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Devolvamos la sonrisa a Alegra

La ardillita Alegra vivía en un gran árbol sin ascensor ubicado en un precioso bosque de coníferas. 

Le gustaba cuidar cada detalle de su casa en el árbol. En su interior tenía una alfombra tapizada a base de musgo y hojitas, y del balcón colgaban macetas llenas de flores olorosas. Le encantaban las vistas desde su casita del árbol, pues si se asomaba a una ventana podía respirar el aire fresco y como vivía tan, tan alto, incluso podía contar todas y cada una de las copas de los árboles del bosque. 

Además si en los días de lluvia se acercaba a su terraza tras la tormenta, podía ver el majestuoso arco iris recorrer de punta a punta las lindes del enorme bosque de coníferas. Y de noche, si se alzaba de puntillas podía hasta tocas las estrellas. Sin duda era una ardillita afortunada de tener una casa tan maravillosa como esa.

Alegra era muy dicharachera y juguetona. Le gustaba saltar de rama en rama y tomarse una placentera siesta al sol. Estaba todo el día de arriba abajo recogiendo frutos secos o frutas del bosque y guardando provisiones para los días de invierno. 

Los años fueron pasando a su ritmo y llegó un momento en que la ardillita Alegra ya estaba muy, muy viejita. Casi parecía una pasa de lo arrugadita que estaba por la edad. Ya no podía salir de casa pues le costaba mucho bajar y subir escaleras. Ya no podía tomar esos rayitos de sol que tanto le gustaban. Las patitas no le respondían y no podía salir a recoger alimentos para el invierno. Y perdió su sonrisa.

Ante tal situación, se convocó una junta de vecinos del árbol.
El presidente tomó la palabra:
- Señoras y señores ardillas, nuestra querida vecina Alegra necesita que instalemos un ascensor. Ya no puede bajar y subir tantas escaleras y no es justo que esto le impida salir de su casa.
- ¡Instalemos uno!– respondieron todos los vecinos a una. 
- Pero tenemos un problema… no hay dinero para hacerlo– contestó entre sollozos el presidente. 
- ¿Y si recaudásemos el dinero necesario?- preguntó una de las ardillas tras un largo silencio.
- ¡Claro que sí! ¡Hagámoslo! - contestaron todos entusiasmados.

 

De modo que todos los vecinos fueron guardando una cantidad pequeñita de las avellanas, bellotas y nueces que recogían para el invierno para su posterior venta y con el dinero recaudado poder instalar un día el ascensor que tanto necesitaba 

Y hasta que ese día llegó todos los vecinos cooperaron para hacer la vida de Alegra más fácil. La subían y la bajaban a caballito, le ayudaban en casa planchando su ropita sin dejar una arruguita, le hacían la colada y traían le preparaban ricos postres con moras y flores.

Cuando estaba malita, todos sus vecinos sin excepción cooperaban para que mejorase: uno le ponía el termómetro, otra le bajaba desde su casa su mantita de lana para que no pasase frío, la otra le hacía sopitas con pan, ajo, semillas y brotes tiernos y otra soplaba cada cucharadita sopera antes de dársela para que no se quemase.

El ascensor terminó llegando, pero la ardillita Alegra hacía tiempo que había recuperado su sonrisa, pues solo necesitó darse cuenta de que había mucha gente que la quería.

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