Hoy creo que es domingo. Nos trajeron temprano el desayuno y el aseo fue general. Nosotros aprovechamos el tiempo para bañarnos, jugar un poco y realizar algunos oficios caseros; pero -por suerte- a esta hora de la tarde merecidamente ya descansamos. En este parque viven animales de todas las especies; sin embargo, la que más me llama la atención es la de los simios blancos que salen a pasear casi siempre los domingos. La jaula de ellos es mucho más grande que la nuestra y parecería como si anduvieran sueltos, puesto que se les ve muy libres. A mí me disgusta cuando se acercan; lo hacen con mucha algarabía –en especial los simios pequeños-, que tratan de tocarnos como sea, en ocasiones hasta con palos o con lo que lleven a mano. Por fortuna a ellos los controlan los simios mayores, quienes parecen ser sus padres, pues, les obedecen. A mi hermanito y a mí nos mandan mi papá, mi mamá y el abuelo (quien nos consiente, dejándonos hacer lo que queramos). Pero, eso sí, no debemos transgredir las leyes de la familia, y si por alguna razón ocurre, somos reprendidos sin poder compartir a su lado hasta tanto reparemos la falta cometida. Nos sentimos despreciados y aquello aflige demasiado. Yo, por eso, trato de no quebrantar ni de incumplir las normas. La última vez que esto sucedió, jugábamos con mi hermano cuando uno de los simios pequeños se acercó mansamente, sin el bullicio ni la gritería de siempre, y me tiró un palito que brillaba humeante por una de sus puntas. Yo había observado a los simios grandes ponerse esos palitos en la boca e hice lo mismo. Al instante, sentí un ardor impresionante y grité y grité hasta que mi mamá corrió a auxiliarme. Ella con mucho amor puso agua en mi boca y eso me alivió, luego se produjo lo del castigo por recibirle cosas a desconocidos (esto me dolió más que el mismo quemón). Nosotros sólo debemos aceptar los regalos que trae Manolo, un simio blanco que es nuestro amigo y que nos quiere mucho. Él juega y bromea con todos y pasamos ratos divertidos cuando pasa a visitarnos.
Ahora estoy seguro de que es domingo, día en que nos miran como a bichos raros, aunque a mí me parece que los animales extraños son ellos. A estos simios les complace tomarse fotos con nosotros; cosa que no nos agrada porque nos hiere los ojos con una luz destellante. Mas, al parecer, eso les divierte y sienten que han hecho algo bonito, pues ríen.
Yo los miro como ellos lo hacen: detenidamente, con curiosidad, a ratos con miedo y, a un mismo tiempo, hasta con pesar. Trato de adivinar qué quieren. No imagino a qué vienen cuando aparecen por el parque.
He descubierto que les fascina mucho vernos jugar. Yo me doy cuenta y corro a buscar a mi hermano y, entre los dos, les montamos un espectáculo como de circo. En premio nos arrojan comida que algunas veces nos gusta y, que si nuestros padres lo autorizan, la comemos; pero jugar así cansa y al final deja de ser divertido. Ellos, en particular los pequeños, para motivarnos a seguir jugando -haciendo boberías para ellos-, se pegan de la jaula (único elemento que separa nuestros mundos) y realizan toda clase de monerías: sacan la lengua, se cogen del pelo, rascan su cuerpo, saltan en una pata y gritan como chimpancés. ¡No saben lo ridículos que se ven! Y después dicen que los micos somos nosotros...
Colombia (Tolima-Melgar, Marzo 28 de 1.997)