Desde la perspectiva de su ocupante, el cuarto de trabajo puede ser un refugio contra el mundo, la incubadora de sus más acariciados proyectos o el cuadrilátero donde lucha con las ideas y las palabras. Pero para ella, era el rincón más desordenado de la casa. No le importaban tanto los libros amontonados por falta de espacio en los estantes; podía vivir con una papelera desbordando o la ocasional pelotita debajo de un mueble... Pero allí había papeles por todas partes. Hojas de papel a medio escribir dob ladas en dos y en cuatro; papeles retorcidos como trapos; papeles desgarrados, hechos pedacitos, palomitas, barquitos y aeroplanos. Resultaba incómodo agacharse continuamente a recogerlos por eso no era de extrañar que tan sólo entrar le causara desalient o. Hubiera podido protestar. Pero no lo hizo. No lo hacía nunca. Esta vez, como siempre, ignoró el caos y, resuelta, bandeja en mano, fue sorteando libros y pisando papeles hasta llegar al escritorio.
Iván acababa de apagar la luz y se había levantado a abrir los postigos. De la calle subía un vaho sofocante a gasolina, polvo y asfalto mojado por la lluvia. Cerró de golpe la ventana al olor y al ruido y se quedó mirando el tráfico. El sol encendió de r osa sus orejas de muñeco y, por un momento, la piel de su cara adquirió una transparencia casi ectoplástica. Carmina se estremeció al verlo. ¡Cielos! Como una calavera se estaba quedando. Todo clavículas y homóplatos, articulaciones y músculos adivinándos e bajo la ropa. El cansancio y la tristeza tenían en él una perpetuidad sin tiempo. No se le iban con nada. Y no era para menos. Ni comía ni dormía bien. Y todo por esa cosa íntima alojada en las entrañas que lo iba royendo, devorando y deglutiendo hasta la consumición total.
-Le traigo el desayuno. ¿Seguro que no desea comer algo más?
-Así está bien -le respondió sin siquiera levantar la cabeza-. Déjalo por ahí.
Carmina dejó sobre el escritorio la bandeja con el café y las galletas. Junto a la máquina de escribir había un montoncito de páginas salpicadas de correcciones con letra tan menuda que le recordó la colonia de hormigas que todos los veranos invadía la pi leta de la cocina. No era intelectual, pero tampoco indiferente y no podía negar que le picaba la curiosidad. Sin embargo nunca le preguntó qué escribía. Nada personal. Era cuestión de principios. Los mismos principios quizás que le hacían pensar que él no le contestaría si ella le preguntase.
Vertió en una taza un chorro de café negro caliente, espeso y aromático; le echó dentro un terrón de azúcar y se la dio. Mientras Iván, concentradísimo, se abocaba a la delicada tarea de revolver el café, ella reparó en el "Guernica" que, a su parecer en versión aumentada, dominaba una pared casi por entero. El toro la estaba mirando desde una época en que España era una geografía erizada de bayonetas. Le sucedía con el cuadro lo mismo que con su propietario. Siempre que lo veía experimentaba la sensación de ser ésa la primera vez. Luego lo olvidaba hasta que volvía a tenerlo delante. Y como la visión solía tomarla por sorpresa, recreaba constantemente esa perturbación incomprensible contenida en un círculo mágico de descubrimiento, estremecimiento y olvi do al cual ella no podía sustraerse.
Era probable que a Iván le pasara algo similar pero a un nivel más profundo quizás. De pie y de espaldas al cuadro, bebía el café en silencio. Era incapaz de sustraerse a su propia obsesión: quería ser escritor a la fuerza. Llevaba años intentándolo. P or eso se encerraba en ese cuarto por horas y a veces días. Hurgaba en su pobre espíritu con la persistencia de un animal atrapado; y cuando por fin, después de mucho leer y pensar, esforzarse y sufrir, conseguía hacer brotar algo prometedor, el tren de l as ideas se descarrilaba en algún empalme de su mente, frustrándolo. Luego pasaba varias semanas deprimido y de mal genio. Las ideas se resistían a dejarse moldear por él. En comparación con lo que desechaba, lo que producía era poco. Habría encima de la mesa una veintena de hojas; debajo, la papelera abarrotada y en torno al cuarto, los vestigios de una encarnizada batalla mental. Mezclados entre esos vestigios se encontraban las esquelas de rechazo enviadas por las editoriales. Puestos todos juntos los mutilados membretes de aquellas sociedades anónimas harían a la industria de la imprenta un collage más grande que la versión aumentada del "Guernica".
