaba muchas cosas, su madre, bien por ser hijo único y no poder repartir los desahogos, bien porque le daba por ahí mientras faenaba sin tregua por la casa, como a quien le da por desentonar óperas bajo la ducha; puede, incluso, que lo hiciera por competir con el influjo que el resto del mundo ejercería inexorablemente sobre su hijo o, lo que es peor, por confabularse con él en la tarea de domesticar su genuino ímpetu.
De cualquier modo, entre estos monólogos maternos y un álbum de fotos muy bien ordenaditas, logró hacerse una idea aproximada de cómo había sido durante su más tierna infancia. Le pusieron un nombre que tenía el diminutivo incorporado: Valentín; pero, no conformes con ello, le llamaban Velentinín que, al final, se quedó en Tinín. Al parecer, fue un bebé mofletudo, regordete y tranquilón, bautizado en la Parroquia de la Concepción; buen gateador antes de cumplir el año y sano como el que más; ya en el jardín de infancia destacó por ser uno de los primeros en aprender a leer y escribir. A sus papás se les caía la baba oyéndolo hablar como un niño grande, tan seriecito, estaban ansiosos por ver realizados todos los proyectos maravillosos que tenían para él. Pese a que estos recuerdos no eran exactamente suyos, él los había incorporado a su historia personal y formaban parte de la imagen global que de sí mismo había ido elaborando.
2
De cuando el colegio se acordaba ya de más cosas, aunque, paulatinamente, el paso del tiempo había ido difuminando los datos concretos en una nebulosa confusa. Por ejemplo, su memoria había relegado a un rincón oscuro la mayoría de los nombres de los curas que le tocaron en suerte y muchos de los de sus compañeros. Paradójicamente, los que recordaba le salían de carrerilla con dos apellidos incluidos. Él era el modelo a seguir, el delegado de la clase, el hijo que cualquier padre hubiera deseado para sí, el punto de referencia al que las vecinas acudían en sus sermones más vehementes. Además de las materias obligatorias, estudiaban dos idiomas, se entrenaba en natación y recibía con provecho lecciones de violín. Para cualquier otro muchacho, todo esto tal vez hubiera supuesto demasiada presión, pero él con todo podía y aún encontraba momento para detenerse frente al sol poniente, o para grabar en su retina las distintas tonalidades de los días en depende qué estación, para tumbarse de cara al firmamento y sentirse inmerso en algo en cuya enormidad se balanceaba sin vértigo, o para sentarse en un bordillo a observar el organizado viene y va de las hormigas laboriosas.
Así, dos corrientes bifurcaban el flujo de su vida: una, empujada por una sed inevitable, una búsqueda innata del deleite del mero hecho de existir; otra, provocada por la avalancha de información que su cerebro debía digerir para ocupar y ordenar esa existencia de acuerdo a unos cánones heredados del pasado turbio que la humanidad arrastraba. Por aquel entonces, Valentín aún no sabía que estas dos fuerzas no sólo corrían paralelas, sino también contrapuestas, y que la una acabaría siendo engullida por la otra. ¡Qué va!... él era como una esponja que todo lo absorbía con una voracidad prodigiosa y ante el beneplácito de sus mayores.
3
En el Instituto le pilló la edad del pavo. Los estudios arreciaron y en ellos se refugió para evitar infortunios de amores. Y no es que a las chicas no les gustara, que alguna hubo que se llegó a poner incluso pesada, sólo que él no estaba por la labor de involucrarse en aventuras de riesgo imprevisible, ni de jugarse el porvenir sin tener un as guardado en la manga. No necesitaba demostrar su valía corriendo detrás de cualquier cosa que llevara faldas, como esos que se dedican a llenar de muescas sus revólveres para que los demás se enteren de lo bien que disparan.
No, a él le esperaban otros logros. Había asimilado sin problemas la imagen del triunfador. Éxito = Bienestar + Consideración social = Felicidad. Ninguna persona sensata ponía en tela de juicio esta fórmula. Que otros se entregaran a experimentos poco claros, allá ellos. Él prefería observarlos desde lejos.
Su disciplina, más y más férrea, además de llevarle a las puertas de la Universidad con una calificación media exorbitante, comenzó a obstaculizar su apreciación de esos acontecimientos en los que no hacía tanto se detenía complacido. Ahora que la satisfacción se había convertido en una meta a alcanzar, el presente no era útil más que como medio, e inservibles, pues, los detallitos efímeros que lo engalanaban. De las estrellas empezó a importarle más su nombre que su brillo y en su cabeza, con un par de latinajos, zanjaba el misterio de la armonía en el vuelo de una mariposa.
La gente de bien que lo rodeaba apoyaba su esfuerzo e intención. Sus padres estaban dispuestos a pagar lo que hiciera falta para que su Tinín pisara cumbres que para ellos habían permanecido vedadas.
