En toda vida hay dos orillas . . .
Estaba cansada, reposaba mis pies desnudos en la arena de la playa, me encontraba tumbada mirando un horizonte que se me desdibujaba entre suspiros, cansancios y desesperanzas, entre tímidos balanceos sobre el agua. Allí estaba yo, en la orilla de mis tristezas, mi única orilla reconocida, silenciosa y calmada, buscando entre las espumas del agua un instante al que aferrarme, uno de esos momentos en los que descansar plácidamente, sin más tarea que mecerme entre pequeñas olas saladas, sin pensar, sin dolerme, sin apenas respirar.
Allí estaba yo, humedecida en mis tablas, anhelando un fantástico viaje a través de los océanos, de cualquier mar desconocido para mi, superando mil tempestades, retando al viento ufano que tratara de derribarme, alli estaba yo, vencida, dormida en una playa, soñando con imposibles momentos de agua.
Pero a lo lejos veía algo, a saltos, como se ven las olas superando las rocas hambrientas de sal, a lo lejos veía algo, pero las fuerzas no me llegaban a imaginar lo que era, era costoso mirar otro camino, otra dirección, yo tan solo buscaba descansar, soñar, olvidarme de todo en una playa lejana.
Pero a lo lejos veía algo, muy a lo lejos te veía, como si siempre hubieras estado ahí, desafiante y confiado, de mirada al frente y frente huidiza como si no te alcanzara nada, y yo cada vez más hundida, más enterrada en aquella arenosa playa, solo soñando con liberar mis cuerdas, hilos invisibles de esparto que me ataban la voluntad, entre tú y yo un mundo de mudas distancias, de aguas profundas, remolinos de miradas cercanas, bajo la calma.
De repente el Sol altivo nos saludó a ambos, a mi me hizo hincharme, casi hasta astillarme de temores la cara, a ti te hizo acalorarte, surgir, inundar de sudor la madrugada. Tu superficie se volvió ardiente ,tan ardiente que pareciste intocable, quemabas, sin embargo ahí seguías esperando una llegada distinta, volviendo anhelo un descanso mío en tus resistentes hombros, abriendo los brazos, esperando mi reposo, mi deseo, un instante que no me llegaba.
De repente el Mar, brillante, confiado, con un ímpetu desconocido me saludó de formas tan grandes y tan claras que me ví empujada a salir de mis derrotas, a lavarme la cara, a enfrentarme a las anchas aguas. Y ahí estaba yo, a solas, escondiendo mis miedos, luchando por acercarme, a mi torpe manera, con ondulaciones, bailando entre varias aguas, con bravura en el pecho, sacándole alas a la proa de mis palabras, con timidez en las manos, a mi manera, luchándome.
Y ahí estabas tú, en esa otra orilla que siempre nos guarda la vida, ahí estabas tú, luchando contra ti mismo por mantenerte en la línea de flotación de mis ojos, esperando un milagro, sin entender si quiera lo que esperabas, cómo me acercaba, con qué dolor, cansancio o miedo te llegaba.
Y me aparté de la orilla de mis tristezas para llegar con denostado esfuerzo a la orilla de tu espalda.
Y al llegar a ti ví con sorpresa un instante, un esbozo de lo que realmente eras. . . pues en un rincón de tu piel tenías grabado el mismo nombre con el que yo engalanaba mi cara. Y reposé un tiempo pequeño en esa otra orilla, un tiempo de besos de agua compartida que nadie supo, hasta que mis maderas se volvieron fuertes, hasta que tu ternura se acostumbró a mis roces, a mis burbujas, a mis espumas blancas. Y luego ambos nos alejamos, el propio Mar fue el que decidió que había llegado la hora de rompernos la mirada.
Y se hizo la distancia, pero la vida sabia quiso que nos quedara un puente como recuerdo de unas aguas blancas. Yo me llevé el calor de tus hombros, la fortaleza de tu espalda y tú te quedaste en tus adentros con el sol de mis lágrimas.
Fui barca buscando reposo, fuiste pantalán acogiendo mis tablas.
En toda vida hay dos orillas . . . el Mar tan solo es el destino que un buen día acerca y un buen día separa.
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En todo amor hay dos orillas . . .