A mí que me aterraba la soledad, me sobrecogió en un martes crítico el putrefacto abandono. Como no sabía gritar, chillé por todos lados. La soledad es un corral gigante, pero atestado de nostalgias, miedos, sobresaltos y malos pensamientos. Prefiero una mala compañía a sentirme sola. No sabía qué hacer con tantas pieles malolientes. Mis hijos tenían una mirada aterradora, fija, ajena. Sin conciencia del tiempo, me di banquete tres cuadras más abajo, por el lado donde la verbena derrochaba hasta los gritos. Regresé atisbada, perezosa, con ganas de echarme a dormir patas arriba. En la casona gris, meses atrás, armamos nuestro reinado, crecimos, nos multiplicamos como las estrellas y nos abrimos paso por doquier. Nos disputábamos cualquier trozo, porque no había mucho qué comer. Éramos voraces, es cierto, pero casi nunca peleábamos entre sí. El error fue triturar las páginas de aquellos libros antiguos, tal y como nos sugirió alguien del grupo. El bibliotecario, cuando descubrió las roeduras, se extremó en iras. La mortandad fue total, después de embadurnar de veneno varios pedazos de queso. El destino evitó mi final. Soy una rata afortunada, al fin y al cabo, pero no feliz.