4
De modo que, hasta para descubrir los placeres de la carne, se comportó de manera cabal. Una compañera de carrera resultó ser el as que él aguardaba para jugar esa baza. Eran tal para cual. Se fueron conociendo y trabando amistad poquito a poco, recelosos ambos en un principio. Cada paso que dieron fue medido, contrapesado y contrastado con sus planes respectivos. La compatibilidad estaba asegurada en un 99’99%.
Los años de Universidad no fueron un constante coser y cantar. En muchos aspectos supusieron un desafío a sus principios, pues durante su transcurso conoció a diversos tipos muy interesantes, que veían y contaban las cosas de formas diferentes a como se las habían venido contando hasta entonces. Contracultura, artistas del underground; había, incluso, quienes pensaban que el mundo podía dar un giro de 180º y que la juventud debía ser el motor de dicho cambio.
No sucumbió, en cualquier caso, al encanto de tan innovadores derroteros. Además, su mapa del tesoro le seguía pareciendo bastante fiable, y era lo suficientemente complejo como para no poder permitirse el lujo de andar dudando. Que tampoco es que le sobrara tiempo para hacerlo, porque hasta los veranos aprovechaba para mejorar sus acentos con cursillos en el extranjero, cuando no para cumplir con sus deberes militares. Durante la carrera, no suspendió ni una sola asignatura en junio. Del violín era ya casi un virtuoso. Todo estaba controlado y le invadía la sensación de tener el mundo entero al alcance de la mano.
La familia de su novia, como es natural, se mostraba encantada con tan buen muchacho. Así lo demostraron, regalando a la joven pareja un pisito discreto, aunque muy bien situado. Los cimientos de su presunta ventura parecían adecuados y firmes, y los esfuerzos requeridos parecían valer la pena.
Mientras, la vida continuaba desenvolviendo sus dádivas sin precio, imperturbable ante el desdén de Valentín: desnudando los árboles, formaba mullidos lechos de hojarasca que él ya no pisoteaba alborozado; pintando de rojo las cerezas, aunque él ya no las colgara, juguetón, en sus orejas; dejando tras la lluvia ese aroma irresistible, que cuando lo hueles te dan ganas de tragarte todo el aire de un bocado, pero él ni eso, pues ya desde entonces se rodeó de una nube de humo de pipa con el que revestía su personalidad y abrumaba a los latosos. La vida continuaba, hacendosa, renovando sin tregua el escenario, siguiendo sus propios planes, sin repetirse jamás.
5
Y, como era de esperar, se casaron. Como era de esperar, él se convirtió en una figura prominente dentro de su profesión y ella no le fue a la zaga. El niño llegó con una casa en zona residencial debajo del brazo, jardín, piscina, perro y caseta para el perro incluidos. La niña bendijo la adquisición de un enclave de ensueño a la orilla del mar. Valentín estaba tan entretenido intentando que ninguno de los elementos del cliché ideal se descompusiera, que olvidó por completo la punta del ovillo con el que se había tejido el enredo. Se suponía que a estas alturas de la película debería de estar irradiando alegría por los cuatro costados. ¿No era ése el sentido de tanto esfuerzo? ¿No era la felicidad lo que había sido formulado? Pero él estaba demasiado ocupado como para pararse a reflexionar en que una de dos: o se había equivocado en el desarrollo de las operaciones, o la igualdad propuesta no era correcta.
Al revés. Cuando presentía que se iba a dar de bruces con esa deducción, más empeño ponía, con mayor obstinación la rehuía. Como un escolar apurado, se aplicaba incansable en las mismas sumas, las mismas divisiones, repasando las posibles combinaciones. Como un malabarista consumado, corría de palo en palo asegurándose de que los platos que giraban en sus puntas seguían haciéndolo, responsabilizándose de que no se estrellaran contra el suelo. Sus colegas y subordinados admiraban su capacidad de trabajo y eficacia. Sus padres envejecían con orgullo y complacencia. Sus hijos se desenvolvían en un ambiente de telefilme californiano como peces en el agua, pareciéndoles la mar de bien que sus papis se enrollaran y currelaran a tope para tenerlos a ellos a todo trapo. Su mujer, sumergida en una agenda tan apretada como la suya, no aparentaba incertidumbre ante la persecución escalonada de nuevas metas, que ya se oteaba interminable.
Valentín, con un ‘don’ delante ganado a pulso, tampoco protestó. Muy de vez en cuando, a solas con su casi arrinconado violín, creyó escuchar entre sus notas sincopados quejidos y algún que otro suspiro colgado de un calderón.
