Ahora llueve, del alero de los edificios caen las cortinas del celofán de un día inmensamente gris que no sirve nada más que para pensar en leer alguna historia de Saki o recitar unos de esos poemas de Herman Hesse.
Estoy aquí, sentada esperando a que me traigan algo que tranquilice mis nervios.
Me veo al espejo las mejillas escarlatas con mis ojos relativamente irritados. De pensar sólo en regresar a aquella medicación psicotrópica que intentara calmar mis crisis yo ya me sentía nuevamente sin la independencia mental que había cierto día conquistado.
Debía lograrlo, se trataba sólo de una respiración onda, de no esperar hablar con Sergio Feijoó que se había enojado injustamente conmigo hacía unas semanas atrás por lo que había sucedido, ni esperar al vecino de mi cuarto para que me comentara-como lo hiciera todos los sábados-acerca de los eventos que le habían llevado a cabo ocupar sus fines de semanas.
Era un momento enhiesto en el cual parecía hundirse la barcaza que transportaba mis anhelos. Algo así como un jadear de preparto que iría esperanzado a abrazar la promesa de nuestros triunfos. Que quizás existieran a pesar de aquello que me aconteció con mi amigo Joaquín.
Joaquín Ulmie iba a exponer sus obras plásticas en la Galería L’Algepsar.
Estaba preparando todo para el verano. La exposición se realizaría hasta el 12 de Septiembre.
En Castellón se había inaugurado el pasado mes de abril de 2003 la Galería L'Alpegsar. La misma aglutinaba las nuevas aportaciones de la plástica contemporánea valenciana y de otras zonas. Eva Terfly, Manolo García, Lucas Perroj y José Joan también se preparaban para la muestra.
Sus trabajos daban cierta nueva manera de mirar las imágenes.
Yo me había interesado por sus perspectivas especialmente luego de haber escrito mis poemas “Reina Jadeante” o “Un café en Bagdad”.
Nadie, obviamente, comprendía pero al fin y al cabo yo sabía que estaba diciendo muchas cosas en lo confuso de mi yo lírico. Podía comprender que había amenazas que me ponían triste o cosas que sabía y no podía advertir. El gran poderío de un grupo de escribientes que se jactaban de sus verdades, de sus realidades que aniquilaban las esperanzas de los sencillos y que se nos liaban en medios masivos de manera insospechada.
Podía yo verme en un abstruso cuarto, solitaria y repleta de ansiedad por las cosas que irían a pasar, casi plagada de una demencia que sólo se aliviaba cuando yo lograba teclear mis constantes idas y venidas mentales.
Habíamos decidido alquilar una pensión en La Corte que era un lugar donde nos atendieron con suma cordialidad y que por no más de 50 euros podíamos pasar los días hasta que llegara la fecha de la exposición. El sitio quedaba apenas comenzaba Calle Trinidad a no más de 4 o 5 cuadras del Teatro Principal y por lo tanto no demasiado lejos de la galería. Todo se hallaba allí a pocos metros: la Iglesia de San Vicente, la Plaza Mayor que estaba rodeada por el Ayuntamiento, La Catedral y El Mercado Central, e infinidad de otras plazas como las de Santa Clara, Hernán Cortés, Mercadito, Cardona Vives...y varias que ahora no recuerdo.
Luego de recorrer varios restaurantes nos hicimos habitué de un sitio donde adquiríamos menús caseros. Se trataba de local cálido y decorado en gotelé blanco, con sillas negras de rejilla, mesas de imitación de mármol y un gran mostrador de cerámica.
Asistían al bar gente trabajadora por las mañanas y nosotros, la gente joven por las tardes ya que siempre nos levantábamos pasado el mediodía. Se ubicaba en la via Maestro Vives y las servilletitas de papel con las cuales jugábamos a construir castillos decían Menús Caseros “Maité”
Estaba yo aquel día muy sensible. Sí, recuerdo que había hablado con Joaquín esperando que su exposición fuera un éxito. Me sabía plena de alegría por verlo feliz y con sus grandes preparativos. Sabía que su victoria dependía plenamente de la mía. O al menos del saber que algunos de mis poemas iría a acompañar sus cuadros. Yo no sería como aquellos escritores de poco vuelo que vivían peleándose con los ilustradores de sus manifiestos. Después de todo Joaquín y yo nos conocíamos desde la plena adolescencia cuando él usaba sus desgreñadas mechas largas y yo me ponía la boina gris llena de pins.
Si hasta recuerdo cuando nos anotamos en la Escuela de Bellas Artes.
Repaso en un momento haberme abstraído de la geométrica en gres chamotado, que había realizado Manolo.
