Me había habituado a caminar monte arriba después del almuerzo. Cuando llegaba a casa luego de asistir a la escuela por las mañanas, mamá me ordenaba mudar el uniforme para evitar que se ensuciara demasiado; me sentaba a la mesa y, en compañía del abuelo, comía.
Iniciaba mi caminata cuando el sol dibujaba la sombra de la casa en la mitad del patio terroso en la que mi abuelo se informaba que debían de ser las tres pasado el meridiano. Al rato, dejaba tras de mí las últimas casas del pueblo y, durante quince minutos, recorría un camino delgado, llano y uniforme, el cual, a medida que me alejaba del poblado, se cubría de hierbas reverberando en su verdor. Más allá, la superficie se elevaba lentamente, y subiendo la colina, llegaba hasta donde el camino se perdía en una vasta llanura. Al final de este extenso prado crecían muchos árboles frondosos dando nacimiento al oquedal. Aquel reino de penumbras, en el que trazaba mi propio laberíntico sendero, culminaba al pie de las peñas, y hasta unos diez metros cuesta arriba, continuaban creciendo eucaliptos y cipreses exuberantes. Cada espacio entre tallo y tallo de los árboles fue atravesado por mi delgado cuerpo en singulares vericuetos que mi imaginación bosquejaba. Ascendía lentamente la naciente de aquel inmenso peñasco como si trepara por entre los árboles, desenredándome de sus ramas, hasta que surgía de su verdura. Deteníame y miraba complacido aquella inmensa alfombra de hojas, lozanía del oquedal. El viento inquietaba mis cabellos, el aire henchía mis pulmones, y mi corazón, en su encierro costal, latía presuroso. A lo lejos, las casas, con sus techos de teja roja a cuatro aguas o con sus techos cónicos de paja, de fachadas variopintas, y las calles grises, contrastaban con el azul y el verde del paisaje. Mis pasos, luego que mis ojos se saciaban de aquella prodigiosa visión, continuaban el ascenso al compás del vaivén del ichu mecido por el viento. A medida que iba ganando altura, se perdía poco a poco el color de la vegetación montés, para dar paso, mediante una transición necesaria como natural, al gris de la tierra jaspeada con abundantes piedrecillas y guijarros. Ya en la cima, la tierra escaseaba y podía verse grandes bloques de rocas límpidas y brillantes al sol. Solo en pequeñas cavidades pétreas, muy escasas cantidades de tierra constituían hogar de los ichus, de las cantutas, y de otras flores y hierbas silvestres, a las que estos se aferraban con todo, y a la que las lluvias invernales minaban constantemente. La peña dibujaba una hipérbola y hacia el otro lado descendía lenta, pero muy lentamente, decenas de metros, cubierto de briznas y pajabravas. Luego se alzaba repentinamente una altura considerable originando un farallón y de ahí descendía otra vez en forma continua y uniforme hacia un lejano valle por el que discurría un río remoto. La elevación vertical, totalmente rocosa, me impedía continuar mi andar. Oteaba el horizonte con la sangre inquieta aún y al ritmo de mi respiración atropellada, hurgaba el terreno en que me hallaba y yacía mi cuerpo sobre un pequeño claro. Mi cansancio, cual efluvio postrero, se esfumaba con el viento revoltoso de la tarde que apenas se iniciaba. Entonces, habría el libro que llevaba entre manos y leía.
Solía leer los versos en voz alta. El viento se cuidaba mucho de interrumpirme y el eco se guardaba de remedarme. A diario memorizaba algún poema que entonces me había gustado más.
¡Fueron largas tardes y nunca cansados! ¡Cada día esa caminata! ¡Cada tarde un lugar distinto, pero cercano! ¡Siempre el mismo auditorio que sí sabía escucharme!
Día a día, con excesiva afectación, sentía que la naturaleza y yo compartíamos una misma existencia. Con la proximidad del crepúsculo iniciaba el retorno a casa, sosegado, porque la monotonía del pueblo a veces me aburría.
