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Domingo por la mañana

La señora Freiré era una mujer angustiada, inválida y mal humorada, con arrugas que explicaban el paso de sus emociones y los surcos profundos de sus muy olvidadas sonrisas. Tenía 79 años y mantenía esa testarudez de señoras de antigua, donde imperaba el grito y el sermón que buscaba reparar el desapego de la gente ante las prácticas católicas.

Las hijas de la señora eran dos damiselas jóvenes, un mozo castaño de cabello relamido muy adherido al cráneo y una moza más adulta que no había tenido suerte en el matrimonio. Todos eran personajes conocidos en el pueblo y quizás más conocida fue la historia que los envolvió en el siniestro fin de semana que aglutinó los miedos más sinceros que podrían utilizarse para someter a los niños a dormir temprano.

La familia de cinco objetaba por ocuparse de todo los sábados. Eso de dejar los domingos para el trabajo no les complacía en lo absoluto. La vieja mal encarada componía los horarios de labores y ofrecía a sus empleados una paga mísera, pero un fin de semana completo para descansar plácidamente.
Cosa que también se le atribuía a los hijos, ya que también formaban parte del equipo de trabajo de la Hacienda Freiré.

La más grande, se encargaba de que la casa funcionara correctamente; el joven se ocupaba de vigilar y acompañar a los sombrerones del campo y les enseñaba las aritméticas y cálculos elementales para que precisaran los recursos; las más chicas se encargaban de la limpieza, de la señora del hogar y de los once gatos que tenía Freiré como mascotas.

El domingo se inauguraba una Fuente de Sodas en la Capital y las dos jovencillas estaban prestísimas y ansiosas del evento, urgiendo a la mayor de que convenciera a la madre que las dejara ir. El más joven quería invitar a una muchachita que también vivía en la Hacienda y de la cual estaba muy enamorado. La más grande, preocupada de que su madre rechazara la petición y les negara las salidas, formuló una estrategia que ejecutaría sabiamente.

El sábado llegó y todos en la Hacienda inquietos por el misterio con que se manejó la mayor de las hijas estaban atentos a lo que resolviera. En la mañana, cuando solicitaba la madre el baño de tina diario, la mayor se entrevistó con ella, comentando que las cosas iban en perfectas condiciones y que incluso hubo mejorías en la semana. Había noticias de dos yeguas preñadas y que el trigal ya estaba a nada de reventar. Consumiendo su atención en buenas noticias, la vieja complacida recibió a las chiquillas cuando gustaba de secarse la canosa cabellera y que el sol reposara en sus inmóviles piernas.

Con una sonrisa a medias aceptó la salida de las muchachillas y que el varón se ausentara de casa hasta el domingo. A la mayor le concedió una salida también pero le forzó prometer que regresaría antes del anochecer. Un mozo empleado del ingeniero que llevaba las máquinas del rancho, invitó a la mayor de las hermanas a tomar un café, lo que ansiosa y apenada aceptó sin dudar y dejó que la cita se hiciera a las 4, la hora en la que su madre tomaba la merienda.

Al terminar el último bocado, Freiré a regañadientes, arrepintiéndose de dejarla ir, despidió de su hija y le pidó la llevase a la habitación para recostarla. La encerró con sus gatos y vigiló hasta que hubiese dormido. La mujer ansiosa se arregló el cabello, entalcó los pómulos y vistió el traje azul cielo que tanto le gustaba. Corriendo salió de casa, alejándose en el auto del mozo y mirando hacia atrás, donde la ventanilla de su madre resplandecía con el reflejo del sol naranja.

Esa noche, el café se acompañó de un baile y del baile a una cena y de la cena a un paseo por el parque. El sol había estado en las entrañas de la noche para cuando la mujer se dió cuenta de que su madre le había sentenciado severamente que no faltara a la casa después del anochecer. Con el nervio haciéndole arrugar la frente, le pidió copiosa al mozo que le regresara a casa y que le ayudara a llegar lo más pronto posible.

El regreso fue silencioso. La noche se había asentado en las matas que formaban la veredita de la entrada de la Hacienda. El portón de hierro negro estaba cerrado y los candiles de los muros de la puerta estaban extinguidos. No había nadie. Las jovencillas se debían haber quedado con algunos de sus compañeritos del colegio y no tardarían en llegar. La mujer frenética esculcó sus bolsillos, la bolsa de mano y hasta el sombrerito que le adornaba ridícula cabellera arremolinada y nada… Las llaves se le habían olvidado dentro de casa.

El mozo le ofreció asilo en casa pero la mujer constreñida le negó la invitación y decidió plantarse en la puerta hasta que alguien pudiese abrirle y dejarle entrar a recibir el sermón colérico de su madre. La luna inclinaba su esférica presencia luminosa a un costado del horizonte y estiraba ya sus últimas mantas de oscura noche. Las aves comenzaban con un tímido concierto a lo lejos y la brisa de la mañana atenuaba el madrugador silencio del campo.

Al alba venía a caballo el capataz y otras dos comadronas que servían en la cocina de la casa. Al ver a la mujer, urgieron el paso y abrieron presurosos el enorme portón de forja negra. Corriendo a la puerta de madera y de cristales límpidos que formaban un mosaico vitral del Arcángel Miguel, notaron una sombra que estaba fija a la par de la puerta. Al abrir, la presencia se disipó, pero se sentía en el aire, en el pesado frío con que les recibía la casa de que algo no les daba la bienvenida al lugar.

