Los chicos crecen, y esa es una realidad inexorable. No piden permiso para hacerlo, lo hacen independientemente de nosotros. Crecen, porque el tiempo transcurre y no se detiene, ni para ellos ni para nosotros, sus padres.
Crecen con rituales de obediencia orgánica y desobediencia civil. Pero no nos damos cuenta de cuan rápido lo hacen; ocurre que los estamos meciendo en nuestros brazos, de pronto ya los llevamos tomados de las manos, luego, ya caminan a nuestro lado sin necesitar sostenerse...y de pronto, se lanzan con los cabellos sueltos sobre veloces patinetas y patines, con un walkman pegado a sus orejas.
Y comienzan las épocas en que los esperamos en la puerta de las discotecas, esperando que aparezcan y, cuando lo hacen, respiramos aliviados. Pero llega un momento en que nos dicen que no hace falta que los vayamos a buscar, porque ya no son pequeños. Y es entonces cuando los miramos y los vemos crecidos, muy altos, casi tanto o más que nosotros.
En nuestros cabellos ya asoman las canas y comprendemos que esos son los hijos que conseguimos generar a pesar de los vientos, de las noticias, de todos los problemas y de la dictadura de las horas.
Crecieron observando nuestros aciertos y nuestros errores, y nosotros esperamos que ellos no repitan esos errores. Y los padres nos damos cuenta que se fueron para siempre esas épocas en que los llevábamos a las clases de piano, de ballet, de inglés, de natación, de karate.
Nos hicieron a un lado para ponerse tras el volante de sus propias vidas. Y nosotros quedamos con la idea de que, quizás, deberíamos haber ido más veces junto a sus camas para verlos dormir intentando adivinar sus sueños, y nos reprochamos no haberles comprado más ropa, más helados, haberlos llevado más al cine, o haber paseado más con ellos.
Pero ya crecieron y nosotros sentimos que dentro nuestro quedó demasiado afecto que no supimos darles. Antes el tiempo no nos alcanzaba...ahora nos sobra. Y sólo podemos mirar desde lejos cómo encauzan sus vidas, y rezamos para que sepan escoger el camino que los conduzca a la felicidad.
Y con tanto tiempo ocioso que nos queda, sólo nos resta esperar. Porque en cualquier momento nos pueden dar nietos. Y los nietos son la hora del cariño ocioso y la picardía que no ejercimos con nuestros hijos.
Por eso ha de ser que los abuelos consienten tanto a sus nietos. Mi madre solía decir que los hijos son el capital y los nietos la renta del mismo. Yo creo que los nietos son la última oportunidad de reeditar nuestro amor.
Y reflexionando acerca de todo esto llego a la conclusión de que se aprende a ser hijo tan sólo después de ser padre...y que sólo se aprende a ser padre después de que se es abuelo.
Quizás sólo se aprenda a vivir... cuando ya no se tenga más vida.
Dios nos dio la dicha de adoptar una niña,y somos profesores, y no sabes como valoramos a los hijos,creo que estamos haciendo todo lo posible por darle ese amor que solo Dios te puede dar, para ser buen padre y abuelo, pideselo y El te lo dará.