Hubo una vez un brujo malo, malísimamente malo, que tuvo la nefasta idea de utilizar todas sus piedras mágicas para conseguir el conjuro más aterrador. Pero quería que fuese algo tan terrible y siniestro que nada le parecía suficientemente malvado. Hasta que un día observó a unos niños pequeños dibujando en la escuela. Cualquier persona normal hubiera pensado que aquellos dibujos de líneas torcidas y un poco difíciles de entender eran una maravilla habiéndolos hecho unos niños tan pequeños, pero los malvados ojos de aquel brujo vieron una cosa muy distinta: ¡una aterradora fábrica de monstruos! Supongo que algo de razón tendría: después de todo, los dibujos de los niños suelen tener las cabezas grandes, peludas y deformes; o demasiados brazos y piernas; y además casi siempre están llenos de colores, y tienen ojos inmensos, dedos larguísimos y bocas torcidas.
Entusiasmado, el brujo corrió a su guarida, juntó tanta magia negra como pudo y, al caer la noche, gritó su hechizo a las sombras:
- “Criaturas de la noche,
Criaturas del papel,
Las que dibujan los niños
Un poco más mal que bien
Cada año, en esta noche
Debéis salir a correr”
Ojalá pudiera decir que era un brujo penoso y su hechizo no salió bien, pero no sería verdad. Su hechizo fue perfecto, y esa noche todos los dibujos de los niños pequeños cobraron vida, y se convirtieron en monstruos de boca torcida que asustaron a todo el mundo. Eso sí, fue precisamente aquel brujo tonto quien más miedo pasó, y salió huyendo de allí tan rápido que nadie volvió a verlo nunca. Y de esta forma, habiendo desaparecido el brujo sin anular el hechizo, cada año, al llegar aquella noche, los dibujos despertaban y aterrorizaban a todo el mundo.
Habían pasado casi cien años de sustos cuando Nora, una viejecita arrugada que aún conservaba su alma de niña, reconoció en uno de aquellos monstruos el dibujo que había hecho tantísimos años atrás. A la mañana siguiente, buscó entre sus viejísimos cuadernos y encontró el dibujo. Al mirarlo, se dio cuenta de que lo había hecho con la boca torcida, y que los gruñidos de aquella boca torcida incapaz de hablar eran lo que más miedo le había dado del monstruo. Así que tomó una goma y un lápiz, y cambió la boca torcida por una gran y perfecta sonrisa. Aunque era viejísima, esperó un año entero sin morirse, y sin ponerse enferma ni siquiera un día, de tantas ganas que tenía de comprobar si el cambio en su dibujo tendría algún efecto en el monstruo…
Y vaya si lo tuvo, porque esa noche hubo un monstruo que no andaba gruñendo ni dando sustos, sino que se portaba de forma amable y sonriente. Y, sin perder ni un minuto, Nora juntó a sus muchos nietos, biznietos y tataranietos, y les envió a buscar sus antiguos cuadernos para cambiar hasta la última de las bocas torcidas por una gran sonrisa. Y, con su nuevo aspecto amable y simpático, aquellos monstruos ya no daban nada de miedo, sino que entraban ganas de regalarles dulces y golosinas.
Y así fue cómo los niños de todo el mundo aprendieron, a base de dibujar sonrisas, a convertir cualquier tipo de monstruo en una criatura simpática y dulce, y convirtieron la aterradora noche de Halloween en una gran fiesta.