6
Y siguió, siguió haciendo lo que se suponía que tenía que hacer, día tras día hasta no recordar el porqué. Conforme con lo que el mundo le había otorgado a cambio de su dedicación, a cambio de la ofrenda de sí mismo en el altar de la buena norma. Sí, señor, había sido un buen chico, buen ciudadano, buen profesional, buen hijo y buen padre, esposo correcto y prudente amante. Si colocaba en un lado de la balanza el paraguas de comodidades bajo el que se había resguardado de las contingencias propias del vivir, y en el otro los problemas que habían puesto en peligro ese refugio, el resultado era lo bastante equilibrado como para no considerarse en absoluto desgraciado. Sin embargo...
Cuando hoy por la mañana ha abierto los ojos y ha visto ese rayo de sol que traspasaba el cristal de la ventana acariciando el aire, y se ha sentido tan vaporoso como las partículas flotantes inopinadamente iluminadas, y ha notado que una fuerza entrañable mecía su pecho hacia arriba y hacia abajo con tal delicadeza que se ha sorprendido a sí mismo conmovido y profundamente agradecido; cuando esta mañana ha abierto los ojos, ha dejado que una emoción honda se derramara por ellos mojando sus mejillas y le enseñara el significado de la palabra ‘añoranza’. Porque, de pronto, durante un instante eterno, ha saboreado el dulzor del discurso simple y redondo –completo en sí mismo- de la vida. Como cuando de niño admiraba el trajín de las hormigas o prendía –extasiado- su atención en el brillo de una estrella. Cuando el tiempo era su aliado y se estiraba como un chicle si así lo requería para disfrutar, sin más razones.
¡Qué tonto había sido! Ahora se daba cuenta. Años y años de correr tras algo que de siempre fue suyo, no por derecho propio o por mérito alguno, sino por constituir su entidad como lo hacen su sangre, sus huesos, su piel, o su carne. Años y años de echar tierra sobre la respuesta elemental que de niño degustara, hasta llegar al día de hoy, abrir los ojos y, antes de recordar su nombre o su edad, antes de retornar a su cuerpo ajado y dolorido –tumbado en la cama experta en agonías de un hospital ya de sobra conocido-, sentir que aquel niño le hacía un guiño de complicidad, con sus ojos ávidos de sorpresas, desde un rincón olvidado en sus adentros. Probablemente, aquel sabio inocente había estado ahí durante todo ese tiempo esperando, para asomar cabeza, a que se abriera la más mínima grieta en su bien engranada estrategia.
Ahora se daba cuenta... ahora que la inesquivable recadera está a punto de cancelarle el préstamo. Y presiente que esta vez no va a haber prórrogas, por más que las amables visitas afirmen encontrarlo hecho un jabato, por más que su mujer sonría aguantando el tipo con admirable entereza y le hable del sinfín de proyectos que ha hecho para cuando vuelva a casa, por más que la enfermera de turno le bromee, mientras lo pincha en la nalga, con aquello de que “mala hierba nunca muere”, él sabe que de ésta no escapa.
7
Por eso, decide dejarse ya de tanto cuento y hacer mutis por el foro antes de terminar la escena. No quiere volver a abrir los ojos. No quiere distraerse de la bondadosa mano que aún sigue empujando su aliento. Le llega, en un respetuoso susurro, la voz de su esposa: “Dicen que no ha pasado muy buena noche. Ahora está descansando. Mejor será no molestarlo, se le ve tan tranquilo...” Valentín sonríe en sus adentros complacido. Es tarde para ir en busca del tiempo perdido. Es tarde para casi todo, aunque eso no parece importar al niño sabio recién reencontrado, quien se muestra realmente alborozado con su nuevo hallazgo: el cuerpo humano es, sin duda, un sofisticado instrumento, un mecanismo excepcional para mirarle las tripas al universo; automático, lo único que precisa es la atención consciente del usuario.
Está asombrado, entusiasmado, subyugado, cuando escucha sin querer voces familiares que se acercan. El público reclama que vuelva a subir al escenario. Ya se han tomado un café y fumado sus cigarrillos; ahora esperan que él acabe de interpretar su último acto para poder aplaudir, dar palmaditas en la espalda a sus hijos y nietos, condolerse con su viuda, y hacer los oportunos comentarios acerca de la fragilidad de nuestra naturaleza. Ha de representar su papel para que los demás puedan representar el suyo. Cuentan con él.
¿Cómo negarse? Después de todo, se ha pasado la vida haciendo lo que se esperaba de él, lo que le habían enseñado a esperar de sí mismo. Ni siquiera se debate entre el mudo y concentrado gemido del niño que no quiere perder su diversión, y su inútil sentido del deber. Mala costumbre esta que le conduce a desasirse de sí y de su innato saber, y a malgastar los preciosos minutos que le quedan.
Haya lo que haya después de la muerte, a D. Valentín le alcanza sin haberse dignado a desenvolver el regalo de esta vida.
¿¿¿Otra vez será???