Joaquín Ulmie proseguía con los preparativos; él también más allá de sus diversas obras apostaba por las construcciones urbanas empleando una gran diversidad de materiales, naturales o artificiales, para adentrarse en los vericuetos de la sutilidad del espacialismo y la presencia de la materia como ente en sí mismo. Siempre su obra reflejaba la salvación de mis liras. Nos concatenábamos sin saber en aquellos trabajos de expresión artística. Jamás disputábamos quién generaba qué cosa porque así fuera yo-en principios- o él, antes que yo, perennemente nuestras obras nos disparaban la mente muy positivamente.
José Montané interrumpió mi silencio en el instante en que desenvolvía el papel de diarios que cubría aquella obra de Joaquín para decirme si lo acompañaba a la tienda para obtener unos colores terrosos y ciertos pigmentos.
Caminamos por una callecita muda hasta cruzarnos con Calle Moyano y a las dos cuadras arribamos al espléndido parque que se emplazaba en la Plaza Fradell, frente a la Iglesia, vimos a un viejito sentado en el banco de plaza tocando un arpa inmensa. Sí, hasta recuerdo el frívolo mármol de la estatua de aquel lugar.
Fue en el momento en que regresábamos del atelier en el cual pude observar mi rostro, reflejado en una puerta con un vidrio inmenso. Mi cabello desprolijo, ondeado y las leves marcas debajo de mis ojos que delataban cierto estupro benevolente que me acosaba por las noches soberbias cuando sólo un papel y una pluma podían acompañarme.
Hacía frío!
No entiendo, estoy en España no en mi país, acá es otoño y siento frío en las manos. Será que se está aproximando el invierno.
Coloco la diestra en el bolsillo de mi pantalón y retiro un caramelo. Lo desenvuelvo y seguimos recorriendo junto a José aquellas calles hasta aproximarnos a la Galería L’Algepsar.
Mis ojos estaban tristes como si hubiese visto a julio preparando a varios para llevárselos en Agosto.
Malvada muerte irisante había arrasado con varios.
En ese momento podía yo ver cómo me acompañaba la rectitud mezquinándome los pareceres y hasta anulándome en parte por aquello que yo creaba en mis delirios.
Así, cada instante fugaz se me iba de la mente cuando podía yo pronunciar mi obra. Sí.Esa que no hacía para nadie y hacía para todos a la vez. Esa que trascendía de mi propio ser intentando superar todo aquello que no pudiera dominar con la mente.
Podía notar los mudos soliloquios que se me presentaban en los pensamientos tan llenos de todo el garbo y glamour que yo pudiera desear. Pero-quien sabe por qué carbonización de ideas- cuando los torpes dedos de mis manos intentaban recordarlos ante el teclado las cosas sobrevenían diferentes de cómo las había querido contar ¡Tan distintas!
Y al armar las piezas de aquel puzzle en el documento, yo podía observar la pantalla y mis oraciones que se adelantaban a lo que alguien iría a decir o que experimentaban los presentes de los noticieros que para mí no decían más que fragmentos indeseables y que por lo tanto yo deseaba trocar en algo diferente como esquivándole a los ruidos que molestaban los silencios de mis pensamientos.
Ya estábamos nuevamente de regreso y yo me acerqué a Joaquín para ayudarlo a retirar los cuadros de la vieja camioneta que nos había prestado el tío de José que vivía en Ronda Mijares, esa que utilizaba cuando trabaja en el traslado de vidrios en la fábrica que ya no le daba empleo a mayores de sesenta años.
Fue en ese preciso momento cuando una brisa le voló la chalina del cuello.
Recuerdo muy bien los cabellos de Joaquín despeinarse levemente.
El instante fue inolvidable. Él me guiñó un ojo. Miró hacia atrás para observar dónde caía su prenda.
Fue un leve instante. Un cantar de ave. Un chirrido incierto. Una frenada procaz.
Joaquín Ulmie, mi amigo de toda la vida, la persona que todo compartía conmigo. El ser más impregnado de arte que pudo haberme ayudado a sobrevivir... moría. Sí, caía ante mi rostro, serpenteaba cierto dolor y angustia en todo mi pecho como una línea azul que enviste en lo leve.
-Calle Fola, 14.Envíen a los forenses.
Hombre caucásico de aproximadamente treinta años ha sido atropellado por un auto. ¡Manden también una ambulancia tengo una señorita sumamente descompuesta!-.
Fueron las últimas palabras que oí antes de desvanecerme ante aquella escena fatal que como honrando la obra artística de Joaquín hacía que mi ser se abstrajera y mis sentimientos se resaltaran en la despreocupación de un simple desmayo.
©Norah Mabel Peralta-Fecha de creación 06/08/03 01:44 P.M.