Era una tarde soleada de verano y Marcela Ligia, patricia de condición, regresaba a casa después de haber estado escuchando a los magistrados en la tribuna de los Rostros del Foro Romano.
Pero al llegar descubrió algo que jamás hubiera esperado encontrar: todos los esclavos, a excepción de una de las mujeres, yacían brutalmente asesinados por todos los rincones de la casa, el marido había desaparecido sin dejar rastro y, lo peor de todo, que se había llevado los bienes de la pareja.
Invadida por una acongojante angustia, Marcela Ligia lo entendió todo y, de pronto, un pensamiento afloró en su mente: estaba arruinada.
Torrentes de lágrimas discurrieron por sus tibias mejillas, su barbilla temblaba como una florecilla al viento, y sintiéndose morir, se echó al suelo para llorar su amargura.
Al alba, sus ojos empañados dislumbraron la luz del sol que entraba por una ventana. Aquella luz anunciaba el comienzo de un nuevo día, pero Marcela Ligia sabía que para ella significaba algo más: el comienzo de una nueva vida.
Con torpeza debido al malestar que sentía, se puso de pie y salió de la casa. Entonces echó a andar hacia los barrios pobres de la ciudad. No quería morir de hambre, pero tampoco quería ser esclava, ni mucho menos una mendiga, así que, como había pensado durante la larga noche, de ahí en adelante subsistiría como ramera.
Pasó el tiempo y Marcela Ligia, aún latentes los hechos que la habían llevado hasta allí, fue olvidando su anterior vida, con sus lujos y su suntuosidad. Parecía que había sido ramera toda la vida.
Pero pocos meses después, asfixiada por aquella degradante y claustrofóbica vida, decidió huir de Roma.
En una calle del centro se topó con varios soldados que intentaban detener, violentamente, la revuelta de un pequeño grupo de cristianos, hombres y mujeres, algunos ancianos. En un momento dado, uno de los soldados agarró a un anciano y tras forcejear con él lo tiró al suelo. Entonces desenvainó su espada.
Marcela Ligia, viendo entre la muchedumbre lo que podía estar a punto de ocurrir, se acercó corriendo a una casa que estaba siendo derribada y tomó una piedra, mientras la espada del soldado se acercaba cada vez más al cristiano.
Algo silbó en al aire y de pronto el soldado se desplomó, con la nariz hundida en la cara.
Marcela Ligia, dándose cuenta de que había sido descubierta, echó a correr calle abajo con todas sus fuerzas, sin mirar atrás, pero poco más adelante fue prendida por dos soldados y conducida a los calabozos.
Al día siguiente fue juzgada junto a los cristianos. Éstos, como era de esperar, fueron condenados a galeras de por vida, pero a ella le esperaba una condena mucho más terrible e inhumana que esa: la crucifixión.
Así pues, Marcela Ligia, antaño mujer de la élite, miembro exclusivo de la sociedad romana, fue atada a una cruz a las puertas de Roma y dejada allí hasta que muriese.
En su condena, la mujer lloró y lloró durante días, sus ojos ya nada veían, tan sólo la tenue luz que se filtraba a través de las lágrimas. Esa luz quizás fuera del sol, que majestuoso brillaba en medio del cielo azul, o quizás fuera.....que ya había dejado de sufrir, y estaba en el Elíseo, con sus queridos padres...
De entrada si dices que fueron los cristianos los que incendiaron Roma, apaga y vámonos, pero como soy una persona coherente, y no pedante y arrogante como tú, he leido todo tu comentario. Por otra parte veo que no sabes lo que son las licencias artísticas, tan empleadas en otras obras del mismo género, y tan efectivas..... De verdad no sé si has escrito esta incongruencia para dártelas de listo, porque me has parecido todo lo contrario, o no sabías nada de Roma y para hacer el mayor daño posible contra la libertad artística te has pasado un mes estudiando Historia Romana. Sea como sea, sabrás mucho de este tema, a mí poco me importa, pero de educación y buenos modales cero. Por último decirte que las cosas hay que saber interpretarlas y verles los matices, porque tan listo que eres, para tí lo blanco es blanco y lo negro negro.