Un carraspeo de Iván fue interpretado por ella como una señal inequívoca de que no debía entretenerse allí más tiempo que el necesario para dejar el café y marcharse.
Carmina estaba convencida de la importancia de su función en aquella casa donde llevaba seis años trabajando. Seis años de rutina doméstica, de fidelidad pagada y de intimidad sin compromisos. Había llegado un día bajo la lluvia y como envuelta en el vien to del otoño. En su maleta traía todas sus posesiones: alguna ropa, una novela, la Santa Biblia y el rosario de cuentas negras. Su identidad, su cultura y su filosofía de vida estaban allí condensadas.
Cuidaba de la casa con esmero y a los libros los trataba con el respeto que se les tiene a los extraños. En la casa había muchos. Cuando le tocaba limpiar la biblioteca recorría con un paño los pulidos anaqueles. Largas hileras de títulos se extendían a l o largo y ancho de las paredes. Títulos que ella a menudo no entendía por estar escritos en lenguas extranjeras, y otros por la especialidad de su contenido. La mayoría trataba de literatura, el arte de escribir y el psicoanálisis de la creación artística ; otros, sobre asuntos raros como el existencialismo, el deconstruccionismo y otros "ismos" que como casi todos los "ismos" no le decían nada. Además, Iván coleccionaba las primeras ediciones autografiadas de obras que por los nombres extraños y remotos d e sus autores debían ser deprimentes y aburridísimos. Probablemente él leía todo lo que se publicaba en el mundo. ¿Procurando encontrar qué?
Hubo una época en que Carmina tenía fe en que Iván llegaría a ser famoso. Era cuestión de tiempo, nada más. Tiempo y suerte. Y cuando él fuese famoso, algo de su fama habría de recaer en ella; algo que pudiese traducirse en un aumento de sueldo; quizás en una pensioncita en su vejez y hasta era posible que se rubricara una dedicatoria en uno de sus libros en reconocimiento de su lealtad y nobles servicios. Estas ideas le habían permitido mantener la moral alta durante los períodos de enfado, ingratitud e indiferencia que en Iván acompañaban la actividad literaria. Pero a medida que las cartas de rechazo llegaban a la casa, ella alcanzaba a comprender el valor real de sus ilusiones. Últimamente atribuía el fracaso literario de su patrón a una perturbadora y congénita falta de talento. Él se encerraba a escribir, pero nunca logró reconocimiento alguno. Las grandes editoriales, sus "seguros servidores", repudiaban sus escritos muy atentamente. Entre tanto, algo en él se iba volviendo odio. Tenía poca pacienc ia consigo mismo y con los demás, en particular con su agente literario al que perseguía por teléfono con fastidiosa regularidad. Temprano en la mañana, por el intercom de la cocina, lo oyó bramar contra el hombre acusándolo de ser una nulidad.
El intercom enmudeció con el golpe del auricular sobre el teléfono. Rato después oyó la puerta de calle cerrarse. Se había marchado. La casa en silencio. Todo tranquilo en el piso superior. Después iría por allí. Ordenaría un poco y recogería aquellos pap eles del suelo, pelotas, barquitos y aeroplanos de papel... Metería todas aquellas ilusiones abortadas en la papelera y luego en la bolsa de la basura. Pasaría la aspiradora cuidadosamente y limpiaría el polvo de los muebles. En medio de tantos libros y a la luz opaca de los focos la visión apocalíptica del "Guernica" le pareció un bramido de agonía y rabia en el fondo de un oscuro corredor cuyo eco se acallaba con sólo cerrar la puerta al salir.