Y entre el encanto natural de la vida y del universo, te encontré un día, en un lugar ignoto del bosque, donde menos esperaba encontrar algo. ¡Y en mis largos paseos creía que ya lo conocía todo! Tu presencia me liberó de esa creencia prematura para dar paso a un hecho concreto y real: lo ignorado. Estabas allí, bañada por los rayos de un sol radiante, en un pequeño claro en el límite entre la peña y el bosque, donde el oquedal ascendía la pendiente unos metros, detrás de una roca gris. Te vi, de lejos, entre las siluetas rectas de los tallos arbóreos y la maraña de hojas. Indeciso y sorprendido, me encaminé a tu encuentro por entre la fronda. Cuando llegué, no te hallé en el lugar donde te había visto, ni en derredor, a pesar que te buscaba con vehemencia. Un manantial de agua clara nacía al pie de la roca de entre unos peñascales que configuraban un breve lecho elíptico rodeado de piedras. A unos pasos, un árbol singular, único en todo aquel lugar: La Queñoa. En la capa arbustiva del bosque, un brillo inusual alteraba las sombras. Elevé mis ojos y vi las copas de los árboles abrirse hacia el cielo, un cielo azul, desde donde el sol proyectaba sus rayos a la superficie quieta del manantial y este las reflejaba hacia las sombras. Luego de algunos minutos muy largos, sintiendo la inutilidad de mi búsqueda, me conformé con la contemplación del manantial, cuya superficie espejada centelleaba a la luz del sol. Vi mi rostro reflejado nítidamente en sus aguas, y a medida que guiaba mis ojos a la profundidad de la roca, se perdía toda visión en un negro tenebroso. Era la primera vez que veía aquel lugar. Sentime perturbado. No podía admitir el hecho de haberte dejado huir tan fácilmente y lamenté mi lentitud. Pero no fue mi lenidad lo que me hizo perderte entonces, fue tu agilidad femenina la que te arrebató a mis ojos. Pensaba si acaso tu imagen sólo hubiera existido en mi imaginación un momento efímero y fugaz, o tal vez era una imagen creada por algún destello luminoso en aquel bosque umbrío. Como me vino una sed inusual en ese momento al ver aquel manantial transparentísimo, me incliné para beber sus aguas. Al contacto de mis labios surgió una estela ondulante que, luego de la separación de mi boca de la superficie clara, se fue lentamente esparciendo por el mundo. Saciada mi sed y cuando ya me erguía, apareció en el agua un banco de truchas, grises y gualdas, de los más bellos, jamás visto por mis ojos, y que no se igualaban con las que frecuentemente solía pescar mi padre en el río. No huían de mi presencia. Como si obedecieran cierto mandato, se mostraban ante mi presencia, hábiles y garbosas, enseñándome toda su hermosura. De inmediato pensé que sería un buen lugar para echar el anzuelo, “los venderé y ganaré buen dinero” me dije. Luego deseé que solo mi padre lo sepa y solo nosotros con mamá saborearlas en el desayuno o en la merienda. Y ya quise correr a casa cuando, al volverme, estabas ahí, a mis espaldas. No supe que hacer, ni que decir. ¿Te acuerdas? Sin embargo, tú, como adivinando mis últimos pensamientos, dijiste:
- No podrás atraparlas. Han sido creadas para ser libres.
¡Qué desconcertante resultaba todo para mí, hasta la seguridad de tu afirmación! Te inclinaste sobre el agua, jugando con tus manos en ella, mirando mi desconcierto con tus ojos negros, y escondiendo una tierna sonrisa.
Quería averiguarlo todo al mismo tiempo, saber si eras humana, porque al verte allí, sublime y majestuosa, irradiando alborozo, no me parecía que lo fueras. Y antes que me decidiera interrogarte, tu voz nuevamente oí. Supe entonces que habías nacido en el pueblo, que vivías allí con tus padres y tu hermanito, en una casa amplia de dos plantas, con un patio interior y con grandes ventanas, balcones y jardines colgantes, dando hacia la calle, desde donde podías divisar parte del panorama del pueblo. Supe que ibas al colegio por las mañanas, igual que yo. Supe que habías descubierto el manantial hace mucho ya, que habías intentado pescar algunas truchas y lo único que conseguiste fue tedio y derrota, y al verte vencida, te dedicaste a cuidarlo. Tus palabras, fluyendo cual melodías celestiales, envolviéndolo todo, jubiloso y delicado, me infundieron confianza y el mutismo en el que estaba sumido se perdió por completo haciéndome abandonar mi sorpresa inicial. Fue entonces cuando supiste más de mí, de aquel muchachito que a diario veías pasar, desde el balcón de tu casa, por tu calle. Así, tú sabías, mucho antes de aquella tarde de setiembre, que yo existía.
Al atardecer, cuando el sol que se mira en el horizonte lejano, semejante a un áureo disco incandescente, declinaba agrandando las sombras hasta ocultarlas íntegramente, por primera vez mis pasos desandaron su camino al compás de los pasos tuyos: si corrías, corría; si brincabas, brincaba; si caminabas, caminaba. Todo lo que había sido mío, surgió de pronto como cosa compartida desde siempre; siendo lo mío, tuyo; y lo tuyo, mío desde entonces. Fueron pues, aquella tarde, aquel lugar y aquel camino, los que nos amalgamaron en una sola esencia llamada alegría.
Ya en la soledad de mi habitación no me había sentido tan solo como otras noches. Había mucho que recordar del pasado inmediato, ausente ya para siempre. Mirando por la ventana de mi cuarto hacia el infinito, la luna ya no me parecía pálida y melancólica como otras noches. Ahora resplandecía radiante y festiva. Una felicidad indescriptible, un gozo singular, invadían mi corazón. Por primera vez, mi memoria me ofuscaba con la figura de una niña. Pensaba en ti.
Continuará...