El mozo jovencito llegó unas horas después yendo a caballo. A lo lejos notó una figura humana vestida con una manta negra que le cubría todo el cuerpo tendida de costado en el camino. Azuzo y temeroso, se adelantó unos pasos y preguntó firme y fiero si la persona que estaba rendida a cuesta de la tierra y polvo del camino se encontraba bien. Al no recibir respuesta, el bravo moreno de bigote diminuto y cabello brilloso y uniforme le tiró para girarle y se dió sorpresa macabra al descubrir a su madre empolvada hasta la boca en el piso con una sonrisa espantosa y con los ojos vidriosos color gris. Alterado cogió al resquicio y lo montó en su caballo, llevándolo raudo a casa para darle el auxilio y el mal pesar a sus hermanas.

Al llegar se estremeció al ver a las dos chamacas deshechas en llanto, con los trajecitos de encaje rosa y sus guantecillos blanco de cretona que usaban para cuando salían de fiesta, que le abrazaban y que le decían que mamá había muerto. ¿Pero cómo? ¿Ya lo sabían? ¿Alguien más se la había encontrado? ¿Por qué no le habían traído, por qué no le ayudaban?

Las niñas le contaron que de regreso a casa, una señora se montó con ellas en el carro del capataz que les recogió en casa de uno de las compañeras de clase y a quince minutos del trayecto una de las niñas preguntó gentilmente que a dónde se dirigía la estimada mujer, para cuando no resolvió la duda, la otra niña dirigió una mirada seria y se escuchó una risilla flemática, áspera, como de alguien que sufre de pulmonía o de anginas que salía de aquella desconocida encapuchada. El capataz paró y preguntó a las niñas con quién charlaban y a su sorpresa, abrir la puerta, la viejecilla salió del carro y se paró enfrente de él, mostrando su rostro cadavérico y su esquelética figura. Era la patrona, pero sin ser ella. ¡Estaba de pie!

Al entrar al dormitorio, la mayor le impuso el cuerpo y le prohibió el paso a su diminuto pero fornido hermano. Le pidió se alejara y cerró en sus narices la puerta del dormitorio. En llanto ahogado se recompuso y volvió a salir cerrando la puerta sus espaldas. Condujo a sus hermanos y a los inquietos trabajadores a la salita de la fuente del jardincito y les explicó que su madre había fallecido. Que estaba fría y sin vida para cuando ella llegó a estremecerse en su regazo y que lo peor era su rostro ensombrecido y desencarnado, con una tiesa expresión de terror enterrada en él.

La mujer había tenido reflujo en la tarde y la acidez le llegó a la garganta, provocándole vómito y dolor estomacal. Intentó reincorporarse y tomar su silla de ruedas, pero le venció la fuerza y cayó de bruces al suelo. Así pasaron unas horas cuando los gatos curiosos le rodearon y la mujer ansiosa y débil les alejaba con manoteos al azar. Uno de los gatos se trepó a sus espaldas y clavó sus dientes en la carne flácida de la mujer, arrancándole un trozo de su vieja piel y comenzando el festín de la pobre anciana inmóvil.

Los gatos le comieron el rostro y la mujer murió siendo devorada en vida. El hijo confuso y horrorizado corrió hacia su caballo donde estaba la anciana muerta y se sorprendió al ver que el caballo ya no estaba en la Hacienda. Lo buscó en los maizales, en las orillas del bosque y fuera de la propiedad, pero no vió nada.

Las chiquillas se casaron unos años después y el mozo se unió a las filas de Álvaro Obregón. La mayor contempló vender la Hacienda y hacerse de un nichito en la Ciudad de Chihuahua, pero dicen que ninguno se ha salvado de ver a su madre aparecerse de noche, de tarde o de día, recordándoles el abandono que sufrió y que atormentaría sus vidas. Al hijo le dieron un tiro en el pecho, distraído, al esconderse detrás de una pared perforada de balas y con tizne de humo adherido a la cal que la pintaba.

Miró a su madre arrastrarse a su costado, con el rostro desecho mostrando los huesos de la cara y la piel roída, emitiendo un llanto sofocado y quejidos quedos obligándole a huir y mostrarse al enemigo que le atestó una bala en el pecho, dejándolo caer languidecido y muerto en el suelo caliente y polvoriento.

A la hermana mayor, se le ha aparecido en las noches, cuando muy temerosa cierra la puertezuela que daba al jardincito, viendo caer gatos esponjados, asustados o muertos desde la terracita donde su madre se dejaba calentar las piernas con el sol y mirar con horror a la vieja trepada en la herradura del jardín, avanzando rápidamente con movimientos erráticos avalanzándose sobre de ella, obligańdola a someter fuerza para que no abra la puerta que la separa del jardín y de su muerta madre.

De las chiquillas no sé mucho, pero el día de la boda de una de ellas, yo noté a una mujer de negro meterse a la carroza en la cual los novios se dirigían a su fiesta en el rancho y ya en la fiesta, la niña dejó de sonreír en toda la noche y el novio, estaba distraído, pálido y con muy poco apetito.

Datos del Cuento
  • Categoría: Terror
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